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Por Dónde Vienen las Actas

Joaquín Dicenta


Cuento


Siéntese usted, joven —le dije, mientras contemplaba con simpatía á aquel mozo franco y robusto, de mi­rada inteligente, de rostro enérgico y ademanes escogidos, que descubrían á tiro de maüser su naturaleza provinciana—; siéntese usted y sepa yo á que debo la honra de esta visita, y en que pueden servirle los consejos que de mí para usted reclama la respetable persona que me lo re­comienda.

—Ya sabe usted —repuso él— que tengo concluída—y aunque decirlo sea inmodestia— concluída con lucimiento mi carrera en la Universidad de X... Siempre me llevaron mis afi­ciones por el camino de la política; vengo dispuesto á dedicarme á ella y á ver si logro representar á mi país en fuerza de perseverancia y de trabajo.

—Me parece bien. Y ¿qué piensa usted hacer para conseguirlo?

—Tengo grandes proyectos —re­plicó el joven, á tiempo que su ros­tro se iluminaba con una sonrisa de esperanza y de noble orgullo. He estudiado á fondo las evolu­ciones y las necesidades políticas de mi país; conozco, en punto á econo­mía, todo lo que se ha escrito; naci­do en el pueblo, me ha sido suma­mente fácil analizar sus aspiraciones y sus tendencias, he formado un pro­grama que defenderé con inque­brantable constancia, sin olvidos ni concesiones de ninguna especie. Con estos elementos, con los que me pro­porcione el periodismo, donde pien­so exponer un día y otro mis ideas, y con la propaganda que haga de mis doctrinas entre aquellos mismos á quienes puedan serles beneficiosas, estoy seguro de lograr el triunfo, como lo estoy de servir fiel y honra­damente los intereses de mi patria.

—¿Conque tales son los pensa­mientos que á usted animan?

—Sí, señor.

—Usted será rico.

—No, señor.

—Pues entonces prepárese á no ser diputado nunca, ó á serlo dentro de cincuenta años, como plazo más breve.

—¡Qué dice usted!


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3 págs. / 5 minutos / 15 visitas.

Publicado el 2 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Por Donde se Sube al Cielo

Manuel Gutiérrez Nájera


Novela corta


a Madame Judith Gautier


La noche está lluviosa, los teatros han cerrado sus puertas y yo no tengo amores. La luz anémica de los relámpagos rasga de cuando en cuando el cielo, y la tempestad, que se va aproximando poco a poco, preludia su obertura wagneriana. Las nubes se disponen a acompañar mi canto con sus grandes masas de orquestación, y el agua, cayendo en gruesos hilos, lava la tez carmínea de las rosas y bruñe el verde oscuro de las hojas. ¡Qué hermosa noche para la vida del hogar, para el dúo de los labios y la canción del niño! Si yo tuviera un hijo, me acercaría de puntillas a su cuna para verlo dormir. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.

Mientras el sueño viene y arde mi tabaco, trazo, señora, las primeras páginas de este libro humilde, cuya idea primordial os pertenece. Las hojas de papel me esperan impacientes, con su traje de novia inmaculado. Magda, mi pobre enferma, la creación de mis horas soñolientas, me pide a voces la vida rápida del libro, como esos cuerpos de ángeles que miran los enamorados en sus sueños, pidiéndoles, en ademán de ruego y con las manos juntas, el triste don de la existencia. El agua cae en gruesos hilos. Llueve mucho.


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Dominio público
98 págs. / 2 horas, 52 minutos / 206 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Dentro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd —de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta—, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen…, entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!».


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3 págs. / 6 minutos / 43 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Por Culpa de los Dólares

Joseph Conrad


Cuento


Capítulo I

Mientras pasábamos el rato cerca de la orilla, como hacen los marineros ociosos en tierra (era en la explanada frente a la comandancia de un importante puerto de Oriente), un hombre vino hacia nosotros desde la fachada principal de las oficinas, dirigiéndose oblicuamente a los escalones de desembarque. Atrajo mi atención porque entre el movimiento de gente con trajes de dril blanco en la acera por la que él andaba, su ropa, la túnica y el pantalón habituales, hechos de franela gris clara, le hacía destacar.

Tuve tiempo de observarlo. Era rechoncho, pero no grotesco. Su cara era redonda y suave, su tez muy clara. Cuando se acercó más distinguí un pequeño bigote que las muchas canas hacían más claro. Y tenía, para ser un hombre rechoncho, una buena barbilla. Al pasar a nuestro lado intercambió saludos con el amigo con el que me encontraba y sonrió.

Mi amigo era Hollis, el tipo que había corrido muchas aventuras y había conocido gente tan singular en esa zona del (más o menos) maravilloso Oriente en sus días de juventud. Dijo: «Ése es un buen hombre. No quiero decir bueno en el sentido de listo o habilidoso en su oficio. Quiero decir un hombre realmente bueno».

Me giré inmediatamente para mirar al fenómeno. El «hombre realmente bueno» tenía una espalda muy ancha. Lo vi haciendo señas a un sampán para que se acercara a su lado, subir en él y partir en dirección a un grupo de barcos de vapor de la zona anclados cerca de la costa.

Dije: «Es un marino, ¿verdad?».


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41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 40 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Por Culpa de la Franqueza

Javier de Viana


Cuento


Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.

En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.

Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».

Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.

Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.

Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.

—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...

—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:


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2 págs. / 4 minutos / 44 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Cortar Campo

Javier de Viana


Cuento


—Cortando campo se acorta el camino—exclamó con violencia Sebastián.

Y Carlos, calmoso, respondió:

—No siempre; pa cortar campo hay que cortar alambraos...

—¡Bah!... ¡Son alambrao de ricos; poco les cuesta recomponerlos!

—Eso no es razón; el mesmo respeto merece la propiedá del pobre y del rico... Pero quería decirte que en ocasiones, por ahorrarse un par de leguas de trote, se espone uno a un viaje al pueblo y a varios meses de cárcel.

—¿Y di'ai?... ¡La cárcel se ha hecho pa los hombres!...

—Cuase siempre pa los hombres que no tienen o que han perdido la vergüenza.

—¿Es provocación?...

—No, es consejo.

—Los consejos son como las esponjas: mucho bulto, y al apretarlas no hay nada. Dispués que uno se ha deslomao de una rodada, los amigos, p'aliviarle el dolor, sin duda, encomienzan a zumbarle en los oídos: «¡No te lo había dicho: no se debe galopiar ande hay aujeros!»... «La culpa'e la disgracia la tenés vos mesmo, por imprudente»... Y d'esa laya y sin cambiar de tono, fastidiando los mosquitos...

—Hacé tu gusto en vida—contestó Carlos;—pero dispués no salgás escupiendo maldiciones a Dios y al diablo.

* * *

Hace un frío terrible y el cielo está más negro que hollín de cocina vieja.

De rato en rato, viborea en el horizonte, casi al ras de la tierra; un finísimo relámpago, y llega hasta las casas el eco sordo, apagado, de un trueno que reventó en lo remoto del cielo.

Las moles de los eucaliptus centenarios tienen, de tiempo en tiempo, como estremecimientos nerviosos, previendo la inminencia de una batalla formidable.

Las gallinas, inquietas, se estrujan, forcejeando por refugiarse en el interior del ombú.

Los perros, malhumorados, interrumpen frecuentemente su sueño, olfatean, ambulan y no encuentran sitio donde echarse a gusto...


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3 págs. / 5 minutos / 42 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Correo

O. Henry


Cuento


No era ni la estación ni la hora en que el parque se hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.

Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía, que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco picaresco, aunque resoluto, de sus labios.

Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.

A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:


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4 págs. / 7 minutos / 114 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Por Beber una Copa de Oro

Ricardo Palma


Cuento


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dió el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los calices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Por Beber una Copa de Oro

Ricardo Palma


Cuento


El pueblo de Tintay, situado sobre una colina del Pachachaca, en la provincia de Aymaraes, era en 1613 cabeza de distrito de Colcabamba. Cerca de seis mil indios habitaban el pueblo, de cuya importancia bastará a dar idea el consignar que tenía cuatro iglesias.

El cacique de Tintay cumplía anualmente por enero con la obligación de ir al Cuzco, para entregar al corregidor los tributos colectados, y su regreso era celebrado por los indios con tres días de ancho jolgorio.

En febrero de aquel año volvió a su pueblo el cacique muy quejoso de las autoridades españolas, que lo habían tratado con poco miramiento. Acaso por esta razón fueron más animadas las fiestas; y en el último día, cuando la embriaguez llegó a su colmo, dio el cacique rienda suelta a su enojo con estas palabras:

—Nuestros padres hacían sus libaciones en copas de oro, y nosotros, hijos degenerados, bebemos en tazas de barro. Los viracochas son señores de lo nuestro, porque nos hemos envilecido hasta el punto de que en nuestras almas ha muerto el coraje para romper el yugo. Esclavos, bailad y cantad al compás de la cadena. Esclavos, bebed en vasos toscos, que los de fino metal no son para vosotros.

El reproche del cacique exaltó a los indios, y uno de ellos, rompiendo la vasija de barro que en la mano traía, exclamó:

—¡Que me sigan los que quieran beber en copa de oro!

El pueblo se desbordó como un río que sale de cauce, y lanzándose sobre los templos, se apoderó de los cálices de oro destinados para el santo sacrificio.

El cura de Tintay, que era un venerable anciano, se presentó en la puerta de la iglesia parroquial con un crucifijo en la mano, amonestando a los profanadores e impidiéndoles la entrada. Pero los indios, sobreexcitados por la bebida, lo arrojaron al suelo, pasaron sobre su cuerpo, y dando gritos espantosos penetraron en el santuario.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Por Amor al Truco

Javier de Viana


Cuento


Don Basilio, antes de ser don Basilio, cuando era Basilio Peralta, el hijo mayor de don Braulio Peralta, uno de los más fuertes ganaderos de Curuzú-Cuatiá, fué un mozo alegre y aventurero.

Trabajador, arreglado, era de una generosidad prudente, gastaba una docena de pesos, compartiendo con un amigo famélico, una buena cena y un beberaje copioso, porque los cobraba con la satisfacción de la compañía.

Pero si al partir, ese amigo le pedía unos centavos, invocando tal o cuales necesidades, Basilio no tenía casi nunca níqueles disponibles, y si alguna vez daba, hacíalo a regañadientes y guardando rencor al pedigüeño.

Gustábale organizar, en su casa, grandes fiestas, bajo cualquier pretexto; y más contento quedaba, cuanto mayor era el número de los invitados concurrentes.

Las comilonas, las vaquillonas con cuero, el amasijo que consumía una carrada de leña, las varias damajuanas de caña, amén de los guisados y los pasteles y los postres, hacían ascender a sumas crecidas cada una de esas fiestas.

Empero, él no lo sentía, por aquello de que sarna con gusto no pica, y esas verbenas eran su vicio.

Se cobraba satisfaciendo su vanidad, teniendo auditorio sumiso para sus relatos insustanciales, y, sobre todo, «piernas» para jugar al truco, todo el día y toda la noche, por fósforos.

Era en realidad, un profundo egoísta, convencido, sin embargo, de ser un hombre excepcionalmente bueno y generoso.

Por eso, cuando debido a los gastos excesivos, unidos a su desidia e incapacidad administrativa, su fortuna mermó considerablemente, se quejaba con amargura, de los cuervos, a quienes hartó en sus épocas de opulencia y que ahora, no sintiendo olor de la carniza, pasaban de largo, volando sobre su casa.


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2 págs. / 4 minutos / 21 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

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