Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó
de su gira por el campo. Los peones que mateaban
en el galpón y lo vieron acercarse al lento
tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de
puro viejo,—observaron primero el balanceo de
las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza
sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo,
presagiaron borrasca.
—Pa mí que v'a llover—anunció uno.
—Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio,
el capataz, muy serio, con aire preocupado,
agregó:
—Y no será difícil que caigan rayos.
Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento,
casi todos ellos hijos y nietos de servidores
de los Moyano, conocían perfectamente
a don Fidel.
Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto
de un animal potente, inofensivo para quien no
le agrediera, temible para quien se permitiese
fastidiarlo.
Fué siempre liso como badana y límpido cual
agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas
hacían estremecer el intrincado bosque
de sus barbas, como se estremecen alegres los pajonales,
cuando en el bochorno estival, la fresca
brisa vespertina, mojada en agua del río, hace
cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas
en el cieno del bañado.
Empero, al llegar a la cincuentena, cuando
murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa,
el carácter de don Fidel cambió en forma
sensible.
Normalmente era el mismo de antes, bondadoso
y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en
tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible,
violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados
y sosteniendo ideas absurdas, al solo
objeto de que los inculpados se defendiesen, o
los interpelados le contradijeran, para exacerbarse,
montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.
Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno,
más suave que maneador bien sobado y bien engrasado
con sebo de riñonada.
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