I
Agonizaba el día. El Sol, circundado de nubes cenicientas, besaba el
horizonte. Por el sendero del norte, que en la mañana recorriera, ágil y
jovial, la comitiva, volvían ahora, taciturnos y graves, con su noble
jefe a la cabeza, los soldados de Sumaj Majta. Chasca, desde el mismo
peñón que dominaba el río, los vio acercarse. El príncipe descendió de
su silla y se acercó al anciano guerrero:
–Sumaj Majta, ¿dónde está el puma que profanó los rebaños del Sol y en cuyo acecho iban tus gloriosas huestes?...
–No lo hemos hallado, Chasca, respondió gravemente el príncipe. Al
penetrar en el bosque, una víbora cruzó ante mí, se deslizó y huyó a la
selva. Hice detener mi comitiva, ordené que se hiciera una fogata para
cazarla, pero fue inútil. Arde todavía la selva pero ella no ha sido
cogida. Ordené entonces suspender la cacería. Cazamos un cóndor, y lo
ofreceré esta noche, en sacrificio sobre la pira.
–¿A quién lo ofreces?
–A Mama Quilla. La Luna está ofendida. Ofreceré el sacrificio en el
palacio de Yucay, ante los Huillac Umas y los Humiuká; es fuerza, pues,
general, que asistas al sacrificio...
–Cuando la Luna bese los muros de tu castillo, llegaré, Sumaj Majta.
La comitiva se alejó en silencio, solemne, siniestra. Nadie que no
fuera el Inca, se habría atrevido a romper la silenciosidad de aquel
desfile de guerreros, que, como un ejército de vencidos, se perdía en
los caminos oscuros donde la sombra era fría. El temor se reflejaba en
los rostros, abría desmesuradamente los ojos, hacía palidecer las teces y
hería las pupilas cálidas que avivaba el extraño fulgor de los
presentimientos.
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