I
Era el reinado de Túpac Inca Yupanqui. Ritti-Kimiy, hermano del Inca,
era uno de sus favoritos. Usaba flechas y armas iguales a las suyas y
departía por las tardes con su noble hermano. Eran todos felices en el
reino. Pacric había hecho conquistas para el Inca, había cogido animales
rarísimos para sus salones y piedras preciosas para su llauto. Una
tarde, los dos nobles hermanos miraban descender el Sol sobre la mar
lejana, desde la terraza del palacio real. El cielo se vestía de un
color rojo encendido que ardía sobre el mar.
Miraban atentamente cómo se hundía el Sol sin ocultarse tras de las
nubes, lo cual era un feliz presagio para el Inca. Ya iba a ocultarse el
astro. Una nubecilla dorada se acercó demasiado. El Inca palideció.
Ahora se alejaba, y los nobles observaban presas de una excitación
intensa y febril. Ya faltaban minutos, segundos, ahora...
–¡Por fin!
–¡La felicidad te espera!
–Contento y feliz estoy. Pídeme ahora lo que quieras y hoy te lo concederé...
–¿Me concederás, señor y hermano, lo que te pida hoy?...
–¡Te lo concederé! ¡Habla!
–Quiero ver a las vírgenes del Sol...
El Inca palideció. Aquello era una audacia sin límites. No había
precedente de pedido semejante y al que se hubiera atrevido a formularlo
lo habría hecho ahorcar en la plaza pública.
–No me has pedido riqueza, ni castillos, ni estados, ni haciendas, ni
honores. No te has detenido a pedir un rebaño de oro ni una mujer de
mis salas, ni uno de mis esclavos. ¿Por qué me pides aquello que nadie
ha pedido nunca? ¿Por qué quieren ver tus ojos lo que no vieron jamás
los humanos ojos? Pídeme lo que quieras. Tuyas son mis riquezas, mis
esclavos, mis concubinas, mis armas y mis trajes, mis ovejas y mis
rebaños. Pero no pidas, noble hermano, lo que no te he de conceder.
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