I
Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A
las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un
grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos
supe que había desembarcado un circo.
–Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana
estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la
aduana.
–Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla,
con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le
acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero;
llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.
–Éste es el payaso –dijo alguien.
El buen hombre volvió la cara vivamente:
–¡Qué serio!
–Así son en la calle.
Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles
manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un
hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de
rubios cabellos, lindos y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la
multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito,
partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.
Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la
Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a
casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya
habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano
posándose en mi hombro.
–¡Cómo! ¿Dónde has estado?
Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.
–Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del colegio...
–No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...
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