El señor Emilio Hilbck;
A la señora Josefa Navarrete de Hilbck;
Amigos muy distinguidos y cordiales:
El reloj en el cual quisísteis fijar la hora, para mí inolvidable y
encantadora, en que nuestras almas se comprendieron, está conmigo. Ya me
ha visto llorar: ya es mi amigo íntimo. Ha marcado ya las horas de mis
breves, hondas, mudas y frías tragedias cotidianas: ya lo sabe todo. Es
la Hostia de Eternidad —¿no es acaso como una hostia que marcara el
viaje de la Vida por el Espacio y por el Tiempo?— Esta hostia de
Eternidad, esta especie de oblea de Infinito, esta moneda filosófica que
ponéis en mis manos para que me acompañe en la peregrinación de la
tierra de igual manera que los egipcios ponían una moneda en las manos
de sus seres queridos, al despedirse de la vida para que los acompañara
en el viaje misterioso; este corazón, chato, cincelado y de oro que
tiene sobre nuestros corazones la gran ventaja de que para hacerlo latir
basta con darle cuerda; este reloj, esta pulsera y cincelada joya que
me habéis obsequiado, este ser delicado, elegante, armonioso cuyo ritmo
es perfecto y cuyos dos brazos que giran, se abren y se cierran, se
distancian y se juntan, parecen, al ponerse horizontalmente, que nos
llaman con los brazos abiertos; cuando éstos se juntan en las XII, ¿no
parece, distinguida y esbelta señora y altísimo amigo, que se juntaran
en una oración, como si rezaran por la vida? ¿Y cuando caen, formando
ángulo hacia abajo, que lloraran, con los brazos caídos, alguna terrible
desilusión? El reloj es como un hombre, amigos míos y señores; algo
más, es como un hombre inteligente, discreto, muy elegante, muy
laborioso, que trabaja en la tarea más elevada y más llena de filosofía:
...tac-tac... tac-tac... tac-tac...
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