Textos de Alejandro Dumas | pág. 5

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autor: Alejandro Dumas


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El Contrabandista a Pesar Suyo

Alejandro Dumas


Cuento


Entre todas las capitales de Suiza, Ginebra representa la aristocracia del dinero: es la ciudad del lujo, de las cadenas de oro, de los relojes, de los coches y de los caballos. Sus tres mil obreros surten a Europa entera de joyas. El más elegante de los almacenes de joyería de Ginebra es sin disputa el de Beautte.

Estas joyas pagan un derecho por entrar en Francia, pero, mediante una comisión de un cinco por ciento, el señor Beautte se encarga de hacerlas llegar de contrabando. El negocio entre el comprador y el vendedor se hace con esta condición, a la luz del día y públicamente, como si no hubiese aduaneros en el mundo. Es verdad que el señor Beautte posee una maravillosa destreza para desbaratarles los planes; una anécdota entre mil vendrá en apoyo del elogio que nosotros le hacemos.

Cuando el señor conde de Saint—Cricq era director general de Aduanas oyó tan a menudo hablar de esta habilidad, gracias a la cual se engañaba la vigilancia de sus agentes, que resolvió asegurarse por sí mismo de si todo lo que se decía era verdad. Fue, en consecuencia, a Ginebra, se presentó en el almacén del señor Beautte y compró joyas por valor de treinta mil francos, con la condición de que les serían entregadas sin derechos de aduanas en su hotel de París. El señor Beautte aceptó la condición como hombre habituado a estas clases de negocios, y únicamente presentó al comprador una especie de contrato privado, por el cual se obligaba a pagar, además de los treinta mil francos de adquisición, el cinco por ciento de costumbre; éste sonrió, tornó una pluma, firmó de Saint—Cricq, director general de las Aduanas Francesas, y entregó el papel a Beautte, quien miró la firma y se contentó con responder inclinando la cabeza:

—Señor director de Aduanas, los objetos que usted me ha hecho el honor de comprar llegarán tan pronto como usted a París.


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Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dama Negra

Alejandro Dumas


Cuento


Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas; en mitad de aquellas piedras había crecido un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.

—¿Qué quieres hacer con este árbol? —preguntó la Dama Negra.

—Señora, —respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía—; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, que amo desde hace tres años.

—Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo —dijo la Dama Negra—, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador.

—Se lo prometo, señora —dijo Wilhelm.

—¡Muy bien! ¡pues golpea ahora! —dijo la dama.


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Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Tumbas de Saint Denis

Alejandro Dumas


Cuento


En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint—Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían.

El pueblo se abalanzó pues sobre Saint—Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.


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Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo que es Ignorar la Lengua de un País

Alejandro Dumas


Cuento


A pesar del deseo que yo tenía de llegar lo más pronto posible al lago de Constanza, forzoso me fue detenerme en Vadutz. Desde nuestra partida llovía a cántaros y el caballo y el conductor se negaron obstinadamente a dar un paso más, so pretexto, el animal, de que se metía en el barro hasta el vientre y el hombre, que estaba calado hasta los huesos. Por lo demás, hubiera sido, verdaderamente, crueldad insistir.

No fue preciso nada menos, lo confieso, que esta consideración filantrópica para determinarme a entrar en la miserable posada cuya muestra había detenido en seco mi coche. Apenas había puesto el pie en la estrecha alameda que conducía a la cocina, la cual era al mismo tiempo sala común para los viajeros, cuando sentí agriamente agarrada la garganta por un olor a chucrut, que venía a anunciarme de antemano, como las listas puestas a la puerta de ciertos restaurantes, el menú de mi comida. Ahora bien, yo diré del chucrut lo que cierto sibarita decía de las platijas, que si no hubiera sobre la tierra más que el chucrut y yo, el mundo terminaría bien pronto.

Comencé, pues, a pasar revista a todo mi repertorio tudesco y a aplicarlo a la carta de una posada de pueblo; la precaución no era inútil, porque apenas me senté a la mesa en la cual dos cocheros, primeros ocupantes, quisieron cederme un extremo, cuando me llevaron un plato hondo, lleno del manjar en cuestión; felizmente, estaba preparado para esta infame burla y rechacé el plato, que humeaba como un Vesubio, con un nicht gut tan francamente pronunciado, que debieron tomarme por un sajón de pura raza.

Un alemán cree siempre haber oído mal cuando se le dice que a uno no le gusta el chucrut, y cuando es en su propia lengua en la que se desprecia este manjar nacional, se comprenderá que su asombro —para servirme de una expresión familiar en su idioma— se convierta en montaña.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Caballeros Templarios

Alejandro Dumas


Cuento


Capítulo I

Continuando por la calle de Rivoli en París, antes de llegar a los bulevares, se halla un enorme edificio situado en la esquina formada por la unión de esta calle con la de la Corderie. Se trata del palacio de los caballeros templarios, en el que habitaba el jefe o Gran Maestre de aquella célebre orden que, desde la cima de su riqueza y poderío, estaba destinado a legar a la historia inolvidables recuerdos para la posteridad, con el ejemplo que su precipitada ruina ofreció acerca de la inestabilidad de la grandeza humana.

La génesis de la milicia del Temple se fecha en la época en que Godofredo de Bouillon fue a plantar el estandarte de la cruz sobre los muros de Jerusalén. Sus nueve fundadores, al frente de los cuales figuraban Hugo de Payens y Geofredo de Saint—Omer, después de conquistar la Ciudad Santa, pronunciaron el solemne juramento de defenderla de los ataques de los turcos, y defender a los numerosos peregrinos que entrasen a visitarla. Aparte de los tres votos religiosos ante el patriarca de Jerusalén, incorporaron otro en virtud del cual se obligaron a combatir contra los infieles. La cruz de esta orden militar era de tela roja, como la de los cruzados franceses, y su estandarte, denominado Baucens o Baucan, estaba partido en negro y blanco.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Roldán Después de Roncesvalles

Alejandro Dumas


Cuento


La peregrinación a Rolandseck o ruinas de Roldán es una necesidad para las almas tiernas que habitan no sólo en las dos márgenes del Rin, desde Schaffouse hasta Rotterdam, sino incluso en cincuenta leguas hacia el interior. Si hay que creer la tradición, fue allí donde remontando el Rin para responder a la llamada de su tío, dispuesto a partir para combatir a los sarracenos de España, Roldán fue recibido por el anciano conde Raymond. Éste, tras conocer el nombre del ilustre paladín que tenía el honor de recibir en su casa, quiso que fuese servido a la mesa por su hija, la bella Alda. Poco le importaba a Roldán por quien fuera servido, con tal de que la comida fuera copiosa y el vino bueno. Tendió su vaso: entonces una puerta se abrió y entró una bella jovencita con un velicomen en la mano que se dirigió hacia el caballero. Pero, a mitad de trayecto, las miradas de Alda y de Roldán se encontraron y —¡cosa extraña!— ambos comenzaron a temblar de tal manera que la mitad del vino cayó al pavimento, tanto por culpa del invitado como por culpa del escanciador.

Roldán debía marcharse al día siguiente, pero el anciano conde insistió para que pasara ocho días en el castillo. Roldán sabía bien que su deber lo esperaba en Ingelheim, pero Alda dirigió hacia él sus hermosos ojos, y él se quedó.

Al cabo de aquellos ocho días, los dos enamorados no se habían hablado aún de amor pero, la noche del octavo día, Roldán tomó de la mano a Alda y la condujo a la capilla. Llegados ante el altar, se arrodillaron los dos simultáneamente. Roldán dijo: «No tendré jamás otra esposa que no sea Alda.» Alda añadió: «¡Dios mío! Recibid el juramento que os hago de ser vuestra si no soy de él.»


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Alma por Nacer

Alejandro Dumas


Cuento


Hace seis mil años aproximadamente...

El mundo estaba creado hacía medio siglo. Dios ya había expulsado a Adán y Eva del paraíso terrestre. No había, pues, en el cielo, más que almas que un día debían descender a la tierra y animar sucesivamente los cuerpos que nacerían.

La primera que se presentó a Dios fue la de Abel, y los cantos de los arcángeles y la bendición del señor acogieron el retorno del alma exiliada y mártir que debió la luz a una falta y la muerte a un crimen.

La segunda fue la de Eva, y cuando las puertas del cielo volvieron a abrirse ante esta alma pecadora, mancillada por el pecado pero depurada por el dolor, todas las almas del futuro se apiñaron a su alrededor para saber algo de la tierra.

Eva se había limitado a responder: «He pecado, he sufrido, he rezado; la vida tiene muchas pasiones, muchos dolores y muchas alegrías.». Luego se había retirado a la diestra de Dios, para acabar junto a él su plegaria iniciada en el mundo.

Para todas estas almas que no conocían más que el cielo, pasiones y dolores eran dos palabras completamente desconocidas. No comprendían más que una eternidad de calma, puesto que no veían más que una extensión de serenidad; por eso se paseaban soñadoras por los jardines de estrellas que Dios hizo abrir bajo sus pasos, preguntándose unas a otras qué podían ser las cosas ignoradas que en la tierra se denominaban pasiones y dolores.

Entonces a veces se alejaban del grupo que forman los elegidos junto al Señor, y seguían misteriosamente un sendero aislado hasta que, llegadas a un lugar en que ninguna otra las había seguido, podían inclinarse sobre la bóveda del cielo y tratar de ver lo que pasaba entre los hombres; pero las tinieblas de las pasiones eran tan impenetrables a sus ojos celestes como los resplandores de la eternidad a nuestra ciencia humana.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Baile de Máscaras

Alejandro Dumas


Cuento


Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna.

Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

—¡Muy bien! Que entre —dije en alta voz.

¡Que se vaya al diablo!", dije en voz baja.

Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace.

Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:

—¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?

—¡Oh! Dejadme respirar —dijo—. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.

Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos.

Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello.

Él vio mi sorpresa.

—He estado en el cementerio del Pére-Lachaise —me dijo.

—¿A las diez de la mañana?

—Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!

Yo no podía adivinar la relación que podía tener un baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un español.

Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención.


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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Reina Margot

Alejandro Dumas


Novela


PRIMERA PARTE

I. EL LATÍN DEL DUQUE DE GUISA

El lunes 18 de agosto de 1572 se celebraba en el Louvre una gran fiesta.

Las ventanas de la gran residencia, habitualmente a oscuras, se hallaban profusamente iluminadas; las calles y las plazas contiguas, siempre solitarias en cuanto se oían las nueve campanadas en Saint—Germain d'Auxe­rre, estaban, aun siendo ya media noche, atestadas de gente. Aquella multitud apretujada, amenazadora y es­candalosa parecía en la oscuridad de la noche un mar tenebroso y revuelto, cuyo ímpetu rompía en oleadas murmuradoras y cuyo caudal, desembocando por la calle de Fossés—Saint—Germain y por la de l'Astruce, fluía al pie de los muros del Louvre, batiendo con su reflujo las paredes del palacio de Borbón, que se elevaba enfrente.

A pesar de la fiesta real, o quizá debido a ella, la mu­chedumbre ofrecía un aspecto poco tranquilizador. El pueblo ignoraba que semejante solemnidad, en la que tan sólo tomaba parte como simple espectador, no era sino el preludio de otra, aplazada para ocho días des­pués, a la que sí sería convidado y a la que asistiría sin recelo alguno.

Celebraba la corte las bodas de doña Margarita de Valois, hija del rey Enrique II y hermana del rey Carlos IX, con Enrique de Borbón, rey de Navarra. Aque­lla misma mañana, el cardenal de Borbón los había ca­sado, sobre una tribuna erigida frente a la puerta de Nótre—Dame, siguiendo el ceremonial de rigor en las bodas de las princesas de Francia.


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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Tulipán Negro

Alejandro Dumas


Novela


I. Un Pueblo Agradecido

El 20 de agosto de 1672, la ciudad de La Haya, tan animada, tan blanca, tan coquetona que se diría que todos los días son domingo, la ciudad de La Haya con su parque umbroso, con sus grandes árboles inclinados sobre sus casas góticas, con los extensos espejos de sus canales en los que se reflejan sus campanarios de cúpu­las casi orientales; la ciudad de La Haya, la capital de las siete Provincias Unidas, llenaba todas sus calles con una oleada negra y roja de ciudadanos apresurados, jadean­tes, inquietos, que corrían, cuchillo al cinto, mosquete al hombro o garrote en mano, hacia la Buytenhoff, for­midable prisión de la que aún se conservan hoy día las ventanas enrejadas y donde, desde la acusación de ase­sinato formulada contra él por el cirujano Tyckelaer, languidecía Corneille de Witt, hermano del ex gran pen­sionario de Holanda.

Si la historia de ese tiempo, y sobre todo de este año en medio del cual comenzamos nuestro relato, no estu­viera ligada de una forma indisoluble a los dos nombres que acabamos de citar, las pocas líneas explicativas que siguen podrían parecer un episodio; pero anticipamos enseguida al lector, a ese viejo amigo a quien prometemos siempre el placer en nuestra primera página, y con el cual cumplimos bien que mal en las páginas siguien­tes; anticipamos, decimos, a nuestro lector, que esta explicación es tan indispensable a la claridad de nuestra historia como al entendimiento del gran acontecimien­to político en la cual se enmarca.


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Dominio público
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Publicado el 16 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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