Textos más vistos de Alejandro Larrubiera publicados por Edu Robsy | pág. 4

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autor: Alejandro Larrubiera editor: Edu Robsy


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El Gato Negro

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás —aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilusionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres duros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.


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6 págs. / 12 minutos / 62 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Himno de Riego

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El Café del Diamante recibía sórdida y melancólicamente la luz diurna por la puerta de entrada y ventana abiertas á la calle del Ave María, una de las más típicas de los barrios bajos madrileños. El color rojo rabioso de sus paredes tenía una solución de continuidad en los espejos, encuadrados en molduras doradas; del techo, pintado alevosamente al óleo por un mamarrachista, pendían los aparatos de la luz del gas. En este café ejercía yo las funciones de pianista.

Como tantos otros aventureros del arte, llegué á la corte (hace ya muchos años de esto, Dios mío) llena la maleta de papel pautado, de aire los bolsillos y de ilusiones el magín.

En mi pueblo, el organista de la catedral, famoso contrapuntista, me había iniciado en el arte de Beethoven; cuando hubo vaciado en mí toda su ciencia, que no era escasa, me dijo: «Perillán, si quieres alcanzar honra y provecho lárgate á los Madriles; aquí, la música no te servirá ni para mal sazonar la puchera.»

Rodé unos cuantos días, como un ave zonza, por la coronada villa, rompiendo en su molestísimo empedrado mis zapatones lugareños; admirando el polisón de las madamas y los sombreros como tubos de chimenea de los pisaverdes, y en aquel vagar forzoso á que me obligaban las circunstancias me encontraba más solo y desamparado de día en día, y de día en día más tenaz y resuelto en conquistar el vellocino de oro: que es prodigiosa fábrica de fantasías un cerebro juvenil.

Un paisano mío, un buen hombre que se despepitaba por servir á los de la tierra, hizo que yo entrara de pianista en el Café del Diamante, que acababa de abrirse al público.

Tal camino no era, ciertamente, el más indicado para llegar al templo de la Fama; pero, señores, todos llevamos en nosotros mismos al más implacable tirano, el estómago, Sancho Panza que casi siempre obliga á claudicar al Don Quijote de nuestros ideales.


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14 págs. / 24 minutos / 54 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Jamón del Cónsul

Alejandro Larrubiera


Cuento


Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...


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3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Mejor Médico, el Tiempo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Al adquirir la certeza —la horrible certeza— de que el hombre á quien más había amado en el mundo era sólo una masa inerte, Carmen, de pie cerca del lecho, quedóse inmóvil con los ojos muy abiertos mirando con estúpido asombro aquella cara en la que la muerte había impreso su huella repulsiva.

No vertió lágrimas ni lanzó un suspiro: parecía no sentir nada; dijérase que la brutalidad del hecho le había aplastado el corazón como maza férrea: el espíritu habíase escapado del cuerpo, dejándole hueco, insensible.

A la habitación saturada de olor á fiebre y medicinas, llegaban amortiguados los ruidos de la calle: gritos infantiles, pregonar de vendedores ambulantes, canturrear de las fregonas de la vecindad: en el piso superior los muchachos se entretenían en arrastrar un caballo de juguete, y el áspero chirriar de sus ruedas traspasaba el techo: al pie de los balcones se paró un piano de los de manubrio y sonaron atropelladas las notas de un vals: en el exterior todo era ruido, animación y vida; en la alcoba reinaba la gran quietud que precede á las catástrofes.

Carmen, como si de pronto despertara á la realidad, lanzó un grito indescriptible, de angustia y de desesperación tremendas; á los ojos asomaron, atropellándose, las lágrimas; se inclinó hacia el lecho, y su cabeza hermosa se juntó á aquella otra que se hundía pesadamente en la almohada; los labios palpitantes se pegaron con furia á aquellos inmóviles, lirios resecos; las manos palparon con ansia los hombros y el pecho del muerto...

—¡Luis!... Luis mío!... ¡Esposo de mi alma!... —gritó con voz enronquecida por el ahogo. Y tuvo que apoyar las manos junto al corazón... Parecía que se le rompía... —¡Luis mío!...

El acento aquel resonaba tristísimo en el dormitorio, rebotaba en las paredes y en ellas vibraba con rápida sonoridad.


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6 págs. / 10 minutos / 42 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Recuerdo del Tirano

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.


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5 págs. / 9 minutos / 40 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Reloj del Amor

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,


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3 págs. / 6 minutos / 57 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.


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6 págs. / 10 minutos / 44 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tío de Indias

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Harto de oír hablar de grandezas en Indias y más harto aún de pasarse los días de sol á sol cumpliendo el precepto divino de regar la tierra con el sudor de su frente, Marcelo se decidió á figurar en las levas de emigrantes que para desgracia nuestra merman las costas cantábricas.

Días antes de abandonar el terruño experimentó el mozo un vago malestar que le obligaba á poner la cara lánguida y tristona: que para quien nunca creyó que el mundo pudiera extenderse más allá de las queridas montañas del valle natal, es doloroso y estupendo el transponerlas y dejar, tal vez, para siempre, amigos y deudos… ¡Perder el aire del terruño que vivifica el corazón, es perderlo todo!..

La marcha resultaba para el mozo mucho más triste porque en la ultima entrevista que tuvo con Pilar, su novia, habíale dicho ésta al oído una de esas cosas que obligan á poner la cara seria aun al hombre más irreflexivo.

Marcelo, después de recobrarse de su natural sorpresa, no supo decirle á Pilar más que

—¿Tienes fe en mí?

—¡Como en mí propia! —afirmó la joven sin vacilar.

—¿Esperarás que vuelva?..

—Aunque tardes un siglo, pero ¿y si no vuelves?

—¡Volveré!, dijo resueltamente el mozo, como si en lo por venir pudiera leer un feliz regreso.

—¡Por Dios, Marcelo, no me olvides! Siquiera por…

Y la pobre muchacha no pudo terminar la frase, porque las lágrimas la ahogaban de pena.

Marcelo replicó solemnemente:

—¡Te lo juro!

Y con sólo estas palabras despidiéronse los novios.

II

Barco que hace su derrotero por el mar de la fortuna, es innegable que siempre tiene viento próspero.


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Publicado el 23 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Viejecito del «Heraldo»

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Aquella noche no oímos en la calle la voz para nosotros tan conocida del pobre viejecito del Heraldo.

—¿Qué le pasará? —nos preguntamos sorprendidos.

En los muchos años que llevaba trayéndonos el periódico no había faltado ni una sola noche.

¡Y eso que algunas eran bien crueles!

Ni la nieve ni la ventisca atemorizaban al viejo que, invariablemente, á las nueve y media, lo más tarde á las diez, dejaba oír su vocecita asmática, trémula, corriendo á lo largo de la calle:

—¡El Heraldooo!...

En la última sílaba encajaba una nota aguda, prolongada, que era como un trémolo lamentable.

Oíamosle subir la escalera todo lo más deprisa que le permitían sus cansadas piernas, resoplando fatigoso; tiraba del llamador, y al abrir la puerta destacábase en el pasillo su figura simpática y humilde: debía de tener mucho frío á pesar de la capa en que se envolvía: una capa pardusca que casi le llegaba á los muslos, con los embozos de paño deshilachados y grasientos; una bufanda de color indefinible rodeaba su cuello, y entre la bufanda y un sombrero hongo deformado, antiquísimo, que se le hundía hasta el cogote, veíasele la cara rugosa y escuálida, con el bigote canoso, encrespado, y en los ojillos una mirada de suprema melancolía.

Sonreíase siempre que entregaba el ejemplar del periódico, murmuraba un «hasta mañana» y se iba, resonando al poco tiempo en la calle su vocear trémulo, que se repetía dos ó tres veces, cada vez más débil para nosotros, hasta que concluíamos por sólo oír muy lejana la nota final, aguda y prolongada del pregón.

El no oír éste en aquella noche llegó á preocuparnos: en el azaroso trajín de la vida, había concluido por sernos á todos los de la familia muy simpático el viejecito del Heraldo.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Fonógrafo Perfeccionado

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!


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Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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