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autor: Alejandro Larrubiera editor: Edu Robsy


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Don Seráfico

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

En todo tiempo veíase á don Seráfico, pianista del Café del Universo, con un chaquet color verde botella, raído y lustroso; un chaleco de pana, negro, constelado de manchitas, manchas y manchones; la corbata, en forma de lazo, deshilachada, grasienta; un pantalón negro más encogido que pudoroso, dejaba al aire los calcetines de lana corcusidos, presos en la cárcel de unas botas de elásticos tan flojos como el cuello, puños y pechera de la camisa, reñidos con el almidón y faltos de los ardores de plancha precisos para el mayor lucimiento y consistencia de prenda tan necesariamente vistosa.

Corría parejas con tales trapitos —y bien sabe Dios que no de lujo— el chambergo á lo Rubens; de cerca, su color resultaba verdoso; de lejos, azulino, y en todas partes y á todas luces, un fieltro arruinado.

Rompía en invierno don Seráfico la monotonía de su empaque colgándose un inmenso carrick color ceniza, sabroso manjar de polillas á juzgar por lo raído de su urdimbre, y una monumental bufanda, color de chocolate, fogueadas sus puntas por las chispas de cientos de pitillos y ribeteada de mugre en aquella parte que mayor roce tenía con el cuello y pelo de su no muy pulcro poseedor.

Armonizaba el traje con la parte física del individuo; que era este don Seráfico, aunque corto de genio, largo de estatura, seco, avellanado, cargado de años y de espaldas; ruin de cabello, que en la mollera sólo tenía un mechoncito coquetonamente desparramado para mejor disimular la calvicie; las narices eran acaballadas, los ojos castaños, sin expresión, el bigote hirsuto, á trechos rubio como el oro y canosa su tonalidad.


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5 págs. / 9 minutos / 41 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Corsé Nupcial

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

¡Pobre Amalia! Padecía mal de amores… Ya no resonaba en el obrador el alegre gorjeo traducido en copla popular que salía de su garganta, ni su risa argentina como el rebotar de perlas sobre finísimos cristales dejaba entrever sus hileras de dientes me nudos piñones engarzados en elipses de grana. Estaba triste y en la tarde de aquel sábado sus ojos aguanosos permanecían fijos en el magnífico corsé en que trabajaba… Un corsé nupcial de gran mérito, con labor finísima, flores y encajes de nívea blancura que competía con la del raso que servía de forro al armatoste de ballenas y alambres.

La maestra, una mujercita vivaracha, con gesto de displicencia y frase dura encomiaba á su oficiala predilecta la pronta terminación de la labor.

—Corre mucha prisa… lo necesitan para esta noche.

Y ¡hala que hala! iba la corsetera finalizando aquel corsé que era una maravilla. Los ojos de la oficiala se anublaban más y más. Llegó un momento en que las nubes de tristeza chocaron entre sí en el hermoso horizonte de sus pupilas y dos indiscretas lágrimas fueron á caer sobre el raso… Nadie notó el desprendimiento de aquellas gotas de agua salada…

II

Aquel corsé era el gran culpable del llanto de su confeccionadora.

La historia os la explicaré, así, de prisa, porque hay historias que basan sus cimientos en la sensibilidad y no tienen más resumen que una lágrima ó un suspiro.


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3 págs. / 6 minutos / 24 visitas.

Publicado el 21 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Cuento de Año Nuevo

Alejandro Larrubiera


Cuento


Por Cristo Nuestro Señor que comenzaba de perlas el año… Noche más triste, obscura y helada no pudo soñarse: la nieve caía mansamente sobre la haz de la tierra, el viento huracanado hacía gemir con tintineante son las campanas de la iglesuca de Villabrines, uno de tantos pueblos de la montaña ignorados para los geógrafos, aldea que tenía por junto treinta casas y un centenar de habitantes.

No os llamaréis á engaño si os juro que en tal noche, pasadas ya las doce, todos los villabrinenses, chicos y grandes, mozos y mozas, dormían á pierna suelta muy metiditos en la cama, sin darse cuenta de que la nieve, obrera impertérrita, iba extendiendo sus helados cendales por la haz de la tierra.

Miento bellacamente al afirmar que todos dormían, porque de una casuca emplazada al promedio de la calle Real salió un hombre mozo que al exponer las narices al poco agradable ambiente de la noche, subióse la bufanda hasta los ojos, calóse la boina hasta las cejas y metidas las manos en las profundidades de los bolsillos del pantalón, rompió á andar con pisar recio por la calleja á cayo final abríase un sendero que conducía á un bosque de nogales y castaños.

Si á ti lector te da el naipe por pararte á reflexionar en esta historia que te cuento, es posible que presupongas que muy mal estaba con su persona quien en parecida noche tan locamente la exponía, pero sí te advierto que el amor hacía mover tan gentilmente las piernas de nuestro personaje, encontrarás muy disculpable el caso: que por amor sabido es que se cometen mil y una tonterías. Bueno: sigo ya en línea recta mi narración.


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Gato Negro

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás —aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilusionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres duros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.


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6 págs. / 12 minutos / 60 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Himno de Riego

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El Café del Diamante recibía sórdida y melancólicamente la luz diurna por la puerta de entrada y ventana abiertas á la calle del Ave María, una de las más típicas de los barrios bajos madrileños. El color rojo rabioso de sus paredes tenía una solución de continuidad en los espejos, encuadrados en molduras doradas; del techo, pintado alevosamente al óleo por un mamarrachista, pendían los aparatos de la luz del gas. En este café ejercía yo las funciones de pianista.

Como tantos otros aventureros del arte, llegué á la corte (hace ya muchos años de esto, Dios mío) llena la maleta de papel pautado, de aire los bolsillos y de ilusiones el magín.

En mi pueblo, el organista de la catedral, famoso contrapuntista, me había iniciado en el arte de Beethoven; cuando hubo vaciado en mí toda su ciencia, que no era escasa, me dijo: «Perillán, si quieres alcanzar honra y provecho lárgate á los Madriles; aquí, la música no te servirá ni para mal sazonar la puchera.»

Rodé unos cuantos días, como un ave zonza, por la coronada villa, rompiendo en su molestísimo empedrado mis zapatones lugareños; admirando el polisón de las madamas y los sombreros como tubos de chimenea de los pisaverdes, y en aquel vagar forzoso á que me obligaban las circunstancias me encontraba más solo y desamparado de día en día, y de día en día más tenaz y resuelto en conquistar el vellocino de oro: que es prodigiosa fábrica de fantasías un cerebro juvenil.

Un paisano mío, un buen hombre que se despepitaba por servir á los de la tierra, hizo que yo entrara de pianista en el Café del Diamante, que acababa de abrirse al público.

Tal camino no era, ciertamente, el más indicado para llegar al templo de la Fama; pero, señores, todos llevamos en nosotros mismos al más implacable tirano, el estómago, Sancho Panza que casi siempre obliga á claudicar al Don Quijote de nuestros ideales.


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14 págs. / 24 minutos / 53 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Mejor Médico, el Tiempo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Al adquirir la certeza —la horrible certeza— de que el hombre á quien más había amado en el mundo era sólo una masa inerte, Carmen, de pie cerca del lecho, quedóse inmóvil con los ojos muy abiertos mirando con estúpido asombro aquella cara en la que la muerte había impreso su huella repulsiva.

No vertió lágrimas ni lanzó un suspiro: parecía no sentir nada; dijérase que la brutalidad del hecho le había aplastado el corazón como maza férrea: el espíritu habíase escapado del cuerpo, dejándole hueco, insensible.

A la habitación saturada de olor á fiebre y medicinas, llegaban amortiguados los ruidos de la calle: gritos infantiles, pregonar de vendedores ambulantes, canturrear de las fregonas de la vecindad: en el piso superior los muchachos se entretenían en arrastrar un caballo de juguete, y el áspero chirriar de sus ruedas traspasaba el techo: al pie de los balcones se paró un piano de los de manubrio y sonaron atropelladas las notas de un vals: en el exterior todo era ruido, animación y vida; en la alcoba reinaba la gran quietud que precede á las catástrofes.

Carmen, como si de pronto despertara á la realidad, lanzó un grito indescriptible, de angustia y de desesperación tremendas; á los ojos asomaron, atropellándose, las lágrimas; se inclinó hacia el lecho, y su cabeza hermosa se juntó á aquella otra que se hundía pesadamente en la almohada; los labios palpitantes se pegaron con furia á aquellos inmóviles, lirios resecos; las manos palparon con ansia los hombros y el pecho del muerto...

—¡Luis!... Luis mío!... ¡Esposo de mi alma!... —gritó con voz enronquecida por el ahogo. Y tuvo que apoyar las manos junto al corazón... Parecía que se le rompía... —¡Luis mío!...

El acento aquel resonaba tristísimo en el dormitorio, rebotaba en las paredes y en ellas vibraba con rápida sonoridad.


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6 págs. / 10 minutos / 39 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Ministro Cachivache

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La cosa pública fue siempre para Manolo Cachivache el verbo de todo lo existente, y en tal estima tenía y tan sabrosa hallaba la cotidiona comidilla de la política, que, sentado en la angostez de su taller de zapatero, sito en el portalucho de una casa de la calle de la Ruda, pasábase, de sol a sol, con las antiparras caladas y los diarios resbalando por sus narices á tres milimetros lo negro del impreso del blanco de los ojos; y parroquiano o parroquiana que acertase á encajar su persona en el metro en cuadro del tabanque era sabido que, antes de finalizar en el ajuste de los remiendos de las mal traídas botas, derrochaba, quieras que no más de una hora en oirle al Marat de obra prima, un programa político ad-usum del pueblo, con el tan socorrido «corte de cabezas», democracia y libertad, ¡mucha libertad!, todos los ciudadanos fraternizando en una misma comunión de ideas... Y nada de pobres y ricos; lo tuyo, mío; y lo mío, mío; un reparto social, y cátate la pobre España hecha una balsa de aceite, y tutilimundi, un bienaventurado que no tendría quebraderos de meollo para agenciarse el pan nuestro, mejor, cocido de cada día.

Y esto decíalo Cachivache con la cabeza erguida, á la nuca un desperdicio de gorro verde, con más lamparones que sotana de sacristán perdulario, las antiparras en perenne equilibrio sobre la punta roja de su nariz, que


«Las doce tribus de narices era»


y en el gesto no se qué de apóstol furibundo que con altisonancias, gritos y aspavientos quisiera convencer al auditorio de la infalibilidad de sus doctrinas.


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3 págs. / 6 minutos / 36 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Pobre García

Alejandro Larrubiera


Cuento


En virtud del artículo no sé cuantos de no sé que ley, el pobre García encontróse de la noche á la mañana relevado de vestir el uniforme que le correspondía como portero de un Ministerio, y, consecuentemente, sus manos pecadoras divorciadas del escobón, los zorros y el plumero, armas pregoneras de su modestísima jerarquía oficial.

Acabóse para el malaventurado el servir vasos de agua, con ó sin azucarillo, según que el sediento era un jefe ó un subordinado, distinción paternal que establece el régimen burocrático en defensa del inviolable principio de autoridad... y del azucarillo.

Terminó, en fin, para García, el pobre García, permanecer horas y más horas pendiente del cuadro de señales de los timbres, hecho azacán de aquellos números que aparecían misteriosamente tras un timbrazo más ó menos enérgico y prolongado, según el humor y los nervios del que llamaba. Y en treinta y tantos años de portero, García resultó un psicólogo imponderable del timbre, porque para él éste era algo como un ser animado que hacía el papel de vocero inteligente que le advertía el estado de ánimo de los señores. Y según la tocata enterábase de los vientos que reinaban, ora en el despacho del excelentísimo señor Director —para García todo Director era una excelencia;— ora en el del don Fulano, jefe de Negociado; ora en el del señor Tal, oficial primero; ora, en fin, en el de los Pérez y Fernández, chupatintas que formaban el núcleo ó coro general en este vivir tragicómico del expedienteo, la minuta, los estados y el balduque. Y ya podía sonar recia y apresuradamente el timbre por la presión del índice de uno de estos del montón oficinesco.

—¡Es Gómez! —gruñía con desdén olímpico.


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5 págs. / 9 minutos / 45 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Recuerdo del Tirano

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.


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5 págs. / 9 minutos / 38 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.


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6 págs. / 10 minutos / 43 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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