Textos más populares este mes de Alejandro Larrubiera publicados por Edu Robsy | pág. 5

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autor: Alejandro Larrubiera editor: Edu Robsy


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El Jamón del Cónsul

Alejandro Larrubiera


Cuento


Habéis de saber, hijos míos —empezó su cuento la vieja,— que cuando el señor San Pedro iba por el mundo predicando la buena nueva, entró cierta noche en una posada á descansar de su fatigoso viaje.

El posadero, que era, como todos los de aquel tiempo, un hereje de marca mayor, así que vió entrar por las puertas de su casa á un caminante tan pobretuco, puso cara de pocos amigos, y le preguntó altanero:

—Buen hombre, ¿traes blanca?...

Y como el santo no respondiese, gruñó:

—Porque si no hay conquibus, puedes seguir adelante, que no están los tiempos para regalar cama ni cena al primero que asome las narices.

San Pedro, sin replicar palabra á semejantes groserías, registróse la faltriquera y sacó de sus profundidades un sestercio, que con gran humildad entregó al huésped.

Este recogió la moneda avaricioso, y tirándola contra una piedra del zaguán, satisfecho del son y del «salto», dijo con dulzura hipócrita:

—Entra, señor, y honra con tu presencia esta casa, en la cual encontrarás cuanto de gusto se te antoje pedir.

—Con bien poco he de contentarme —replicó el Apóstol:— con una modesta colación satisfaré mi apetito; cama no he menester: dormiré en un banco.

Dicho esto, penetró en la cocina, en donde se encontraban la mujer del posadero y un hombre ya entrado en años y que por la facha parecía ser criado de alguno de aquellos señorones de Roma que en tal época mandaban en todo el mundo.

—¡Te digo que á mi marido es á quien debes entregárselo! —decíale la mujer al hombre, mostrándole un hermosísimo jamón del propio Trevelez que se encontraba sobre la mesa.

—Y yo te digo —replicaba con gran flema el criado— que no basta que tú afirmes que tu marido es más juicioso que Minerva y más fiel que Orfeo... Júpiter, con ser Júpiter.... pues...


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Noviazgo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

No sé cómo se llama la calle, mejor dicho, calleja; sólo sé que es una de tantas como se encuentran en el Madrid viejo: su empedrado, de guijas puntiagudas, es de los más primitivos é incómodos; las aceras las forman losas desgastadas, rotas, hendidas; las fachadas de las vetustas casas ofrecen un tono de ocre sucio.

El sol jamás acaricia esta callejuela, desde donde se ve el cielo como un jirón. La luz cae desmayada, y á todas horas, y en todos los momentos, reina un ambiente de melancolía y de sordidez que angustia. Los pasos del transeúnte resuenan lo mismo que en una caverna en esta vía siempre solitaria, en la cual sus vecinos pueden cómodamente estrecharse las manos de balcón á balcón, y fisgonear cuanto ocurre en el domicilio ajeno.

Una tarde, al pasar por la calleja, me sorprendió ver asomada al balcón de un primer piso á una preciosa muchacha, tipo neto de madrileña, con ojos que se abrían ensoñadores en su rostro pálido, de líneas suaves y correctas; cerca de la comisura de los labios, pétalos de rojo clavel, destacábase un lunar.

Seguí mi camino, y sin saber por qué, la loca de la casa —loca de remate en los que gustamos de «sorprender» historias de almas— se entregó á divagaciones acerca de la causa harto pueril de que se asomara al balcón en un sitio como aquél una joven como la del lunar.


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3 págs. / 5 minutos / 37 visitas.

Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Envidia de los Dioses

Alejandro Larrubiera


Cuento


El rostro de Zeus no reflejaba la dulce serenidad propia del rey de los dioses, padre de los mortales y árbitro del mundo: los apretados rizos de su gentilísima barba traíalos en borrascoso desorden; el arco de sus cejas acentuábase sombrío, y sus ojos rasgados, encendíalos la cólera, fuego terriblemente amenazador en parecida deidad. Felizmente para los alegres vecinos del Olimpo, y los menos regocijados de la tierra, las divinas manos no empuñaban el rayo que convierte en cenizas las rocas y los hombres.

Zeus no reía, y ya es sabido que cuando Zeus no ríe, tampoco el cielo ríe: nubes negras y tormentosas cubriánlo con sus flotantes velos de lágrimas, prontas á caer en llanto torrenical sobre la tierra. Júpiter dábase á las mismísimas Euménides, y como el más vulgar é iracundo de los mortales, tirábase reciamente de las barbas y gruñía espantosas amenazas, que retumbaban como truenos en la celeste mansión, atemorizando á sus moradores que, á hurtadillas, cambiaban entre sí miradas que querían decir: «Papá Júpiter no está hoy para bromitas.»

Á la hora del yantar, Zeus no probó la ambrosía, y de un manotón tiró al suelo la áurea copa llena de néctar que le ofrecía Ganimedes. Juno tampoco probó el alimento inmortal: su rostro nublábalo también la cólera y el odio. Venus, Marte, Mercurio, Apolo, Minerva y los demás dioses y diosas asistían al cotidiano banquete mudos y recelosos, como hijos que esperan de un momento á otro que los papás se tiren los platos á la cabeza. Pero Zeus y Juno, para vengar sus íntimos agravios conyugales, no malograron la celestial vajilla: conformáronse prudentemente con dirigirse miradas de soberano desdén.

Zeus, terminado el yantar, levantóse de la mesa, asió del brazo á Mercurio, su correveidile, y señalándole la cima más alta del Olimpo, le dijo:

—Vámonos lejos de esta divina gentuza; tenemos que hablar.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Felicidad del Ajenjo

Alejandro Larrubiera


Cuento


Camino de Vicálvaro en medio de un campo erial, se levanta un pino raquítico y contrahecho. Los pájaros jamás han anidado en él: en la carcoma de su podrida madera se deslizan los reptiles más asquerosos: cuando el viento Norte sopla iracundo, sus ramas resecas se quiebran con ruido siniestro... En las noches en que la luna viste con túnica blanquecina la tierra, el árbol es un espía en medio de la soledad. Parece retorcerse con la más violenta contorsión de espanto por verse tan solo, tan abandonado...


* * *


La corbata traíala mal hecha y como si aspirase á ceñirse al cogote; el traje, más pecaba de sucio que de elegante; el cuello y la pechera parecían haber reñido con el agua y el almidón; los pantalones, deshilachándose, rozaban el suelo; las botas tenían barro adherido á los bordes de la suela y los tacones torcidos. Por las mejillas paliduchas avanzaban revolucionariamente las barbas mal perjeñadas; los ojos, como los de las muñecas de biscuit, brillaban mucho, pero sin expresión; el sombrero que coronaba tales ruinas y roñosidades, ofrecíase abollado, grasiento. Tan astroso é incorrecto encontré la otra tarde á la puerta del café del Diván á mi amigo Luis, que no há pocos meses era el joven más elegante, atildado y rico de la buena sociedad madrileña: encanto de señoritas en estado de merecer, desvelo de señoras casadas, mimo de mamás con ascenso inmediato á suegras y temor de padres, hermanos y maridos celosos de su honor.

Nos dimos las manos, y Luis, conociendo la sorpresa que su empaque me producía, me dijo, sonriéndose irónicamente:


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Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Recuerdo del Tirano

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.


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Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Gato Negro

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Cielo y tierra le sonreían á Remigio Pérez, y no precisamente porque le hubiese mirado la mujer adorada, que á este Remigio ninguna mujer podía mirarle con ojos de amor, porque nunca jamás —aun cuando se encontraba el hombre en la plenitud de la vida, tuvo cuentas pendientes con el travieso Cupido—, sino por causa harto más prosaica y vulgar: acababa de recibir el nombramiento de empleado en una oficina de ferrocarriles.

El empleo era una ganga burocrática, como lo son todos los que desempeña la gente de poco más ó menos en estas poderosas y paternales compañías: quince duros por doscientas cuarenta y tantas horas de trabajo al mes, ¡lo que se dice una ganga!

Ilusionadísimo ingresó el mozo en las filas melancólicas de los héroes anónimos del pupitre, y al cabo de los años mil de hacer el burro en la oficina, tuvo su recompensa gracias al jefe, un francesón borrachín y pendenciero que, salvo lo de echar pestes de España, sin perjuicio de sentirse un don Juan con las españolas, era un buen hombre.

Remigio Pérez gozó de más categoría y de mayor sueldo: lo honorífico, resultaba una dulce ironía, porque seguía siendo tan chupatintas como era antes: lo crematístico tradújose en tres duros más de aumento mensual.

Y aquí terminaron las grandezas.

Con los diez y ocho duros considerábase todo lo feliz que puede considerarse con tan mezquina paga, un Pérez metódico y vulgar, sin familia, cargas ni miras ambiciosas de ninguna clase.

Vivía Remigio en una guardilla con vistas á millares de tejas que metían en el zaquizamí un reflejo rojizo, al ser duramente bañadas por la luz solar.


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6 págs. / 12 minutos / 61 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Una Casita en el Campo

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Desde que se casaron, el único y grande ideal suyo fué el de poseer una casita en el campo, y tal anhelo constituyó el tema predilecto de sus conversaciones, la dulce ansia que les desvelaba, el ensueño venturoso que les hacía ver el camino de la vida no tan árido y desconsolador como en realidad era para ellos, condenados á pasar su existencia en una lóbrega abacería enclavada en una de tantas callejuelas faltas de aire y de luz como se encuentran en el corazón de los barrios bajos madrileños.

Pero no creáis, por Dios, que tener una casita en el campo era para el matrimonio poder gozar de las delicias que proporciona un albergue campestre, lejos del mundanal ruido, escondido entre frondosas arboledas, teniendo frente á frente la Naturaleza en todo su esplendor; no el nido donde guarecerse en el último tercio de la vida, en donde buscar la salud para el cuerpo, la tranquilidad para el espíritu y el descanso total de la ruda lucha por la existencia. Nada de eso: los mercachifles no amaban el campo, lo detestaban: en sus hermosas soledades se morían de tedio.

Para tal matrimonio tener una casita en el campo era poseer uno de esos vistosos y antihigiénicos hotelitos en una barriada extrarradio de la Corte —simulacros ridículos de las fincas de recreo campesinas—; poder decir con mal disimulado orgullo á la gente:

—Nos vamos á nuestro hotel. He ahí todo.

Llevados de aquella idea, afanábanse en su industria desde que el tibio calor de la aurora penetraba en el tenducho, hasta las tantas de la noche en que, rendidos de cansancio, cerraban ó íbanse á recobrar nuevos bríos para la siguiente jornada.

Y esto un día y otro día, y un mes, y un año, y un lustro, y tres, y cinco, sin tregua, espoleados constantemente por su afán.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Don Seráfico

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

En todo tiempo veíase á don Seráfico, pianista del Café del Universo, con un chaquet color verde botella, raído y lustroso; un chaleco de pana, negro, constelado de manchitas, manchas y manchones; la corbata, en forma de lazo, deshilachada, grasienta; un pantalón negro más encogido que pudoroso, dejaba al aire los calcetines de lana corcusidos, presos en la cárcel de unas botas de elásticos tan flojos como el cuello, puños y pechera de la camisa, reñidos con el almidón y faltos de los ardores de plancha precisos para el mayor lucimiento y consistencia de prenda tan necesariamente vistosa.

Corría parejas con tales trapitos —y bien sabe Dios que no de lujo— el chambergo á lo Rubens; de cerca, su color resultaba verdoso; de lejos, azulino, y en todas partes y á todas luces, un fieltro arruinado.

Rompía en invierno don Seráfico la monotonía de su empaque colgándose un inmenso carrick color ceniza, sabroso manjar de polillas á juzgar por lo raído de su urdimbre, y una monumental bufanda, color de chocolate, fogueadas sus puntas por las chispas de cientos de pitillos y ribeteada de mugre en aquella parte que mayor roce tenía con el cuello y pelo de su no muy pulcro poseedor.

Armonizaba el traje con la parte física del individuo; que era este don Seráfico, aunque corto de genio, largo de estatura, seco, avellanado, cargado de años y de espaldas; ruin de cabello, que en la mollera sólo tenía un mechoncito coquetonamente desparramado para mejor disimular la calvicie; las narices eran acaballadas, los ojos castaños, sin expresión, el bigote hirsuto, á trechos rubio como el oro y canosa su tonalidad.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Diosa de los Ojos Verdes

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

¡Ay de aquellos que no
posean una flor de la diosa
de los ojos verdes!...


Era el amanecer de un día del mes de las flores y del amor y con esto se ha dicho Mayo; la aurora desvanecía las sombras en que se encontraba cubierto el bosque, cuyos árboles, que en la noche parecían medroso batallón de gigantes que murmuraban una pavorosa é ininteligible plegaria, mostrábanse á la rosada luz del amanecer en toda su lozanía, poblados de hojas y de canciones; al pie de uno de estos árboles había un pastor.

Dormía, y su sueño debía de ser tan alegre como la aurora de aquel día; en su rostro dibujábase una sonrisa. ¿Quién sabe si el amor, el interés ó alguna de esas locas ambiciones del espíritu satisfarían á éste en la quimérica realidad del sueño?...

Los rayos del sol naciente vinieron á despertar al que dormía, quien, refregándose los ojos, miró en torno suyo, y al verse así á solas, al pie de un árbol, hizo un gesto de asombro.

—¡Todo mentira! —balbuceó con acento de amargura.

Y poniéndose en pie, echó á andar internándose en el laberinto del bosque; andaba el pastor á paso tardo, la cabeza inclinada al pecho, caídos los brazos: como anda quien se ve bajo la pesadumbre de grave preocupación.

—¡Sería yo tan feliz— pensaba en voz alta, poco cuidadoso de que los pájaros interrumpieran sus cantos para escucharle— si tuviese como el amo una casa, un huerto y un millar de ovejas! Con todo esto podría atreverme á hablar á Marcela, la hija del alcalde... ¡Y sería dichoso, dichosísimo: como cambiaría por rey ni príncipe alguno, porque el que se case con Marcela puede decir que se casa con la propia felicidad!

Y moviendo tristemente la cabeza continuó:


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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