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autor: Alejandro Larrubiera


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Grandeza Humana

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Gartus era un fantasmón que se había adueñado del ánimo de sus súbditos como el diablo de las almas cándidas: aterrorizándolas.

«¡Noche nefasta aquélla! —contaban los padres á sus hijos, después de cerciorarse de que nadie sorprendería su relato.— Los elementos asolaban la tierra; llovía á mares, silbaba el huracán, tronaba el cielo y abríanse las nubes con ramalazo de deslumbrante luz. En tal noche, una horda capitaneada por Gartus, sorprendió la guardia de palacio y asesinó al rey, un pobrecito rey que se pasaba las horas muertas ensayando la quiromancia. La horda habría sacrificado también á Albio, el príncipe heredero, si un viejo servidor no le pusiera en salvo huyendo con él á campo traviesa.»

Gartus, después de afianzarse en el trono, contentó á los perdularios que le habían ayudado á su encumbramiento colmándolos de honores y riquezas.

De vez en vez producíale mayor espanto la vista de su corte formada por los cómplices suyos en el regicidio, y para ahorrarse temores fué poco á poco y de manera astuta eliminándolos del libro de los vivos: así, el crimen primero es la piedra angular sobre la cual la inquietud del asesino levanta inacabable pirámide de crímenes y horrores.

II

En los ratos que se veía solo, espantábase de sí mismo, de la sombra que proyectaba su cuerpo, y cualquier ruido hacíale temblar y con medroso recelo su diestra acariciaba el puñal que constantemente traía colgado al cinto.

Cerraba los ojos porque todo cuanto le rodeaba, muebles, tapias, armaduras, transformábanse para él en sores monstruosos que se agitaban con convulsiones epilépticas mientras repetían con voz trágica: «¡Asesino! ¡Asesino!»

Y al cerrar los párpados, convertíase la oscuridad en que los ojos se sumían, en claridad rojiza que parecía inundar por dentro el cuerpo de Gartus abrasándoselo.


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4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Función de Títeres

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Si eran ó no verídicas las voces que corrían en el pueblo de Villabrin á propósito de la conducta de Marcela, la hija del alcalde, sirviendo de sabrosos chichisveos entre mozas y mozos, sábelo Dios; lo que sí se sabía era que tío Juan, el padre, andaba cariacontecido, sin atreverse — á pesar de su autoridad y de las simpatías que gozaba en el pueblo — á meterse, como de costumbre, en la lonja á formar tertulia con los dueños y tres ó cuatro notables del lugarejo que á primera hora de la noche allí se congregaban: si alguien le pedía noticias de su hija, poníasele al hombre torva la faz, y con acento que helaba por lo frío, gruñía un «¡Está buena!», que no alentaba á continuar el interrogatorio. Además de esto, que ya era bastante para fijar la atención de sus convecinos, ni el alcalde ni su hija asistían á la iglesia en los días de precepto. Decíase que Marcela estaba como reclusa en el caserón paternal; algunas tardes, cerca de anochecido, los que cruzaban por delante de la alcaldía veían á la moza asomada á una de las ventanas contemplando tristemente la vega, llena de verdor y susurrante al ser azotadas las cañas de los maizales por el viento ábrego.

Empezábanse á cotejar fechas y á recordar detalles que pasaron inadvertidos: que no hay juez instructor más diligente que una aldea á caza de un misterio. Asegurábase que la reclusión de la moza, el mal humor y el retraimiento del padre, databan desde el día aquel en que regresó á la corte César, un lejano pariente de tío Juan, que vino de Madrid á pasar una temporada en el pueblo: que César y Marcela fueron novios en tal tiempo, podía jurarse, aunque los interesados jamás confiaron á nadie su noviazgo: que tío Juan no veía estas relaciones con malos ojos, era cosa indudable, porque el pariente poseía un bonito caudal y… ¿á quién le amarga un dulce?


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8 págs. / 14 minutos / 38 visitas.

Publicado el 21 de julio de 2023 por Edu Robsy.

Fuera de Combate

Alejandro Larrubiera


Novela


Al ilustre maestro

Don Jacinto Octavio Picón

Por cariño, por gratitud у por admiración.


Alejandro Larrubuiera.

I

Los pobres de espíritu y de bolsillo, fracasados y los poetas chirles calumnian á la Fortuna motejándola de loca y de antojadiza, pareciéndose en esto á los que beben los vientos por conseguir los favores de una beldad, y, al ser desdeñados, se vengan ridiculamente llamándola voluble, coqueta y, si á mano viene, fea y antipática.

No la denigran los que ella favorece y encumbra; pero, en cambio, creyendo debérselo todo, y aun más, á los propios méritos, la son olvidadizos é ingratos, que tal es la condición humana.

En el número de estos felices mortales podía contarse á D. Roque Gutiérrez, comerciante acaudalado, de gran crédito en la plaza madrileña.

En realidad, D. Roque no se lo debía todo á la diosa que preside al bien y al mal, hay que hacerle esa justicia: había luchado desde pequeñito en la lóbrega tienda de un famoso pañero por emular á éste en riqueza y en crédito, y tales fueron sus mañas, que al cabo de los años se vió dueño del almacén de su principal. Y cátate á Roque hecho un personaje en el mundo mercantil, y su tenducha, sita en la calle de Toledo, cerca de la de la Colegiata, mirada con envidia por sus colegas, que si murmuraban de la estrechez y de la obscuridad de la misma y del inmueble ruinoso y de un solo piso en que se encontraba, no podían menos de reconocer que su propietario valía «cien mil duros», mal contados. Y esta es una cifra, señores, que cuando se pronuncia hace abrir tamaños ojos y tamaña boca.


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155 págs. / 4 horas, 31 minutos / 103 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Fonógrafo Perfeccionado

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mayoría de los amigos de D. Ruperto, al saber la fausta nueva de su enlace, hicieron muy sabrosos comentarios, porque á los cincuenta y pico de años, es loco el empeño de acometer tan arriesgada empresa, mucho más si la novia, como en el caso presente ocurría, contaba menos primaveras que reales un duro.

Y con maleante intención murmuraban los amigos:

—¡Incauto manchego! ¡En que lances se aventura!...

A ésta, como á otras más exageradas muestras caritativas, hacia D. Ruperto oídos de mercader, y si alguno de sus íntimos, machacón y suspicaz, le enumeraba las aprensiones que el casorio le producía, encogíase bonitamente de hombros, sonreía desdeñoso y, engallándose, replicaba en son de ciudadano que sabe ver más allá de sus narices:

—¡Hombre! Ya se yo lo que me hago. ¿Crees que si no estuviera bien convencido de que nada malo ha de ocurrirme me metería así como así en la boca del lobo?... ¡Quiá! Estoy á cubierto de cualquiera catástrofe que pudiera sobrevenirme...Tengo el orgullo de proclamarme, urbis et orbe, el único marido que sabrá sorprender el pensamiento de su mujer sin que ella lo advierta... No, no he hecho pacto con ningún espíritu infernal; he arrancado á la ciencia uno de sus más peregrinos secretos, que no en balde pasé la vida estudiándola, y aunque esto no fuera así, mi futura es una muchacha de conducta irreprochable, y si se casa conmigo no es por un interés grosero, sino por un cariño apacible, puro, fraternal.

Si á D. Ruperto se le estrechaba para que indicase la índole de su invento, excusaba el deseo, exclamando con acento de orgullosa satisfacción:

—¡Ese es mi gran secreto!


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3 págs. / 6 minutos / 41 visitas.

Publicado el 19 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Viejecito del «Heraldo»

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Aquella noche no oímos en la calle la voz para nosotros tan conocida del pobre viejecito del Heraldo.

—¿Qué le pasará? —nos preguntamos sorprendidos.

En los muchos años que llevaba trayéndonos el periódico no había faltado ni una sola noche.

¡Y eso que algunas eran bien crueles!

Ni la nieve ni la ventisca atemorizaban al viejo que, invariablemente, á las nueve y media, lo más tarde á las diez, dejaba oír su vocecita asmática, trémula, corriendo á lo largo de la calle:

—¡El Heraldooo!...

En la última sílaba encajaba una nota aguda, prolongada, que era como un trémolo lamentable.

Oíamosle subir la escalera todo lo más deprisa que le permitían sus cansadas piernas, resoplando fatigoso; tiraba del llamador, y al abrir la puerta destacábase en el pasillo su figura simpática y humilde: debía de tener mucho frío á pesar de la capa en que se envolvía: una capa pardusca que casi le llegaba á los muslos, con los embozos de paño deshilachados y grasientos; una bufanda de color indefinible rodeaba su cuello, y entre la bufanda y un sombrero hongo deformado, antiquísimo, que se le hundía hasta el cogote, veíasele la cara rugosa y escuálida, con el bigote canoso, encrespado, y en los ojillos una mirada de suprema melancolía.

Sonreíase siempre que entregaba el ejemplar del periódico, murmuraba un «hasta mañana» y se iba, resonando al poco tiempo en la calle su vocear trémulo, que se repetía dos ó tres veces, cada vez más débil para nosotros, hasta que concluíamos por sólo oír muy lejana la nota final, aguda y prolongada del pregón.

El no oír éste en aquella noche llegó á preocuparnos: en el azaroso trajín de la vida, había concluido por sernos á todos los de la familia muy simpático el viejecito del Heraldo.


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3 págs. / 6 minutos / 36 visitas.

Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tío de Indias

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

Harto de oír hablar de grandezas en Indias y más harto aún de pasarse los días de sol á sol cumpliendo el precepto divino de regar la tierra con el sudor de su frente, Marcelo se decidió á figurar en las levas de emigrantes que para desgracia nuestra merman las costas cantábricas.

Días antes de abandonar el terruño experimentó el mozo un vago malestar que le obligaba á poner la cara lánguida y tristona: que para quien nunca creyó que el mundo pudiera extenderse más allá de las queridas montañas del valle natal, es doloroso y estupendo el transponerlas y dejar, tal vez, para siempre, amigos y deudos… ¡Perder el aire del terruño que vivifica el corazón, es perderlo todo!..

La marcha resultaba para el mozo mucho más triste porque en la ultima entrevista que tuvo con Pilar, su novia, habíale dicho ésta al oído una de esas cosas que obligan á poner la cara seria aun al hombre más irreflexivo.

Marcelo, después de recobrarse de su natural sorpresa, no supo decirle á Pilar más que

—¿Tienes fe en mí?

—¡Como en mí propia! —afirmó la joven sin vacilar.

—¿Esperarás que vuelva?..

—Aunque tardes un siglo, pero ¿y si no vuelves?

—¡Volveré!, dijo resueltamente el mozo, como si en lo por venir pudiera leer un feliz regreso.

—¡Por Dios, Marcelo, no me olvides! Siquiera por…

Y la pobre muchacha no pudo terminar la frase, porque las lágrimas la ahogaban de pena.

Marcelo replicó solemnemente:

—¡Te lo juro!

Y con sólo estas palabras despidiéronse los novios.

II

Barco que hace su derrotero por el mar de la fortuna, es innegable que siempre tiene viento próspero.


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10 págs. / 17 minutos / 41 visitas.

Publicado el 23 de julio de 2023 por Edu Robsy.

El Tejado

Alejandro Larrubiera


Cuento


Corrían los tiempos, ya tan lejanos, en los que aun España se permitía los lujos de tener virreyes en la Argentina, Perú y Méjico, y los españoles, en sus gavetas, peluconas con la vera efigies de los Filipos y de los Carolus.

La Montaña aun no había sido horadada para dar paso al tren, ni corrían los rieles de las vías férreas por el fondo de los valles, ni se agujereaban, despiadadamente, los montes para la extracción del mineral, ni los montañeses leían periódicos, bien es verdad que no los había, y aun cuando los hubiese habido, faltarían los lectores, porque era como buscar agujas en un pajar encontrar persona á la que no le estorbase lo negro.

Con lo cual dicho queda que reinaba una paz encantadora en estos valles que parecen la realización del sueño de un gran poeta.

Rompió la monotonía y turbó la calma patriarcal de la aldea la llegada de Felipón de la Castañera, que, al declinar de su vida, volvía de Indias después de medio siglo de ausencia.

¡Y cómo volvía el Sr. D. Felipe! Delgado y paliduco como un cirio tronchado, porque el peso de los años, ó el de las pesadumbres, ó lo uno y lo otro, de consuno, obligábanle á encorvarse de un modo harto visible en un hombre que medía de alto dos varas de Castilla: de su estatura vínole desde chico lo de llamarle «Celipón».

Humor traíalo, pero endiabladamente triste é irascible, contrastando cómicamente con su hablar atiplado y meloso á la americana: enfurecíase por nada, y cuanta más lumbre ponía la ira en sus ojos y más recio pateaba, más ganas de reir producía oirle despotricar con su vocecita de madama, soltando unas palabrotas muy en su punto para atemorizar negros en el nuevo mundo, que no cristianos en el viejo.

Debía de padecer horrorosamente del hígado, y de seguro su cuerpo era almacén de bilis al por mayor: tal su cara de maíz reseco; tal su carácter atrabiliario.


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Publicado el 18 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Tamboril

Alejandro Larrubiera


Cuento


Para «tí» Gildo, el tamborilero de Villabrines, había llegado el plazo fatal, é inexcusable de pagar la deuda que todos contraemos al nacer: el buen hombre se iba por la posta. Así lo afirmaba grave y solemne don Cleóbulo, el médico, á los parientes que silenciosos y con cara de circunstancias acudieron á la casona propiedad del tío Gildo; los tales deudos no sentían grandemente la desgracia que sobrevendría, á creer en la honrada palabra del Hipócrates del lugar.

Al tamborilero no le tenían cariño, porque él vivió á sus anchas, alejado de los suyos, sin otro afecto que el de Lucas, un muchacho que el tío Gildo recogió de no se sabe dónde, y que andando el tiempo, fué para el pobre viejo, amigo, criado, guía y consejero solícito y fiel.

Fué en progresión creciente la amistad de ambos; quien ignorase la caritativa acción de «tí» Gildo y los viera en romerías, fiestas y holgorios, tendríalos por padre é hijo, impresionado de la cariñosa solicitud con que se atendían y ayudaban en el alegre oficio suyo: últimamente el viejo, apenas si daba un redoble en el tamboril que por espacio de medio siglo habíale ayudado á ganarse la vida. Lucas era el que lo hacía «hablar» con maestría sólo comparable ó la alcanzada por su protector.

Clavada como espina en sus mezquinos corazones sentían los parientes la protección que el viejo dispensaba á Lucas, y aun murmuraban entre sí que éste pararía en algún testamento por el cual haríase el inclusero —así designaban al pobre muchacho— dueño y señor de la poca ó mucha hacienda de «tí» Gildo.


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Publicado el 22 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Reloj del Amor

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

El espejo es el acusador más terrible de la mujer, sobre todo de las hijas de Venus: refleja los estragos de su vida licenciosa, las arrugas que contraen la epidermis, el cerco tenebroso que orla las mejillas, el prematuro hundimiento de los ojos que parecen esconderse avergonzados de ser testigos de tanta rijosa complacencia, la resecura de los labios, la pérdida del coral de las encías, la ruina, en fin, del organismo.

Así se veía Amparo, aquella mujer para la cual el amor tranquilo é idealísimo de dos almas que se arrullan como tórtolas fué siempre tema de burlas é ironías.

Y al verse tan vieja, sentía impulsos de romper la luna de azogue que en no muy lejanos tiempos copiaba un irreprochable perfil femenino, turgente, unos ojos borrachos de vida, unos labios de granada abierta, un cuello y unos brazos redondeados como los de la estatuaria griega: una mujer hermosa, con todas las seducciones, con todas las plasticidades de la Afrodita.

II

Aquella tarde, Amparo libraba la única y más grande batalla de su vida.

Quería saber positivamente si un hombre correspondería ó no á la pasión que en ella había despertado con las exigencias peregrinas de una pureza envuelta en nimbos del mayor romanticismo.

El corazón de aquella mujer resucitaba para el amor con todas las vehemencias de un tirano proscripto que triunfa y reclama sus derechos,


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Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Recuerdo del Tirano

Alejandro Larrubiera


Cuento


I

La mesnada de Juan León tenía algo del huracán: arrollaba cuanto á su paso se oponía.

Era el caudillo un hombre ambicioso y cruel: su pecho era más duro que la peña: su cabezal era de hierro. Y es claro, las cabezas de hierro no sienten.

Armado de todas armas, caballero en brioso alazán, el cuerpo encerrado en las duras planchas de la armadura tinta en sangre de cien peleas, al frente de sus parciales —un puñado de aventureros, buitres humanos, ávidos de sangre y de oro— Juan León apareció una tarde á la entrada del valle; un valle de la montaña, cubierta su extensa vega de maizales, cuajados de verdes mazorcas. El cierzo hacía balancear los tallos, arrancándoles un suave y prolongado quejido.

El sol poniente besaba con tibia y dorada luz las casucas de las aldeas y arrancaba luminosos destellos á los campanarios de las iglesias; los badajos golpeaban melancólicamente las metálicas paredes de las esquilas y campanillos, y en el aire resonaban las notas del Agnus Dei y el chirrido de las carretas perezosamente arrastradas por los bueyes. Algunos aldeanos cruzaban los senderos de la vega, al hombro el dalle y en la boca una canción de triste cadencia como lo son todos los cantos formados por la musa popular de la montaña.

Al pie de unos nogales hicieron alto aquellos guerreros.

Juan León dirigió una codiciosa mirada al valle y pensó en voz alta:

—¡Esta tierra ha de ser nuestra!

—Lo será—afirmó con fe ciega el que hacia las veces de lugarteniente.

II

¡Lo fue!...

La tropa de Juan León se apoderó por sorpresa del valle.


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5 págs. / 9 minutos / 35 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

23456