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autor: Aleksandr Afanásiev etiqueta: Cuento infantil textos disponibles


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La Bruja Baba Yaga

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió, dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.

Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la madrastra le dijo a la muchacha:

—Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja y un poco de hilo para que te cosas una camisa.

La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista, decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre.

—Buenos días, tiíta.

—Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?

—Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo, para que me cosa una camisa.

—Acuérdate bien —le dijo entonces la tía— de que un álamo blanco querrá arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón.

La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó.

Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba—Yaga sobre sus piernas huesosas, ocupada en tejer.

—Buenos días, tía.

—¿A qué vienes, sobrina?

—Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para coserme una camisa.

—Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer.

Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su criada y le dijo:

—Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la voy a comer.


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3 págs. / 6 minutos / 241 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Pez de Oro

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En una isla muy lejana, llamada isla Buián, había una cabaña pequeña y vieja que servía de albergue a un anciano y su mujer. Vivían en la mayor pobreza; todos sus bienes se reducían a la cabaña y a una red que el mismo marido había hecho, y con la que todos los días iba a pescar, como único medio de procurarse el sustento de ambos.

Un día echó su red en el mar, empezó a tirar de ella y le pareció que pesaba extraordinariamente. Esperando una buena pesca se puso muy contento; pero cuando logró recoger la red vio que estaba vacía; tan sólo a fuerza de registrar bien encontró un pequeño pez. Al tratar de cogerlo quedó asombrado al ver que era un pez de oro; su asombro creció de punto al oír que el Pez, con voz humana, le suplicaba:

—No me cojas, abuelito; déjame nadar libremente en el mar y te podré ser útil dándote todo lo que pidas.

El anciano meditó un rato y le contestó:

—No necesito nada de ti; vive en paz en el mar. ¡Anda!

Y al decir esto echó el pez de oro al agua.

Al volver a la cabaña, su mujer, que era muy ambiciosa y soberbia, le preguntó:

—¿Qué tal ha sido la pesca?

—Mala, mujer —contestó, quitándole importancia a lo ocurrido—; sólo pude coger un pez de oro, tan pequeño que, al oír sus súplicas para que lo soltase, me dio lástima y lo dejé en libertad a cambio de la promesa de que me daría lo que le pidiese.

—¡Oh viejo tonto! Has tenido entre tus manos una gran fortuna y no supiste conservarla.

Y se enfadó la mujer de tal modo que durante todo el día estuvo riñendo a su marido, no dejándolo en paz ni un solo instante.

—Si al menos, ya que no pescaste nada, le hubieses pedido un poco de pan, tendrías algo que comer; pero ¿qué comerás ahora si no hay en casa ni una migaja?

Al fin el marido, no pudiendo soportar más a su mujer, fue en busca del pez de oro; se acercó a la orilla del mar y exclamó:


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5 págs. / 9 minutos / 146 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Zorra, la Liebre y el Gallo

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Éranse una liebre y una zorra. La zorra vivía en una cabaña de hielo y la liebre en una choza de líber. Llegó la primavera, y los rayos del Sol derritieron la cabaña de la zorra, mientras que la de la liebre permaneció intacta. La astuta zorra pidió albergue a la liebre, y una vez que le fue concedido echó a ésta de su casa.

La pobre liebre se puso a caminar por el campo llorando con desconsuelo, y tropezó con unos perros.

—¡Guau, guau! ¿Por qué lloras, Liebrecita? —le preguntaron los Perros.

La Liebre les contestó:

—¡Déjenme en paz, Perritos! ¿Cómo quieren que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una de hielo; la suya se derritió, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

—No llores, Liebrecita —le dijeron los Perros—; nosotros la echaremos de tu casa.

—¡Oh, no! Eso no es posible.

—¿Cómo que no? ¡Ahora verás!

Se acercaron a la choza y los Perros dijeron:

—¡Guau, guau! Sal, Zorra, de esa casa. ¡Anda!

Pero la Zorra les contestó, calentándose al lado de la estufa:

—¡Si no se marchan en seguida saltaré sobre ustedes y los despedazaré en un instante!

Los Perros se asustaron y echaron a correr. La pobre Liebre se quedó sola, se puso a andar llorando desconsoladamente, y se encontró con un Oso.

—¿Por qué lloras, Liebrecita? —le preguntó el Oso.

—¡Déjame en paz, Oso! —le contestó—. ¿Cómo quieres que no llore? Tenía yo una choza de líber y la Zorra una cabaña de hielo; al derretirse la suya, me pidió albergue y luego me echó de mi propia casa.

—No llores, Liebrecita —le contestó el Oso—; yo echaré a la Zorra.

—¡Oh, no! No podrás echarla. Los Perros intentaron hacerlo y no pudieron; tampoco lo lograrás tú.

—¿Cómo que no? ¡Ahora verás!

Se encaminaron hacia la choza y el Oso dijo:

—¡Sal, Zorra, de la casa! ¡Anda!


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2 págs. / 4 minutos / 112 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Zarevich Cabrito

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Eran un zar y una zarina que tenían un hijo y una hija. El hijo se llamaba Ivanuchka y la hija Alenuchka.

Cuando el zar y la zarina murieron, los hijos, como no tenían ningún pariente, se quedaron solos y decidieron irse a recorrer el mundo.

Se pusieron en camino y anduvieron hasta que el sol subió en el cielo a su mayor altura y sus rayos los quemaban implacablemente, haciéndolos ahogarse de calor sin ver a su alrededor vivienda alguna que les sirviera de refugio, ni árbol a la sombra del cual pudieran acogerse.

En la extensa llanura percibieron un estanque, al lado del cual pastaba un rebaño de vacas.

—Tengo sed —dijo Ivanuchka.

—No bebas, hermanito, porque si bebes te transformarás en un ternero —le advirtió Alenuchka.

Ivanuchka obedeció y ambos siguieron su camino.

Anduvieron un buen rato y llegaron a un río, a la orilla del cual pacía una manada de caballos.

—¡Oh, hermanita! ¡Si supieras qué sed tengo! —dijo otra vez Ivanuchka.

—No bebas, hermanito, porque te transformarás en un potro.

Ivanuchka obedeció y continuaron andando; después de andar mucho tiempo vieron un lago, al lado del cual pacía un rebaño de ovejas.

—¡Oh, hermanita! ¡Quiero beber!

—No bebas, Ivanuchka, que te transformarás en un corderito.

Obedeció el niño otra vez; siguieron adelante y llegaron a un arroyo, junto al cual los pastores vigilaban a una piara de cerdos.

—¡Oh, hermanita! ¡Ya no puedo más, tengo una sed abrasadora! —exclamó Ivanuchka.

—No bebas, hermanito, porque te transformarás en un lechoncito.

Otra vez obedeció Ivanuchka, y ambos siguieron adelante. Anduvieron, anduvieron; el sol estaba todavía alto en el cielo y quemaba como antes; el sudor les corría por todo el cuerpo y todavía no habían podido encontrar ninguna vivienda. Al fin vieron un rebaño de cabras que pacía cerca de una laguna.


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4 págs. / 8 minutos / 81 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Corredor Veloz

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En un reino muy lejano, lindando con una ciudad había un pantano muy extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que, yendo de prisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se tardaba más de cinco.

A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos. El primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. El buen anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el trayecto tardando solamente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo.

Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con magníficos puentes.

De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor:

—Oye, Iván, ve, siéntate debajo del primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.

El hijo obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer puente, por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían:

—Al hombre que ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.

Cuando Iván oyó esto salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les dijo:

—Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.

—¿Y qué pides tú a Dios? —preguntaron los ancianos.

—Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.

—Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy viejo: excava debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva llena de oro, plata y piedras preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca hasta que te mueras.


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8 págs. / 14 minutos / 188 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Campesino, el Oso y la Zorra

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Un día un campesino estaba labrando su campo, cuando se acercó a él un Oso y le gritó:

—¡Campesino, te voy a matar!

—¡No me mates! —suplicó éste—. Yo sembraré los nabos y luego los repartiremos entre los dos; yo me quedaré con las raíces y te daré a ti las hojas.

Consintió el Oso y se marchó al bosque.

Llegó el tiempo de la recolección. El campesino empezó a escarbar la tierra y a sacar los nabos, y el Oso salió del bosque para recibir su parte.

—¡Hola, campesino! Ha llegado el tiempo de recoger la cosecha y cumplir tu promesa —le dijo el Oso.

—Con mucho gusto, amigo. Si quieres, yo mismo te llevaré tu parte —le contestó el campesino.

Y después de haber recogido todo, le llevó al bosque un carro cargado de hojas de nabo. El Oso quedó muy satisfecho de lo que él creía un honrado reparto.

Un día el aldeano cargó su carro con los nabos y se dirigió a la ciudad para venderlos; pero en el camino tropezó con el Oso, que le dijo:

—¡Hola, campesino! ¿Adónde vas?

—Pues, amigo —le contestó el aldeano—, voy a la ciudad a vender las raíces de los nabos.

—Muy bien, pero déjame probar qué tal saben.

No hubo más remedio que darle un nabo para que lo probase. Apenas el Oso acabó de comerlo, rugió furioso:

—¡Ah, miserable! ¡Cómo me has engañado! ¡Las raíces saben mucho mejor que las hojas! Cuando siembres otra vez, me darás las raíces y tú te quedarás con las hojas.

—Bien —contestó el campesino, y en vez de sembrar nabos sembró trigo.

Llegó el tiempo de la recolección y tomó para sí las espigas, las desgranó, las molió y de la harina amasó y coció ricos panes, mientras que al Oso le dio las raíces del trigo.

Viendo el Oso que otra vez el campesino se había burlado de él, rugió:

—¡Campesino! ¡Estoy muy enfadado contigo! ¡No te atrevas a ir al bosque por leña, porque te mataré en cuanto te vea!


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2 págs. / 5 minutos / 230 visitas.

Publicado el 12 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Ciencia Mágica

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


En una aldea vivían un campesino con su mujer y su único hijo. Eran muy pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero…!

El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo. Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le preguntó:

—¿Por qué estás tan triste, buen hombre?

—¿Cómo no he de estarlo? —dijo el padre—. Hemos visitado muchas ciudades, buscando quién quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo.

—Déjamelo a mí —le dijo el desconocido—. En tres años yo le enseñaré una profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para siempre conmigo.

El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer. No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo era un hechicero.


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7 págs. / 12 minutos / 151 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Gorrioncito

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia de tener un niño.

Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:

—Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.

El anciano volvió al pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos.

Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.

El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo:

—Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito.

Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa.

Llegó la temporada de siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo:

—¡Oh juventud indolente! Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro de que no han trabajado nada.

—Padre, antes de juzgar, ve a ver —dijo Gorrioncito.

El anciano se vistió, fue a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno.


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4 págs. / 7 minutos / 79 visitas.

Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Fomá Berénnikov

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Érase una anciana que vivía con su hijo Fomá Berénnikov. Un día el hijo se fue a labrar al campo; su caballo era un rocín flaco y débil, y el pobre Fomá, desesperando de hacerle trabajar, se sentó en una piedra.

Las moscas zumbaban volando sobre un montón de basura, y Fomá, cogiendo una rama seca, les pegó y se puso a contar cuántas había matado. Contó hasta quinientas, y aun había muchas más, que no pudo contar porque se cansó. Luego acercose a su rocín y vio hasta una docena de tábanos que lo picaban; los mató también, y volviendo a su casa pidió a su madre la bendición, diciéndole:

—He matado tal cantidad de enemigos, que ni siquiera se pueden contar, y entre ellos había doce guerreros valientes; déjame, madre mía, ir a realizar hazañas dignas de un hombre valeroso, pues no conviene a un hombre como yo seguir labrando la tierra: quédese eso para un campesino y no para un héroe.

La madre le dio la bendición y lo dejó ir a realizar sus valerosas proezas.

Fomá Berénnikov se colgó sobre los hombros una alforja, se sujetó a la faja una vieja hoz y se dirigió por un camino desconocido hasta llegar a un sitio donde estaba clavado un poste en el suelo.

Buscó en sus bolsillos, sacó un pedazo de yeso y escribió en el poste:

«Pasó por aquí el valiente Fomá Berénnikov, que de un golpe mató una multitud de enemigos, y entre ellos doce guerreros valerosos.»

Una vez escrito esto, siguió su camino. Poco rato después pasó por el mismo sitio Ilia Murometz; se acercó al poste, leyó la inscripción y dijo:

—¡Cómo se echa de ver en este letrero la naturaleza y el carácter de un hombre valeroso! ¡No gasta ni oro ni plata; sólo usa yeso!

Y escribió en el poste con un pedazo de plata:

«Tras Fomá Berénnikov pasó por aquí el valiente Ilia Murometz.»

Siguió por el camino, y alcanzando a Fomá Berénnikov, le preguntó respetuosamente:


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Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Sol, la Luna y el Cuervo

Aleksandr Afanásiev


Cuento infantil


Érase un matrimonio ya anciano que tenía dos hijas y un hijo. Un día fue el marido al granero a buscar grano; cogió un saco, lo llenó de trigo y se lo llevó a su casa; pero no se fijó en que el saco tenía un agujero, por el que el trigo se iba saliendo y esparciéndose por el camino.

Cuando llegó a su casa, su mujer le preguntó:

—¿Dónde está el grano? Sólo veo el saco vacío.

No hubo más remedio que ir a recoger del suelo el grano esparcido, y el marido, mientras trabajaba, decía gimiendo:

—Si el buen Sol me calentase con sus rayos, la Luna me iluminase y el sabio Cuervo me ayudase a recoger el grano, al Sol le daría en matrimonio a mi hija mayor, al sabio Cuervo le daría mi segunda hija y a la Luna la casaría con mi hijo.

Apenas acabó de decirlo cuando el Sol lo calentó, la Luna iluminó el patio y el Cuervo le ayudó a recoger los granos. El viejo volvió a casa satisfecho y dijo a su hija mayor:

—Vístete con tu mejor vestido y ve a sentarte a la puerta de la casa.

Su hija lo obedeció; se vistió lo mejor posible y se sentó en el escalón de la puerta. En cuanto el Sol vio a la hermosa joven se la llevó a su casa.

Luego, el padre ordenó lo mismo a su segunda hija, la que se puso su mejor traje y se dirigió al patio; aún no había pisado el umbral de la puerta cuando apareció el Cuervo, la cogió con sus garras y se la llevó a su reino.

Le llegó el turno al hijo, a quien el padre dijo:

—Ponte tu mejor vestido y sal a la puerta.

Entonces la Luna, al ver al muchacho, se enamoró de él y se lo llevó a su palacio.

Pasado algún tiempo, el padre sintió deseos de ver a sus hijos y para sus adentros se dijo:

«Me gustaría visitar a mis yernos y a mi nuera.»

Y sin pensarlo más se dirigió a casa del Sol. Andando, andando, al fin llegó.

—¡Hola, suegro mío! ¿Cómo te va? ¿Quieres que te convide? —dijo el Sol.


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Publicado el 15 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

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