I
En casa del oficial de guardias á caballo Narumof jugaban á las
cartas. La larga noche invernal pasó rápidamente. A las cinco de la
mañana se sentaron á cenar. Los que habían ganado comieron con gran
apetito; los demás contemplaron con distracción sus platos vacíos. Pero
se sirvió el champagne, se animó la conversación y todos tomaron parte
en ella.
—¿Qué tal te ha ido, Surin? preguntó el dueño de la casa.
—He perdido como de costumbre. Hay que reoonocer que soy un
desgraciado; juego con calma nunca me enfado, mada me hace hablar, y sin
embargo, pierdo!
—¿Y tú, no jugaste ni una vez siquiera? ¿No te dejaste seducir? Tu firmeza me asombra.
—¡Qué hombre! exclamó uno de los huéspedes señalando á un joven
ingeniero. Jamás ha cogido una carta, jamás dice una palabra malsonante,
y ha estado con nosotros hasta las cinco de la mañana viendo cómo
jugabamos.
—El juego me entretiene mucho, dijo Hermann pero no estoy en
situación de sacrificar la indispensable por tal de tener más de lo que
necesito.
—Hermann, es alemán: es calculador, eso es todo, observó Tomski. Si
para mí hay alguien incomprensible es mi abuela, la Condesa Ana
Fedotovisa.
—¿Qué? ¿Qué dices? exclamaron los convidados.
—No puedo comprender, prosiguió Tomski, por qué no juega mi abuela.
—¿Y qué tiene de extraño, dijo Narumof, que una anciana de ochenta años no juegue?
—¿De modo que tú no sabes lo que le sucedió?
—No, no sé nada de eso.
—Entonces escuchad. Es preciso que sepáis que mi abuela, hará sesenta
de ésto, marchó á París y estuvo muy á la moda. La gente corría tras
ella para ver á la Venus moscovita. Richelieu hizo locuras por ella y mi
abuela asegura que su crueldad estuvo á punto de acasionar el suicidio
del duque.
En aquel tiempo las señoras jugaban al faraón.
Leer / Descargar texto 'La Dama de «Pique»'