La Dama de Espadas
Aleksandr Pushkin
Cuento
I
Un día en casa del oficial de la Guardia Narúmov jugaban a las cartas. La larga noche de invierno pasó sin que nadie lo notara; se sentaron a cenar pasadas las cuatro de la mañana. Los que habían ganado comían con gran apetito; los demás permanecían sentados ante sus platos vacíos con aire distraído. Pero apareció el champán, la conversación se animó y todos tomaron parte en ella.
—¿Qué has hecho, Surin? —preguntó el amo de la casa.
—Perder, como de costumbre. He de admitir que no tengo suerte: juego sin subir las apuestas, nunca me acaloro, no hay modo de sacarme de quicio, ¡y de todos modos sigo perdiendo!
—¿Y alguna vez no te has dejado llevar por la tentación? ¿Ponerlo todo a una carta?… Me asombra tu firmeza…
—¡Pues ahí tenéis a Guermann! —dijo uno de los presentes señalando a un joven oficial de ingenieros—. ¡Jamás en su vida ha tenido una carta en las manos, nunca ha hecho ni un pároli, y, en cambio, se queda con nosotros hasta las cinco a mirar cómo jugamos!
—Me atrae mucho el juego —dijo Guermann—, pero no estoy en condiciones de sacrificar lo imprescindible con la esperanza de salir sobrado.
—Guermann es alemán, cuenta su dinero, ¡eso es todo! —observó Tomski—. Pero si hay alguien a quien no entiendo es a mi abuela, la condesa Anna Fedótovna.
—¿Cómo?, ¿quién? —exclamaron los contertulios.
—¡No me entra en la cabeza —prosiguió Tomski—, cómo puede ser que mi abuela no juegue!
—¿Qué tiene de extraño que una vieja ochentona no juegue? —dijo Narúmov.
—¿Pero no sabéis nada de ella?
—¡No! ¡De verdad, nada!
—¿No? Pues, escuchad:
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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.