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autor: Alphonse Daudet editor: Edu Robsy textos no disponibles


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El Sitio de Berlín

Alphonse Daudet


Cuento


Recorríamos la avenida de los Campos Elíseos con el doctor V…, preguntando a los muros acribillados por los obuses y a las aceras destruidas por la metralla la historia del París asediado, cuando, poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detuvo y mostrándome una de esas grandes casas tan pomposamente agrupadas alrededor del Arco del Triunfo, me dijo:

—¿Ves esas cuatro ventanas cerradas allá arriba, en aquel balcón? En los primeros días de agosto, de aquel terrible mes de agosto del año pasado, tan lleno de tormentas y desastres, fui llamado de ahí para asistir una apoplejía fulminante. Allí vivía el coronel Jouve, un coracero del Primer Imperio, viejo pletórico de gloria y patriotismo, que al comienzo de la guerra se había ido a vivir a los Campos Elíseos, a un apartamento con balcón… ¿Adivinas para qué? Para presenciar la entrada triunfal de nuestras tropas… ¡Pobre viejo! Recibió la noticia de Wissembourg cuando se levantaba de la mesa. Cayó fulminado al leer el nombre de Napoleón al pie del boletín de derrota.

Encontré al ex coracero tendido cuan largo era sobre la alfombra de la habitación; tenía la cara ensangrentada e inerte, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. De pie, debía de ser muy alto; acostado, era enorme. De hermosos rasgos; dientes magníficos; cabellos blancos y crespos; ochenta años que aparentaban sesenta… Junto a él, de rodillas y llorando, estaba su nieta. Se le parecía tanto, que al verlos juntos, hubiérase dicho que eran dos estupendas medallas griegas acuñadas en el mismo molde; una, antigua, terrosa, un poco desgastada en sus contornos, y la otra, resplandeciente y clara, en el apogeo del esplendor y la tersura del molde nuevo.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre de la Sesera de Oro

Alphonse Daudet


Cuento


A la dama que me pide cuentos alegres


Al leer su carta, señora, me ha asaltado algo así como un remordimiento. Me he recriminado el color pesimista de mis cuentos y me he comprometido a enviarle algo alegre, profundamente alegre.

¿Por qué habría de estar triste, después de todo? Vivo a mil leguas de las nieblas parisinas, sobre una colina luminosa, en la región de los tamboriles y del vino moscatel. A mi alrededor todo es sol y música; tengo orquestas de aguzanieves, orfeones de abejarucos, por la mañana los chorlitos que hacen ¡chorolí, chorolí!; a mediodía las chicharras, luego los zagales tocando la zampoña y las guapas mozas morenas a las que se les oye reír en los viñedos… En verdad, el lugar está mal elegido para tejer fantasías tenebrosas; yo debería, más bien, enviar a las damas poemas color de rosa y cestas llenas de cuentos galantes…

¡Pues bien, no! Todavía estoy demasiado cerca de París. A diario llegan hasta mis pinos las salpicaduras de sus tristezas… En este momento en el que escribo, acabo de saber que el pobre Charles Barbara ha muerto en la miseria; por lo cual mi molino se ha vuelto de luto riguroso. ¡Adiós a los chorlitos y a las chicharras! Ya no tengo ánimos para contar cosas alegres. Por esa causa, señora, en lugar del lindo cuento festivo que había decidido escribir para usted, no leerá hoy sino una leyenda melancólica.

* * *


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Último Libro

Alphonse Daudet


Cuento


«¡Ha muerto!» me dijo alguien en la escalera. Desde hacía ya unos días esperaba la lúgubre noticia. Sabía que, de un momento a otro, me la iba a encontrar en esta puerta; y, sin embargo, me sorprendió como algo inesperado. Con el corazón triste y los labios temblorosos, entré en esta humilde vivienda de hombre de letras donde el despacho ocupaba la mayor parte, donde el estudio despótico se había adueñado de todo el bienestar, de toda la claridad de la casa.

Estaba allí, tendido en una cama de hierro muy baja; y la mesa cargada de papeles, su gran caligrafía interrumpida en mitad de la página, su pluma aún de pie en el tintero, daban fe de que la muerte lo había golpeado súbitamente. Detrás de la cama, un alto armario de roble, desbordando manuscritos y papeles, se entreabría por encima de su cabeza. A su alrededor, libros, sólo libros, sólo libros: por todas partes, en las estanterías, sobre las sillas, sobre el escritorio, apilados en el suelo en los rincones, hasta al pie de la cama. Cuando escribía ahí, sentado a su mesa, este amontonamiento, estos papeles sin polvo podían agradar a la vista: se sentía la vida, el entusiasmo en el trabajo. Pero, en esta habitación de muerto, parecían algo lúgubre. Todos aquellos pobres libros, que se venían abajo por pilas, parecían dispuestos a marcharse, a perderse en la gran biblioteca del azar, dispersa por las tiendas, por los márgenes del río, por los puestos de viejo, abiertos por el viento y la ociosidad.

Acababa de besarlo y permanecía allí, de pie, mirándolo, aún impresionado por el contacto de aquella frente fría y pesada como una piedra. De repente, la puerta se abrió. Un dependiente de librería, cargado, jadeante, entró alegremente y dejó sobre la mesa un paquete de libros recién salidos de imprenta.

—Un envío de Bachelin —gritó. Luego, al ver la cama, retrocedió, se quitó la gorra y se retiró discretamente.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Hadas de Francia

Alphonse Daudet


Cuento


—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la barandilla. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo… Y de verdad es una lástima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte del Delfín

Alphonse Daudet


Cuento


El pequeño Delfín está enfermo, el pequeño Delfín se muere… En todas las iglesias del reino, el Santísimo Sacramento permanece expuesto día y noche y grandes cirios arden por la curación del hijo del rey. Los caminos de la vieja residencia están tristes y silenciosos, ya no suenan las campanas, los coches van al paso… En las cercanías del palacio, los vecinos miran con curiosidad, a través de las verjas, a los suizos de panzas doradas que departen con petulancia en los patios.

Todo el castillo está en danza… Chambelanes, mayordomos, suben y bajan corriendo las escaleras de mármol… Las galerías están abarrotadas de pajes y de cortesanos vestidos con ropa de seda que van de un grupo a otro demandando noticias en voz baja. En las amplias escalinatas, las damas de honor, afligidas, se hacen grandes reverencias y se enjugan los ojos con lindos pañuelos bordados.

En L'Orangerie hay una nutrida asamblea de médicos togados. A través de las vidrieras, se les ve agitar sus largas mangas negras e inclinar doctoralmente sus pelucas rematadas en coleta de picaporte… El preceptor y el escudero del pequeño Delfín se pasean ante la puerta, esperando las decisiones de la Facultad. Unos pinches de cocina pasan junto a ellos sin saludarlos. El señor escudero blasfema como un pagano, el señor preceptor recita versos de Horacio… Y, mientras tanto, allá abajo, del lado de las caballerizas, se oye un largo relincho quejumbroso. Es el alazán del joven Delfín, al que los palafreneros han olvidado y que llama con tristeza ante su pesebre vacío.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Nuevo Maestro

Alphonse Daudet


Cuento


Nuestra pequeña escuela ha cambiado mucho desde la marcha del señor Hamel. Cuando él estaba aquí teníamos unos minutos de margen por la mañana, cuando llegábamos. Nos colocábamos en círculo en torno a la estufa para desentumecer un poco los dedos, sacudir la nieve o el aguanieve pegada a la ropa. Charlábamos apaciblemente enseñándonos unos a otros lo que llevábamos en la cesta. Eso les daba a los que vivían al extremo de la comarca tiempo para llegar a la oración y a pasar lista… Hoy ya no es lo mismo. Hay que llegar a la hora exacta. El prusiano Klotz, nuestro nuevo maestro, no bromea. Desde las ocho menos cinco está de pie en su tarima, con una gruesa garrota junto a él, y ¡pobres de los retrasados! Por lo que se oyen los zuecos apresurarse en el pequeño patio, y las voces sofocadas gritar desde la puerta. «¡Presente!»

Y es que con este terrible prusiano no hay excusas que valgan. No se puede decir. «Le he ayudado a mi madre a llevar la ropa al lavadero… Mi padre me ha llevado con él al mercado». El señor Klotz no quiere escuchar nada. Se diría que para ese miserable extranjero no tenemos casa, ni familia; que vinimos al mundo siendo ya escolares, con los libros bajo el brazo, listos para aprender alemán y recibir garrotazos. ¡Ah! yo recibí una buena dosis al comienzo. ¡Nuestra serrería está tan lejos de la escuela, y tarda tanto en amanecer en invierno! Finalmente, como volvía siempre por la tarde con manchas rojas en los dedos, en la espalda, en todas partes, mi padre se decidió a dejarme interno, pero me costó mucho acostumbrarme.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Buen Dios de Chemillé

Alphonse Daudet


Cuento


El párroco de Chemillé iba a llevar al Buen Dios a un enfermo. Realmente, daba pena pensar que alguien pudiera morirse en un día tan hermoso de verano, en pleno Ángelus de mediodía, en el momento de la vida y de la luz. Daba pena también pensar que aquel pobre párroco se había visto obligado a ponerse en camino nada más terminar de comer, a la hora en la que de costumbre iba —con el breviario entre las manos— a echarse una pequeña siesta bajo su cenador de viña, al fresco y al reposo de un bonito huerto lleno de melocotones maduros y de malvarrosas.

—Te ofrezco este pequeño sacrificio —pensaba el santo hombre suspirando y, subido en su asno gris, con el Buen Dios delante de él cruzado sobre la albarda, seguía un camino a la mitad del repecho entre la roca roja cubierta de musgos en flor, y la pendiente de guijarros y de altos matorrales que descendía hasta las praderas.

Igualmente el asno, el pobre asno suspiraba: «Señor, te lo ofrezco» y suspiraba a su manera, levantando unas veces una oreja, luego la otra, para espantar las moscas que lo atormentaban. Es que son endiabladas y zumbantes las moscas de mediodía; además de eso, la cuesta que había que subir, y el párroco de Chemillé que pesaba tanto, sobre todo al terminar de comer…

De vez en cuando, los campesinos pasaban a su lado y se echaban un poquito a la orilla para dejar sitio al Buen Dios, con ese toque de sombrero característico de los campesinos de Turena; la mirada maliciosa y el saludo respetuoso, mirada que parece burlarse del gesto. A cada uno de ellos el señor párroco le devolvía el saludo en nombre del Buen Dios, de forma muy educada, pero sin saber muy bien lo que hacía porque, sin duda, empezaba a poderle el sueño.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mula del Papa

Alphonse Daudet


Cuento


Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente —me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

* * *


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Subprefecto en el Campo

Alphonse Daudet


Cuento


El señor subprefecto ha salido de expedición. Con el cochero delante y el lacayo detrás, el coche de la subprefectura le conduce majestuosamente a la Exposición regional de La—Combe—aux—Fées. El señor subprefecto se puso en ese día memorable la hermosa casaca bordada, el sombrerito apuntado, el pantalón estrecho galoneado de plata y la espada de gala con empuñadura de nácar. Descansa sobre sus rodillas una gran cartera de piel de zapa con relieves, y la contempla entristecido.

El señor subprefecto contempla entristecido su cartera de zapa estampada en hueco; piensa en el famoso discurso que en breve ha de pronunciar delante del vecindario de La—Combe—aux—Fées.

—Señores y queridos administrados.

Pero, aunque se atusa con insistencia las rubias y sedosas patillas, y repite veinte veces consecutivas: Señores y queridos administrados, no acierta a continuar el discurso.

No acierta a continuar el discurso… ¡Es tanto el calor que hace dentro de aquel coche!… Hasta que se pierde en lontananza, el camino de La—Combe—aux—Fées está lleno de polvo, bajo el sol de mediodía. El aire abrasa… y especialmente los olmos de orillas del camino, cubiertos por completo de blanco polvo, millares de cigarras pasan de uno a otro árbol. El señor subprefecto se estremece repentinamente. Allá abajo, junto a una ladera, divisa un verde robledal que parece hacerle señas.

El bosquecillo de carrascas parece hacerle señas:

—Venga usted aquí, subprefecto; al pie de mis árboles estará usted perfectamente y podrá componer su discurso.

El señor subprefecto queda seducido, apéase del coche y dice a sus gentes que le esperen mientras él va a componer su discurso en el pequeño robledal.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Partida de Billar

Alphonse Daudet


Cuento


Como combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.

Abatidos por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie, apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia…, el barro…, sin fuego…, sin sopa…, el cielo bajo y oscuro…, el enemigo que se presiente alrededor… ¡Qué lúgubre es todo!

¿Qué hacen ahí? ¿Qué ocurre?

Los cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?

Esperan órdenes, y el cuartel general no las envía.

Sin embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien pueda!» de la guerra.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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