Textos más vistos de Alphonse Daudet etiquetados como Cuento

Mostrando 1 a 10 de 30 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Alphonse Daudet etiqueta: Cuento


123

La Mula del Papa

Alphonse Daudet


Cuento


Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente —me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

* * *


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 64 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 88 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Abanderado

Alphonse Daudet


Cuento


I

El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: “¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera, hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 90 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nostalgia del Cuartel

Alphonse Daudet


Cuento


Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor… ¡Rataplán, rataplán!…

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!… ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido… De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa… Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol… El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura… ¡Rataplán, rataplán!…

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?… Aunque miro, no veo a nadie… no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino… Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí… Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y… ¡rataplán!… ¡rataplán!…

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.

* * *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 92 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Niño Espía

Alphonse Daudet


Cuento


Se llamaba Stenne, el pequeño Stenne. Era un niño de París, débil, paliducho, que lo mismo podía tener diez años como quince. Con estos chiquillos, no se puede decir la edad con exactitud. Su madre había muerto; su padre, antiguo soldado de la marina, era guarda de jardines en una plaza del barrio del Temple. Los niños, las niñeras, las señoras mayores que van con sus sillas plegables bajo el brazo, las madres pobres, toda la gente sencilla y tímida que busca amparo contra los carruajes en esos parterres rodeados de aceras, conocían al señor Stenne y lo apreciaban. Todos sabían que bajo aquellos grandes bigotes, espanto de los perros y de los ociosos que bostezan en los bancos, se ocultaba una tierna sonrisa casi maternal, y que para hacer surgir esa sonrisa no había más que preguntarle al pobre hombre: «¿Cómo está su hijo? ¿Qué tal se porta?». ¡Quería tanto a su hijo! ¡Era tan feliz cuando por la tarde, al salir de la escuela, el niño venía a buscarlo y juntos daban una vuelta por los paseos, deteniéndose ante cada banco para saludar a los conocidos y corresponder a sus saludos!

Pero llegó el sitio y, desgraciadamente, todo cambió. Cerraron el jardín y lo convirtieron en depósito de barriles de petróleo, y el pobre hombre, obligado a una vigilancia constante, se pasaba la vida deambulando entre los macizos desiertos, destrozados, solitarios, sin poder fumar, sin poder ver al hijo nada más que en casa, por la noche y ya muy tarde. Así que había que ver sus bigotes cuando le mencionaban a los prusianos…


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 83 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sitio de Berlín

Alphonse Daudet


Cuento


Recorríamos la avenida de los Campos Elíseos con el doctor V…, preguntando a los muros acribillados por los obuses y a las aceras destruidas por la metralla la historia del París asediado, cuando, poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detuvo y mostrándome una de esas grandes casas tan pomposamente agrupadas alrededor del Arco del Triunfo, me dijo:

—¿Ves esas cuatro ventanas cerradas allá arriba, en aquel balcón? En los primeros días de agosto, de aquel terrible mes de agosto del año pasado, tan lleno de tormentas y desastres, fui llamado de ahí para asistir una apoplejía fulminante. Allí vivía el coronel Jouve, un coracero del Primer Imperio, viejo pletórico de gloria y patriotismo, que al comienzo de la guerra se había ido a vivir a los Campos Elíseos, a un apartamento con balcón… ¿Adivinas para qué? Para presenciar la entrada triunfal de nuestras tropas… ¡Pobre viejo! Recibió la noticia de Wissembourg cuando se levantaba de la mesa. Cayó fulminado al leer el nombre de Napoleón al pie del boletín de derrota.

Encontré al ex coracero tendido cuan largo era sobre la alfombra de la habitación; tenía la cara ensangrentada e inerte, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. De pie, debía de ser muy alto; acostado, era enorme. De hermosos rasgos; dientes magníficos; cabellos blancos y crespos; ochenta años que aparentaban sesenta… Junto a él, de rodillas y llorando, estaba su nieta. Se le parecía tanto, que al verlos juntos, hubiérase dicho que eran dos estupendas medallas griegas acuñadas en el mismo molde; una, antigua, terrosa, un poco desgastada en sus contornos, y la otra, resplandeciente y clara, en el apogeo del esplendor y la tersura del molde nuevo.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 81 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 100 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Hadas de Francia

Alphonse Daudet


Cuento


—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la barandilla. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo… Y de verdad es una lástima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 74 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 161 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur

Alphonse Daudet


Cuento


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas —se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles— y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 8 minutos / 111 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

123