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autor: Alphonse Daudet


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Wood'stown

Alphonse Daudet


Cuento


El emplazamiento era soberbio para construir una ciudad. Bastaba nivelar la ribera del río, cortando una parte del bosque, del inmenso bosque virgen enraizado allí desde el nacimiento del mundo. Entonces, rodeada por colinas, la ciudad descendería hasta los muelles de un puerto magnífico, establecido en la desembocadura del Río Rojo, sólo a cuatro millas del mar.

En cuanto el gobierno de Washington acordó la concesión, carpinteros y leñadores se pusieron a la obra; pero nunca habían visto un bosque parecido. Metido en el centro de todas las lianas, de todas las raíces, cuando talaban por un lado renacía por el otro rejuveneciendo de sus heridas, en las que cada golpe de hacha hacía brotar botones verdes. Las calles, las plazas de la ciudad, apenas trazadas, comenzaron a ser invadidas por la vegetación. Las murallas crecían con menos rapidez que los árboles, que en cuanto se erguían, se desmoronaban bajo el esfuerzo de raíces siempre vivas.

Para terminar con esas resistencias donde se enmohecía el hierro de las sierras y de las hachas, se vieron obligados a recurrir al fuego. Día y noche una humareda sofocante llenaba el espesor de los matorrales, en tanto que los grandes árboles de arriba ardían como cirios. El bosque intentaba luchar aún demorando el incendio con oleadas de savia y con la frescura sin aire de su follaje apretado. Finalmente llegó el invierno. La nieve se abatió como una segunda muerte sobre los inmensos terrenos cubiertos de troncos ennegrecidos, de raíces consumidas. Ya se podía construir.


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4 págs. / 7 minutos / 164 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Tartarín de Tarascón

Alphonse Daudet


Novela


EPISODIO PRIMERO. EN TARASCÓN

I. EL JARDIN DEL BAOBAB

Mi primera visita a Tartarín de Tarascón es una fecha inolvidable de mi vida; doce o quince años han transcurrido desde entonces, pero lo recuerdo como si fuese de ayer. Vivía por entonces el intrépido Tartarín a la entrada de la ciudad, en la tercera casa, a mano izquierda, de la carretera de Aviñón. Lindo hotelito tarasconés, con jardín delante, galería atrás, tapias blanquísimas, persianas verdes y, frente a la puerta, un enjambre de chicuelos saboyanos, que jugaban al tres en raya o dormían al sol, apoyada la cabeza en sus cajas de betuneros.

Por fuera, la casa no tenía nada de particular.

Nadie hubiera creído hallarse ante la mansión de un héroe. Pero, en entrando, ¡ahí era nada!

Del sótano al desván, todo en el edificio tenía aspecto heroico, ¡hasta el jardín!...

¡Vaya un jardín! No había otro como él en toda Europa. Ni un árbol del país, ni una flor de Francia; todas eran plantas exóticas: árboles de la goma, taparos, algodoneros, cocoteros, mangos, plátanos, palmeras, un baobab, pitas, cactos, chumberas..., como para creerse transportado al corazón de Africa central, a 10 000 leguas de Tarascón. Claro es que nada de eso era de tamaño natural; los cocoteros eran poco mayores que remolachas, y el baobab —árbol gigante (arbos gigantea)— ocupaba holgadamente un tiesto de reseda. Pero lo mismo daba: para Tarascón no estaba mal aquello, y las personas de la ciudad que los domingos disfrutaban el honor de ser admitidas a contemplar el baobab de Tartarín salían de allí pasmadas de admiración.

¡Figuraos, pues, qué emoción hube de sentir el día en que recorrí aquel jardín estupendo!... Pues ¿y cuando me introdujeron en el despacho del héroe?...

Aquel despacho, una de las curiosidades de la ciudad, estaba en el fondo del jardín y se abría, a nivel del baobab, por una puerta vidriera.


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Publicado el 18 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Las Hadas de Francia

Alphonse Daudet


Cuento


—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo de las petroleras, y una cosa informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la barandilla. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo… Y de verdad es una lástima, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.


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3 págs. / 6 minutos / 75 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espejo

Alphonse Daudet


Cuento


Al Norte, a orillas del Nieman, ha llegado una pequeña criolla de quince años, blanca y rosa como una flor de almendro. Viene del país de los colibríes, la trae el viento del amor…

Los de su isla le decían:

—No vayas, en el continente hace frío… El invierno te matará.

Pero la pequeña criolla no creía en el invierno y sólo conocía el frío por haber tomado sorbetes; además estaba enamorada, no tenía miedo a morir… Y ahí estaba, desembarcada en las brumas del Nieman con sus abanicos, su hamaca, sus mosquiteros y una jaula de enrejado dorado llena de pájaros de su país.

Cuando el anciano padre del Norte vio llegar a aquella flor de las islas que el Sur le enviaba en un rayo de sol, su corazón se apiadó; y como pensaba que el frío pronto devoraría a la chiquilla y a sus colibríes, encendió rápidamente un hermoso sol amarillo y se vistió de verano para recibirlos…

La criolla se confundió; tomó aquel calor del Norte, brutal y pesado, por un calor que duraría; aquella eterna y oscura vegetación por el verdor de la primavera y, colgando su hamaca al fondo del parque entre dos abetos, pasaba el día abanicándose, meciéndose.

—En el Norte hace mucho calor —dice riendo.

Sin embargo hay cosas que la inquietan. ¿Por qué, en este extraño país, las casas no tienen miradores acristalados? ¿Por qué esos muros gruesos, esas alfombras, esas pesadas cortinas? Esas gruesas estufas de mayólica, esos grandes montones de leña apilados en los patios, y esas pieles de zorro azul, esos abrigos forrados, esas pieles que duermen al fondo de los armarios ¿para qué pueden servir?

Pobre pequeña, muy pronto va a saberlo.


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2 págs. / 4 minutos / 129 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur

Alphonse Daudet


Cuento


Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas —se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles— y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.


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5 págs. / 8 minutos / 112 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Arlesiana

Alphonse Daudet


Cuento


Para ir al pueblo, bajando desde mi molino, se pasa por delante de una hacienda construida cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de almeces. Se trata de una auténtica propiedad de agricultor de Provenza, con sus tejas rojas, su ancha fachada oscura perforada irregularmente, y en todo alto la veleta del granero, la polea para subir los fardos y algunos haces de heno que sobresalen…

¿Por qué me había impresionado aquella casa? ¿Por qué aquel portón cerrado me oprimía el corazón? No habría sabido decirlo, y sin embargo, aquella vivienda me producía frío. Había demasiado silencio a su alrededor… Cuando alguien pasaba, los perros no ladraban, las pintadas huían sin gritar… Y en el interior no se oía ni una voz. Nada, ni siquiera un cascabel de mula… De no ser por las cortinas blancas de las ventanas y el humo que subía de los tejados, se habría pensado que la finca estaba deshabitada.

Ayer, hacia las doce, regresaba del pueblo y, para evitar el sol, iba bordeando los muros de la hacienda, a la sombra de los almeces. En la carretera y delante de la finca, unos empleados silenciosos acababan de cargar una carreta de heno… El portón estaba abierto. Eché una mirada al pasar y, al fondo del patio, vi apoyado sobre una ancha mesa de piedra, con la cabeza entre las manos, a un anciano encanecido, con una chaqueta demasiado corta y pantalones destrozados… Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz baja: «¡Chut! Es el patrón… Está así desde que ocurrió la desgracia de su hijo.»


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Nostalgia del Cuartel

Alphonse Daudet


Cuento


Esta madrugada, cuando empezaba a alborear, me despierta con sobresalto un tremendo redoble de tambor… ¡Rataplán, rataplán!…

¿Qué es esto? ¡Un tambor en mis pinos, y a tales horas!… ¡Qué cosa más extraña!

Pronto, a prisa, me levanto y corro a abrir la puerta.

¡No veo a nadie! Cesó el ruido… De entre unas labruscas húmedas, vuelan dos o tres chorlitos sacudiéndose las alas. Entre los árboles se mece una suave brisa… Hacia el Oriente, sobre la aguda cresta de los Alpilles, amontónase un polvo de oro, de donde surge lentamente el sol… El primer rayo roza ya la techumbre del molino. En el mismo instante, el invisible tambor vuelve a redoblar en el campo bajo la espesura… ¡Rataplán, rataplán!…

¡El demonio llévese la piel de asno! Ya lo había olvidado. Pero, en fin, ¿quién será el bruto que saluda a la aurora en el fondo de los bosques con un tambor?… Aunque miro, no veo a nadie… no diviso nada más que las matas de alhucema y los pinos que se precipitan cuesta abajo hasta el camino… Quizá se oculta en la espesura algún duende, resuelto a burlarse de mí… Sin duda, es Ariel o maese Puck. El pícaro habrá pensado, al pasar por delante de mi molino:

—Ese parisiense está muy tranquilo ahí dentro; vamos a darle la alborada.

Y seguramente habrá tomado un bombo, y… ¡rataplán!… ¡rataplán!…

—¿Quieres callarte, pícaro Puck? Vas a despertarme a las cigarras.

* * *

Pero no era Puck.

Era Gouguet François, alias Pistolete, tambor del regimiento 31 de infantería, a la sazón con licencia semestral. Pistolete está aburrido en el país, siente nostalgias, y cuando le prestan el instrumento del cabildo municipal, se marcha melancólico a los bosques a tocar el tambor, soñando con el cuartel del Príncipe Eugenio.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Abanderado

Alphonse Daudet


Cuento


I

El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: “¡acuéstense!” Pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, se perdía entre el humo; y una voz grave y fiera hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: “A la bandera, hijos míos, a la bandera”… Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído… Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento —un puñado de hombres apenas— se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Niño Espía

Alphonse Daudet


Cuento


Se llamaba Stenne, el pequeño Stenne. Era un niño de París, débil, paliducho, que lo mismo podía tener diez años como quince. Con estos chiquillos, no se puede decir la edad con exactitud. Su madre había muerto; su padre, antiguo soldado de la marina, era guarda de jardines en una plaza del barrio del Temple. Los niños, las niñeras, las señoras mayores que van con sus sillas plegables bajo el brazo, las madres pobres, toda la gente sencilla y tímida que busca amparo contra los carruajes en esos parterres rodeados de aceras, conocían al señor Stenne y lo apreciaban. Todos sabían que bajo aquellos grandes bigotes, espanto de los perros y de los ociosos que bostezan en los bancos, se ocultaba una tierna sonrisa casi maternal, y que para hacer surgir esa sonrisa no había más que preguntarle al pobre hombre: «¿Cómo está su hijo? ¿Qué tal se porta?». ¡Quería tanto a su hijo! ¡Era tan feliz cuando por la tarde, al salir de la escuela, el niño venía a buscarlo y juntos daban una vuelta por los paseos, deteniéndose ante cada banco para saludar a los conocidos y corresponder a sus saludos!

Pero llegó el sitio y, desgraciadamente, todo cambió. Cerraron el jardín y lo convirtieron en depósito de barriles de petróleo, y el pobre hombre, obligado a una vigilancia constante, se pasaba la vida deambulando entre los macizos desiertos, destrozados, solitarios, sin poder fumar, sin poder ver al hijo nada más que en casa, por la noche y ya muy tarde. Así que había que ver sus bigotes cuando le mencionaban a los prusianos…


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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