El Guardián del Muerto
Ambrose Bierce
Cuento
I
En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana.
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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.