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Los Ojos de la Pantera

Ambrose Bierce


Cuento


UNO NO SIEMPRE SE CASA CUANDO ESTÁ LOCO

Un hombre y una mujer —la naturaleza había sido responsable del agrupamiento— se encontraban sobre un rústico asiento a última hora de la tarde. El hombre era de mediana edad, esbelto, atezado, tenía la expresión de un poeta y la tez de un pirata: era un hombre al que a nadie le importaría volver a mirar una segunda vez. La mujer era joven, rubia, llena de gracia, con algo en su figura y movimientos que sugería la palabra «ligereza». Iba vestida con un traje gris al que daban textura unas extrañas manchas marrones. Podía ser hermosa, pero no era fácil decirlo porque los ojos impedían que se prestara atención al resto del cuerpo: eran de color verde grisáceo, largos y estrechos, con una expresión que desafiaba todo análisis. De lo único que podía estar seguro uno es de que eran inquietantes. Cleopatra debió tener unos ojos semejantes.

El hombre y la mujer estaban conversando.

—Cierto —decía ella—. ¡Dios sabe que te amo! Pero casarme contigo… eso no. No puedo ni podré hacerlo.

—Irene, ya me has dicho eso muchas veces, pero siempre me has negado cualquier explicación. Tengo derecho a saber, a entender, a poner a prueba mi fortaleza si es que la tengo. Dame una razón.

—¿De por qué te amo?

Tras sus lágrimas y palidez, la mujer estaba sonriendo. Pero aquello no provocó sentido del humor alguno en el hombre.

—No; para eso no hay razones. Una razón para no casarte conmigo. Tengo derecho a saberlo. Debo saberlo. ¡Lo sabré!


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12 págs. / 21 minutos / 212 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Al Otro Lado de la Pared

Ambrose Bierce


Cuento


Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía mucho tiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habían prosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistad con los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí era Mohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta que dejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición a redactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y el remitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley.

Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiaba trabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente; entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echar nada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo que ninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna. Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionados con el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creencias extravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la región conocida y considerada como certeza.


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10 págs. / 18 minutos / 407 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Aceite de Perro

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.


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4 págs. / 7 minutos / 329 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 288 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Desapariciones Misteriosas

Ambrose Bierce


Cuento


La dificultad de cruzar un campo

Una mañana de julio de 1854 un colono llamado Williamson, que vivía a unas seis millas de Selma, Alabama, estaba sentado con su mujer y su hijo en la terraza de su vivienda. Delante de la casa había una pradera de césped que se extendía unas cincuenta yardas hasta llegar a la carretera pública, o «la pista», como solían llamarla. Más allá de esta carretera había un prado de unos diez acres, recién segado, completamente llano y sin un árbol, roca, o cualquier otro objeto natural o artificial en su superficie. En aquel momento no había en el campo ni siquiera un animal doméstico. Al otro lado del prado, en otro campo, una docena de esclavos trabajaban bajo la vigilancia de un capataz.

Arrojando la punta de un cigarro, el colono se puso en pie y dijo:

—He olvidado hablarle a Andrew de los caballos.

Andrew era el capataz.

Williamson echó a andar con calma por el paseo de gravilla, arrancando alguna flor a su paso, cruzó la carretera y llegó al prado. Mientras cerraba la verja de entrada se detuvo un momento a saludar a su vecino Armour Wren, que vivía en la plantación de al lado y pasaba por allí. Mr. Wren iba en un coche abierto, acompañado de su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando se alejaron unas doscientas yardas del lugar en el que se habían encontrado, Mr. Wren dijo a su hijo:

—He olvidado hablarle a Mr. Williamson de los caballos.

Mr. Wren había vendido a Mr. Williamson unos caballos que iban a ser enviados ese mismo día, pero, por alguna razón que ahora no se recuerda, no iban a poder ser entregados hasta el día siguiente. Mr. Wren indicó al cochero que diera la vuelta y, mientras el vehículo giraba, los tres vieron a Williamson cruzando lentamente los pastos. En aquel momento uno de los caballos del coche dio un traspié y estuvo a punto de caer. No había hecho más que recobrarse cuando James Wren exclamó:


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7 págs. / 13 minutos / 282 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Algunas Casas Encantadas

Ambrose Bierce


Cuento


La Isla de los Pinos

Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipolis, Ohio, vivió un anciano llamado Herman Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más reparación que la que exigían las condiciones meteorológicas. Se elevaba en medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles, suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siempre disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de tiempo. Sin embargo, esta distribución tan equitativa de su patrimonio no recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensatamente.


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27 págs. / 47 minutos / 227 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Conflagración Imperfecta

Ambrose Bierce


Cuento


Una mañana de junio de 1872, temprano, asesiné a mi padre, acto que me impresionó vivamente en esa época. Esto ocurrió antes de mi casamiento, cuando vivía con mis padres en Wisconsin. Mi padre y yo estábamos en la biblioteca de nuestra casa, dividiendo el producto de un robo que habíamos cometido esa noche. Consistía, en su mayor parte, en enseres domésticos, y la tarea de una división equitativa era dificultosa. Nos pusimos de acuerdo sobre las servilletas, toallas y cosas parecidas, y la platería se repartió casi perfectamente, pero ustedes pueden imaginar que cuando se trata de dividir una única caja de música en dos, sin que sobre nada, comienzan las dificultades. Fue esa caja musical la que trajo el desastre y la desgracia a nuestra familia. Si la hubiéramos dejado, mi padre podría estar vivo ahora.

Era una exquisita y hermosa obra de artesanía, incrustada de costosas maderas, curiosamente tallada. No sólo podía tocar gran variedad de temas, sino que también silbaba como una codorniz, ladraba como un perro, cantaba como el gallo todas las mañanas —se le diera cuerda o no— y recitaba los Diez Mandamientos. Fue esta última maravilla la que ganó el corazón de mi padre y lo llevó a cometer el único acto deshonroso de su vida, aunque posiblemente hubiera cometido otros si le hubiera perdonado ese: trató de ocultarme la caja aunque yo sabía muy bien que, en lo que le concernía, el robo había sido llevado a cabo principalmente para conseguirla.


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3 págs. / 6 minutos / 130 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Habitante de Carcosa

Ambrose Bierce


Cuento


Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Naufragio Psicológico

Ambrose Bierce


Cuento


En el verano de 1874 me encontraba en Liverpool, donde había ido en viaje de negocios representando a la sociedad mercantil Bronson & Jarret de Nueva York. Mi nombre es William Jarret, y el de mi socio era Zenas Bronson. La compañía quebró el año pasado y Bronson, incapaz de soportar el salto de la opulencia a la pobreza, murió.

Una vez concluidos mis asuntos financieros y viendo cercana una crisis de agotamiento y desaliento, decidí que una larga travesía marítima podría resultar al mismo tiempo agradable y beneficiosa para mí; por ello, en vez de embarcarme a la vuelta en uno de aquellos excelentes buques de pasajeros, hice una reserva para Nueva York en el velero Morrow, donde había hecho cargar una abundante y valiosa remesa de los artículos que había comprado. El Morrow era un barco inglés dotado con pocos camarotes para pasajeros, entre los que sólo nos contábamos yo y una joven con su doncella, una mujer negra de mediana edad. Me pareció extraño que una joven inglesa viajara tan bien atendida, pero ella me explicó más tarde que la doncella había estado al servicio de un matrimonio de Carolina del Sur, y que fue recogida por su familia al morir ambos cónyuges el mismo día en casa de su padre, en Devonshire. Dicha circunstancia, por su rareza, permanecería en mi memoria con bastante claridad, incluso aunque no hubiera salido a relucir en una posterior conversación con la joven dama que el marido se llamaba William Jarret, igual que yo. Sabía que una rama de mi familia se había establecido en Carolina del Sur, pero desconocía completamente su historia y lo que había sido de ellos.


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Fábulas Fantásticas

Ambrose Bierce


Cuento, Fábula


1. El Principio Moral y el Interés Material

Un Principio Moral se encontró con un Interés Material en un puente tan estrecho que sólo permitía el paso de uno de los dos.

—¡Al suelo, cosa vil! —tronó el Principio Moral—. ¡Te pasaré por encima!

El Interés Material se limitó a mirar al otro a los ojos sin hablar.

—Ah —dijo el Principio Moral, vacilante—, sorteemos quién se aparta y quién pasa primero.

El Interés Material mantuvo el cerrado silencio y la firme mirada.

—Para evitar un conflicto —prosiguió el Principio Moral, un poco incómodo—, me tiraré al suelo y tú me pasarás por encima.

Entonces el Interés Material encontró una voz, que por extraña coincidencia era la suya.

—Como alfombra no eres gran cosa —dijo—. Soy un poco exigente con lo que piso. Prefiero que te tires al agua.

Eso ocurrió.

2. La máquina voladora

Un Hombre Ingenioso que había construido una máquina voladora invitó a un grupo numeroso de personas a verla subir. A la hora señalada, con todo preparado, el hombre entró en la máquina y la puso en marcha. El aparato atravesó enseguida el suelo firme sobre el cual había sido construido y se hundió en la tierra perdiéndose de vista; el aeronauta apenas logró saltar fuera y ponerse a salvo.

—Bueno —dijo—, he hecho todo lo necesario para demostrar la corrección de mis cálculos. Los defectos —agregó, echando una mirada al suelo roto— son apenas básicos y fundamentales.

Tras esa declaración, los espectadores se le acercaron con donativos para construir una nueva máquina.

3. El Patriota Ingenioso

Tras obtener audiencia con el Rey, un Patriota Ingenioso sacó un papel del bolsillo y dijo:


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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