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autor: Ambrose Bierce etiqueta: Cuento


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El Caso del Desfiladero de Coulter

Ambrose Bierce


Cuento


—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? —preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

—Es el único lugar posible —afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.


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11 págs. / 19 minutos / 80 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Dedo Medio del Pie Derecho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Engendro Maldito

Ambrose Bierce


Cuento


I. NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Extraño

Ambrose Bierce


Cuento


Un hombre salió de la oscuridad hacia el pequeño círculo de luz alrededor de nuestra casi apagada fogata y se sentó sobre una roca.

"No son los primeros en explorar esta región", dijo gravemente.

Nadie contradijo su afirmación; él mismo era la prueba de que era cierta, pues no era parte de nuestro grupo y debe haber estado cerca cuando acampamos. Más aún, debía tener compañeros no muy lejos; no era un sitio donde alguien podría vivir o viajar solo. Por más de una semana no habíamos visto, además de a nosotros mismos y a nuestros animales, más entes vivos que víboras de cascabel y sapos cornudos. En un desierto de Arizona uno no coexiste solo con tales criaturas por mucho tiempo: hacen falta animales de carga, suministros, armas - un "equipo". Y todo ello implica camaradas. Fue tal vez la duda respecto a qué tipo de hombres podían ser los camaradas de este inceremonioso extraño, junto con algo en sus palabras que podía interpretarse como un reto, lo que hizo que cada hombre de nuestra media docena de "caballeros aventureros" enderezara su posición hasta sentarse y colocara sus manos sobre un arma - un acto que significaba, en ese tiempo y lugar, una política de expectativa. El extraño no prestó atención al asunto y empezó a hablar nuevamente en el mismo tono monótono, sin inflexiones, en el que había pronunciado su primera frase.

"Hace treinta años Ramon Gallegos, William Shaw, George M. Kent y Berry Davis, todos ellos de Tucson, cruzaron las montañas de Santa Catalina y viajaron hacia el oeste, tanto como la configuración del terreno lo permitía. Estábamos buscando oro y era nuestra intención, en caso de no encontrar nada, continuar hasta el río Gila en algún punto cerca de Big Bend, donde entendíamos que había un poblado. Teníamos un buen equipo, pero sin guía - sólo Ramon Gallegos, William Shaw, George W. Kent y Berry Davis".


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Funeral de John Mortonson

Ambrose Bierce


Cuento


John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la escena.

El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal. Esto no fue bueno; no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía permanecen mudas.

A medida que las horas iban pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos, quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia. Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija.


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Publicado el 7 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Guardián del Muerto

Ambrose Bierce


Cuento


I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Hipnotizador

Ambrose Bierce


Cuento


Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía —me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.


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4 págs. / 8 minutos / 94 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Pastor Haíta

Ambrose Bierce


Cuento


A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud. Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.

Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho, rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca, tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta para descansar y soñar.


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6 págs. / 11 minutos / 75 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Reino de lo Irreal

Ambrose Bierce


Cuento


I

En un tramo que hay entre Auburn y Newcastle, siguiendo en primer lugar la orilla de un arroyo y luego la otra, la carretera ocupa todo el fondo de un desfiladero que está en parte excavado en las pronunciadas laderas, y en parte levantado con las piedras sacadas del lecho del arroyo por los mineros. Las colinas están cubiertas de árboles y el curso del río es sinuoso.

En noches oscuras hay que conducir con cuidado para no salirse de la carretera e irse al agua. La noche de mi recuerdo había poca luz, y el riachuelo, crecido por una reciente tormenta, se había convertido en un torrente. Venía de Newcastle y me encontraba a una milla de Auburn, en la zona más oscura y estrecha del desfiladero, con la vista atenta a la carretera que se extendía por delante de mi caballo. De pronto, y casi debajo del hocico del animal, vi a un hombre; di un tirón tan fuerte a las riendas que poco faltó para que la criatura quedara sentada sobre sus ancas.

—Usted perdone —dije—, no le había visto.

—No se podía esperar que me viera —replicó con educación el individuo mientras se aproximaba al costado de la carreta—; y el ruido del desfiladero impidió que yo le oyera.

Aunque habían pasado cinco años, reconocí aquella voz enseguida. No me agradaba especialmente volver a oírla.

—Usted es el Dr. Dorrimore ¿verdad? —pregunté.

—Exacto; y usted es mi buen amigo Mr. Manrich. Me alegra muchísimo verle —añadió esbozando una sonrisa—, sobre todo porque vamos en la misma dirección y, como es natural, espero que me invite a ir con usted en la carreta.

—Cosa que yo le ofrezco de todo corazón.

Lo que no era verdad en absoluto.


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Secreto del Barranco de Macarger

Ambrose Bierce


Cuento


Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera, porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas; durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que, cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de éste.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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