Textos por orden alfabético inverso de Ambrose Bierce no disponibles | pág. 4

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El Pastor Haíta

Ambrose Bierce


Cuento


A pesar de los años y la experiencia, Haíta conservaba las ilusiones de la juventud. Sus pensamientos eran puros y amables porque su vida era sencilla y en su alma no cabía la ambición. Se levantaba al amanecer e iba a rezar al santuario de Hastur, el dios de los pastores, que lo escuchaba complacido. Después de cumplir este rito piadoso, Haíta abría la puerta del corral y con el corazón alegre sacaba a pacer a su rebaño, mientras comía una ración de queso y de torta de avena, deteniéndose, a veces, para recoger algunas fresas húmedas de rocío, o para abrevar su sed en el agua de los manantiales que bajaban de las colinas, engrosaban el arroyo que atravesaba el valle e iban a perderse quién sabe dónde.

Durante el largo día de verano, mientras sus ovejas arrancaban el buen pasto que los dioses hicieron crecer para ellas, o yacían con las patas delanteras debajo del pecho, rumiando indolentemente, Haíta, recostado a la sombra de un árbol o sentado en una roca, tocaba en su flauta de cañas una música tan dulce que en ocasiones vislumbraba con el rabillo del ojo a las deidades menores del bosque que se incorporaban de entre los matorrales para oírlo, y se desvanecían en cuanto quería volverse para mirarlas. De esto —porque acaso pensaba si no llegaría a convertirse en una de sus propias ovejas— dedujo solemnemente que la felicidad viene cuando no se la busca, pero que jamás la vemos si andamos tras ella. Porque después de Hastur, que nunca le concedió la merced de mostrarse a sus ojos, lo que Haíta más valoraba era el amistoso interés de sus vecinos, los tímidos inmortales del bosque y del arroyo. Al anochecer, llevaba de vuelta su rebaño al corral, se aseguraba de que la tranquera estuviese bien cerrada y se retiraba a su gruta para descansar y soñar.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Monje y la Hija del Verdugo

Ambrose Bierce


Novela corta


I

El primer día de mayo del año de nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Ambrosio fueron mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau hasta el Monasterio de Berchtesgaden, en los alrededores de Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de ellos, ya que sólo tenía veintiún años.

Sabíamos que el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y montañosa, cubierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué podría ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de nuestro reverendo Superior.

Después de recibir la bendición y de rezar por última vez en la iglesia de nuestro Santo, cerramos nuestras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos nuestra marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto era largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el fondo el principio y fin de toda religión, y además una característica de la juventud, que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros corazones superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y diversos paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero con la hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo de la atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía como el Áureo Corazón del Salvador, del que brota luz y vida para la humanidad entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba, también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada criatura ensalzaba la gloria de Dios.


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88 págs. / 2 horas, 35 minutos / 142 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 277 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Hipnotizador

Ambrose Bierce


Cuento


Algunos de mis amigos, que saben por casualidad que a veces me entretengo con el hipnotismo, la lectura de la mente y fenómenos similares, suelen preguntarme si tengo un concepto claro de la naturaleza de los principios, cualesquiera que sean, que los sustentan. A esta pregunta respondo siempre que no los tengo, ni deseo tenerlos. No soy un investigador con la oreja pegada al ojo de la cerradura del taller de la Naturaleza, que trata con vulgar curiosidad de robarle los secretos del oficio. Los intereses de la ciencia tienen tan poca importancia para mí, como parece que los míos han tenido para la ciencia.

No hay duda de que los fenómenos en cuestión son bastante simples, y de ninguna manera trascienden nuestros poderes de comprensión si sabemos hallar la clave; pero por mi parte prefiero no hacerlo, porque soy de naturaleza singularmente romántica y obtengo más satisfacciones del misterio que del saber. Era corriente que se dijera de mí, cuando era un niño, que mis grandes ojos azules parecían haber sido hechos más para ser mirados que para mirar... tal era su ensoñadora belleza y, en mis frecuentes períodos de abstracción, su indiferencia por lo que sucedía. En esas circunstancias, el alma que yace tras ellos parecía —me aventuro a creerlo—, siempre más dedicada a alguna bella concepción que ha creado a su imagen, que preocupada por las leyes de la naturaleza y la estructura material de las cosas. Todo esto, por irrelevante y egoísta que parezca, está relacionado con la explicación de la escasa luz que soy capaz de arrojar sobre un tema que tanto ha ocupado mi atención y por el que existe una viva y general curiosidad. Sin duda otra persona, con mis poderes y oportunidades, ofrecería una explicación mucho mejor de la que presento simplemente como relato.


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4 págs. / 8 minutos / 93 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Guardián del Muerto

Ambrose Bierce


Cuento


I

En la llamada Costa Norte de San Francisco, en un cuarto de una casa desocupada, un cuarto de piso alto, yacía el cuerpo de un hombre tapado por una sábana. Serían las nueve de la noche. Una vela iluminaba el cuarto débilmente y las dos ventanas estaban cerradas, con las persianas bajas, a pesar del calor y de la costumbre de airear las habitaciones donde hay difuntos. Los únicos muebles eran un sillón, una mesita para leer que sostenía el candelero, y una larga mesa de cocina donde yacía el cuerpo del hombre. Poco antes, quizá, introdujeron los muebles y el cadáver. Un espectador habría observado que estaban libres de polvo, no así el piso del cuarto. Había telarañas en los ángulos de las paredes. Se delineaba el contorno del cuerpo bajo la sábana, hasta se insinuaban las facciones con esa extraña rigidez que suele atribuirse a las caras de los muertos, pero que en realidad es propia de todos aquellos consumidos por una enfermedad. Por el silencio que reinaba en el cuarto podía intuirse que no daba a la calle. Era un cuarto interior, sin más perspectiva que un alto peñasco. El edificio, en su parte de atrás, estaba construido sobre la pendiente de una colina. Cuando sonaron las nueve campanadas en el reloj de la iglesia —con tanto desgano, con tanta indiferencia al paso del tiempo que apenas podía uno comprender por qué se molestaban en marcar la hora— se abrió la única puerta del cuarto, entró un hombre y se acercó al cadáver. La puerta, como obedeciendo a un movimiento espontáneo, volvió a cerrarse tras él. Se oyó el chirrido de una llave que giraba con dificultad, se oyó el chasquido del cerrojo, se oyeron unos pasos que se alejaban por el corredor. Todo inducía a pensar que el hombre que había entrado en el cuarto era ya un prisionero. El hombre caminó hasta la mesa, se detuvo unos instantes mirando el cadáver; luego, encogiéndose levemente de hombros, fue hasta una de las ventanas y levantó la persiana.


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12 págs. / 21 minutos / 83 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Golpe de Gracia

Ambrose Bierce


Cuento


La lucha había sido dura e incesante. Todos los sentidos lo atestiguaban: hasta el gusto de la batalla flotaba en el aire. Pero ya había terminado; sólo quedaba auxiliar a los heridos y enterrar a los muertos...; "limpiar un poco", como decía el humorista del pelotón de sepultureros. Era bastante lo que había que limpiar. Hasta donde abarcaba la vista dentro del bosque, entre los árboles descuajados, veíanse restos de hombres y caballos, entre los que se movían los camilleros recogiendo y transportando a los pocos que daban señales de vida. La mayor parte de los heridos habían muerto desangrados, cuando hasta el derecho de atenderlos se hallaba en disputa. Los heridos tenían que esperar, reglamentaban las ordenanzas del ejército. La mejor manera de cuidarlos es ganar la batalla. Debe admitirse que la victoria es una indudable ventaja para un hombre que necesita atención médica, pero muchos no viven para sacarle partido.

Los muertos eran puestos en hilera, en grupos de quince o veinte, mientras se cavaban las fosas que habían de recibirlos. A algunos, que estaban demasiado lejos, se les enterraba donde habían caído. Nadie se esforzaba demasiado por identificarlos, aunque en la mayoría de los casos los pelotones de enterradores que espigaban en el mismo terreno que contribuyeran a segar anotaban los nombres de los muertos victoriosos. A las bajas enemigas, ya era bastante que las contaran. Aunque esto tenía su compensación, porque a muchos los contaban varias veces; de ahí que el total que aparecía en el comunicado del comandante vencedor denotaba más bien una esperanza que un resultado.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Funeral de John Mortonson

Ambrose Bierce


Cuento


John Mortonson se murió: su obituario había sido leído y él había dejado la escena.

El cuerpo descansaba en un fino ataúd de mahogany con una placa de cristal empotrada. Todos los ajustes para el funeral habían sido tan bien digitados que sin duda, si el difunto los hubiera sabido, de seguro que los hubiera aprobado. El rostro, como se podía ver a través del cristal, no tenía semblante de desagrado: perfilaba una tenue sonrisa, como si la muerte no le hubiera resultado dolorosa, no estando distorsionado más allá del poder reparador del funebrero. A las dos de la tarde los amigos fueron citados para rendir su último tributo de respeto a aquel quien no había tenido mayor necesidad de amigos y de respeto. Los miembros de su familia fueron pasando cada varios minutos a la capilla y lloraron sobre los restos plácidos bajo el cristal. Esto no fue bueno; no fue bueno para John Mortonson; pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía permanecen mudas.

A medida que las horas iban pasando, los amigos iban llegando y ofrecían consuelo a los parientes dolidos, quienes, como las circunstancias de la ocasión requerían, estaban solemnemente sentados alrededor de la habitación con un importante conocimiento de su importancia en la pompa fúnebre. Luego vino el ministro, y en tal oscura presencia las más mínimas luces se eclipsaron. Su entrada fue seguida por la de la viuda, cuyas lamentaciones llenaron la estancia. Ella se acercó a la capilla y luego de inclinar su rostro contra el frío cristal por un momento, fue gentilmente conducida hacia un asiento cercano al de su hija.


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Publicado el 7 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Entorno Conveniente

Ambrose Bierce


Cuento


LA NOCHE

Una noche de mediados de verano, el hijo de un granjero que vivía a unos veinte kilómetros de la ciudad de Cincinnati, cruzaba un bosque denso y oscuro siguiendo un camino de herradura. Se había desorientado mientras buscaba unas vacas perdidas, y cerca ya de la medianoche se encontraba muy lejos de su casa, en una zona con la que no estaba familiarizado. Pero era un joven valiente y, como conocía la dirección aproximada en la que se hallaba su casa, se metió en el bosque sin vacilar, guiado por las estrellas. Al encontrarse, el camino de herradura y observar que iba en la dirección correcta, lo siguió.

La noche era clara, pero en el bosque estaba todo muy oscuro. El muchacho se mantenía en el camino más por el sentido del tacto que por el de la vista. La verdad es que no era fácil perderse, pues los matorrales de ambos lados eran tan espesos que resultaban casi impenetrables. Se había introducido ya en el bosque unos dos kilómetros cuando se sorprendió al ver un débil rayo de luz que brillaba a través del follaje que bordeaba el camino por el lado izquierdo. Ver aquello le sorprendió e hizo que su corazón empezara a latir poderosamente.

—La casa del viejo Breede debe estar por aquí —dijo para sí mismo—. Éste debe ser el otro lado del camino por el que llegamos a ella desde nuestra casa. ¿Pero qué será esa luz encendida?


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Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Engendro Maldito

Ambrose Bierce


Cuento


I. NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Caso del Desfiladero de Coulter

Ambrose Bierce


Cuento


—¿Cree usted, coronel, que a su valiente Coulter le agradaría emplazar uno de sus cañones aquí? —preguntó el general.

No parecía que pudiera hablar en serio: aquél, verdaderamente, no parecía un lugar donde a ningún artillero, por valiente que fuera, le gustase colocar un cañón. El coronel pensó que posiblemente su jefe de división quería darle a entender, en tono de broma, que en una reciente conversación entre ellos se había exaltado demasiado el valor del capitán Coulter.

—Mi general —replicó, con entusiasmo—, a Coulter le gustaría emplazar un cañón en cualquier parte desde la que alcanzara a esa gente —con un gesto de la mano señaló en dirección al enemigo.

—Es el único lugar posible —afirmó el general.

Hablaba en serio, entonces.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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