Textos más populares esta semana de Ambrose Bierce | pág. 2

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autor: Ambrose Bierce


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Aceite de Perro

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Verano

Ambrose Bierce


Cuento


El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición —tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación—, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry Armstrong, se sentían razonablemente seguros.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Un Diagnóstico de Muerte

Ambrose Bierce


Cuento


―No soy tan supersticioso como algunos de sus médicos (hombres de ciencia, como a ustedes les gusta ser llamados) ―dijo Hawver, respondiendo a una acusación que no había sido expresada―. Algunos de ustedes (solo unos pocos, lo confieso) creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que no tienen la honestidad de llamar fantasmas. Tengo apenas una convicción de que en ocasiones los vivos son vistos donde no están, sino donde han estado, donde han vivido tanto tiempo, quizá tan intensamente, como para haber dejado su impresión en todo lo que les rodea. Sé, de hecho, que el medio ambiente puede ser tan afectado por la personalidad de uno para mostrar, mucho después, una imagen de la propia persona a los ojos de otro. Sin duda la personalidad que crea la impresión tiene que ser el tipo de personalidad adecuada, así como los ojos que lo perciben deben ser el tipo correcto de ojos: los míos, por ejemplo.

―Sí, el tipo correcto de ojos, que transportarían sensaciones al tipo equivocado de cerebro ―dijo, sonriendo, el doctor Frayley.

―Gracias; es agradable que se cumplan las expectativas de uno; esa es la respuesta que esperaba de su amabilidad.

―Discúlpeme. Pero dice usted que lo sabe. ¿Eso no es demasiado decir? Quizá no le molestará contarme cómo es que lo aprendió.

―Usted lo llamará una alucinación ―dijo Hawver―, pero no importa.

Y contó la historia:


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 277 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Dedo Medio del Pie Derecho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Es bien sabido que la vieja casa Manton está embrujada. En todo el distrito rural que la rodea, y aún en el pueblo de Marshall, a una milla de distancia, ninguna persona de mente imparcial tiene duda alguna de ello; la incredulidad se confina a aquellas personas opinionadas que serán llamadas "chiflados" tan pronto como esta útil palabra haya penetrado los terrenos intelectuales del Avance Marshall. La evidencia de que la casa está embrujada es de dos tipos: el testimonio de testigos desinteresados que tienen prueba ocular, y el de la casa misma. El primero puede ser ignorado y descartado con cualquiera de las diversas causas de objeción que pueden ser alegadas en su contra por quienes fingen ingenuidad, pero los hechos observables por todos son reales y convincentes.


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10 págs. / 18 minutos / 276 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Uno de Gemelos

Ambrose Bierce


Cuento


Una carta encontrada entre los papeles del difunto Mortimer Barr

Me preguntas si en mi experiencia como miembro de una pareja de gemelos he observado alguna vez algo que resulte inexplicable por las leyes naturales a las que estamos acostumbrados. Tú mismo juzgarás; tal vez no todos estemos acostumbrados a las mismas leyes de la naturaleza. Puede que tú conozcas algo que yo no sé, y que lo que para mí resulta inexplicable sea muy claro para ti.


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8 págs. / 14 minutos / 273 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Engendro Maldito

Ambrose Bierce


Cuento


I. NO SIEMPRE SE COME LO QUE ESTÁ SOBRE LA MESA

A la luz de una vela de sebo colocada en un extremo de una rústica mesa, un hombre leía algo escrito en un libro. Era un viejo libro de cuentas muy usado y, al parecer, su escritura no era demasiado legible porque a veces el hombre acercaba el libro a la vela para ver mejor. En esos momentos la mitad de la habitación quedaba en sombra y sólo era posible entrever unos rostros borrosos, los de los ocho hombres que estaban con el lector. Siete de ellos se hallaban sentados, inmóviles y en silencio, junto a las paredes de troncos rugosos y, dada la pequeñez del cuarto, a corta distancia de la mesa. De haber extendido un brazo, cualquiera de ellos habría rozado al octavo hombre que, tendido boca arriba sobre la mesa, con los brazos pegados a los costados, estaba parcialmente cubierto con una sábana. Era un muerto.

El hombre del libro leía en voz baja. Salvo el cadáver todos parecían esperar que algo ocurriera. Una serie de extraños ruidos de desolación nocturna penetraba por la abertura que hacía de ventana: el largo aullido innombrable de un coyote lejano; la incesante vibración de los insectos en los árboles; los gritos extraños de las aves nocturnas, tan diferentes del canto de los pájaros durante el día; el zumbido de los grandes escarabajos que vuelan desordenadamente, y todo ese coro indescifrable de leves sonidos que, cuando de golpe se interrumpe, creemos haber escuchado sólo a medias, con la sospecha de haber sido indiscretos. Pero nada de esto era advertido en aquella reunión; sus miembros, según se apreciaba en sus rostros hoscos con aquella débil luz, no parecían muy partidarios de fijar la atención en cosas superfluas.

Sin duda alguna eran hombres de los contornos, granjeros y leñadores.


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9 págs. / 17 minutos / 220 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Ojos de la Pantera

Ambrose Bierce


Cuento


UNO NO SIEMPRE SE CASA CUANDO ESTÁ LOCO

Un hombre y una mujer —la naturaleza había sido responsable del agrupamiento— se encontraban sobre un rústico asiento a última hora de la tarde. El hombre era de mediana edad, esbelto, atezado, tenía la expresión de un poeta y la tez de un pirata: era un hombre al que a nadie le importaría volver a mirar una segunda vez. La mujer era joven, rubia, llena de gracia, con algo en su figura y movimientos que sugería la palabra «ligereza». Iba vestida con un traje gris al que daban textura unas extrañas manchas marrones. Podía ser hermosa, pero no era fácil decirlo porque los ojos impedían que se prestara atención al resto del cuerpo: eran de color verde grisáceo, largos y estrechos, con una expresión que desafiaba todo análisis. De lo único que podía estar seguro uno es de que eran inquietantes. Cleopatra debió tener unos ojos semejantes.

El hombre y la mujer estaban conversando.

—Cierto —decía ella—. ¡Dios sabe que te amo! Pero casarme contigo… eso no. No puedo ni podré hacerlo.

—Irene, ya me has dicho eso muchas veces, pero siempre me has negado cualquier explicación. Tengo derecho a saber, a entender, a poner a prueba mi fortaleza si es que la tengo. Dame una razón.

—¿De por qué te amo?

Tras sus lágrimas y palidez, la mujer estaba sonriendo. Pero aquello no provocó sentido del humor alguno en el hombre.

—No; para eso no hay razones. Una razón para no casarte conmigo. Tengo derecho a saberlo. Debo saberlo. ¡Lo sabré!


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12 págs. / 21 minutos / 200 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Carrera Inconclusa

Ambrose Bierce


Cuento


James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta —no se recuerda su nombre—, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.

Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente —en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando— el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Monje y la Hija del Verdugo

Ambrose Bierce


Novela corta


I

El primer día de mayo del año de nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Ambrosio fueron mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau hasta el Monasterio de Berchtesgaden, en los alrededores de Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de ellos, ya que sólo tenía veintiún años.

Sabíamos que el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y montañosa, cubierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué podría ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de nuestro reverendo Superior.

Después de recibir la bendición y de rezar por última vez en la iglesia de nuestro Santo, cerramos nuestras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos nuestra marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto era largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el fondo el principio y fin de toda religión, y además una característica de la juventud, que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros corazones superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y diversos paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero con la hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo de la atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía como el Áureo Corazón del Salvador, del que brota luz y vida para la humanidad entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba, también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada criatura ensalzaba la gloria de Dios.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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