Textos por orden alfabético inverso de Anatole France | pág. 2

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autor: Anatole France


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El Señor Thomas

Anatole France


Cuento


Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac—Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Señor Bergeret en París

Anatole France


Novela


I

Mientras el señor Bergeret tomaba su frugal cena, tenía a sus pies a Riquet echado sobre un almohadón. El alma de Riquet era religiosa; tributaba al hombre honores divinos y juzgaba magnánimo y poderoso a su dueño; pero, sobre todo al verle sentado a la mesa, reconocía la magnanimidad y el poder soberanos del señor Bergeret, porque si bien todos los alimentos eran para él agradables y preciosos, en particular el alimento humano parecíale augusto. Veneraba el comedor como si fuera un templo, y la mesa del comedor, como un altar. Mientras comía su dueño, Riquet aguardaba inmóvil y silencioso a sus pies.

—¡Mire qué pollito tan bien cebado! —advirtió la anciana Angélica al dejar la fuente sobre la mesa.

—Hágame el favor de trincharlo —dijo el señor Bergeret, poco diestro en el manejo de las armas e incapaz de hacer las veces de escudero trinchante.

—Con mucho gusto —afirmó Angélica—; pero no es a las mujeres, sino a los hombres, a quienes corresponde trinchar las aves.

—Yo no sé trinchar.

—El señor debiera saber.


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168 págs. / 4 horas, 55 minutos / 378 visitas.

Publicado el 23 de febrero de 2019 por Edu Robsy.

El Pozo de Santa Clara

Anatole France


Cuento


Prólogo. El R. P. Adone Doni


Τὰ γὰρ φυσιχὰ, χαὶ τὰ ἠθιχὰ, ὰλλὰ χαὶ τὰ, μαθημτιχὰ, χαὶ τοὺς ἐγχυχλίουϛ λόγος, χαὶ περὶ, τεχνὦν πἆσαν εἶχεν ἐμπειρίαν.

(Laert. IX, 37).
 

Me encontraba en Siena, durante la primavera. Ocupado todo el día haciendo minuciosas investigaciones en los archivos de la ciudad, iba a pasearme por la tarde, después de comer, por el agreste camino del Monte Oliveto, donde a la hora del crepúsculo grandes bueyes blancos uncidos arrastraban, como en tiempos del viejo Evandro, un rústico carro de plenas ruedas. Las campanas de la ciudad plañían la muerte tranquila del día; y la púrpura de la tarde descendía con majestad melancólica sobre la baja cadena de las colinas. Cuando ya los negros escuadrones de las cornejas habían asaltado las murallas, un gavilán, solitario en el cielo de ópalo, giraba con las alas inmóviles sobre una encina aislada.

Y proseguía adelante, circundado del silencio, de la soledad y de los dulces terrores que se agigantaban ante mí. La marea de la noche envolvía insensiblemente el campo. La mirada infinita de las estrellas parpadeaba en el cielo. Y en las sombras, las moscas de luz hacían palpitar sobre los matorrales su luz amorosa.

Estas chispas animadas cubren por las noches de Mayo toda la campiña de Roma, de la Umbría y de la Toscana. Yo las había visto antaño sobre la vía Apia, en torno de la tumba de Cecilia Metela, donde hace dos mil años que vienen a danzar. Encontrábalas en la tierra de Santa Catalina y de la Pía, d’Tolomei, a las puertas de esta ciudad de Siena, dolorosa y amable. A todo lo largo de mi camino vibraban entre las hierbas y los arbustos, se rondaban, y en ocasiones, como respondiendo a la apelación del deseo, trazaban sobre el camino el arco inflamado de su vuelo.


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152 págs. / 4 horas, 27 minutos / 111 visitas.

Publicado el 12 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Olmo del Paseo

Anatole France


Novela


I

El salón gris perla, donde recibía las visitas el cardenal-arzobispo, estaba guarnecido con maderas talladas, y fue decorado en tiempo de Luis XV. Descansaban sobre los ángulos de la cornisa figuras de mujer entre varios trofeos. El espejo de la chimenea, rajado transversalmente, se hallaba cubierto, en su parte baja, por un terciopelo carmesí, sobre el que realzaba su blancura nivea una imagen de Nuestra Señora de Lourdes con su lucido manto azul. Suspendidos en las paredes veíanse retratos en colores de Pío IX y León XIII, bordados y esmaltes devotos en marcos de peluche grosella, recuerdos vaticanos o de piadosas damas. Había sobre las consolas, doradas, modelos en yeso de iglesias góticas o romanas; el cardenal-arzobispo era muy aficionado a las obras de arquitectura; se hubiera pasado la vida construyendo edificios. Del florón central colgaba una lucerna merovingia, cuyo dibujo era obra del señor Quatreberbe, arquitecto diocesano y caballero de la Orden de San Gregorio.

Monseñor, junto a la chimenea, recogiéndose la sotana para calentarse, dictaba una pastoral, mientras el padre Goulet su vicario, escribía sobre una mesa grande con incrustaciones de concha y de latón, al pie de un crucifijo de marfil: «Para que nada pueda turbar ni arrebatarnos los goces del Carmelo…».

Monseñor dictaba maquinalmente, sin mística unción. Hombre de menguada estatura, erguía su cabezota y su rostro envejecido; sus facciones eran vulgares, ordinarias; pero se advertía en ellas cierto imperio, una especie de superioridad, seguramente adquirida por el ansia y la costumbre de ser obedecido.

—«… los goces del Carmelo…». Continúe usted expresando sentimientos de concordia, respeto, cordura y sumisión a los poderes que rigen… Amóldese al espíritu, que ya conoce, de otras pastorales mías.


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Dominio público
151 págs. / 4 horas, 24 minutos / 380 visitas.

Publicado el 26 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

El Maniquí de Mimbre

Anatole France


Novela


I

En su estudio, ensordecido por el piano, donde sus hijas ejecutaban —pared por medio— ejercicios difíciles, el señor Bergeret, catedrático de Literatura de la Universidad, preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida. El estudio del señor Bergeret sólo tenía una ventana, de bastante anchura, que abarcaba casi todo un lienzo de pared, por la cual solía entrar más frío que luz, pues los postigos no ajustaban, y a poca distancia de las vidrieras se alzaba un muro muy alto.

Colocada junto a los cristales, recibía la mesa del señor Bergeret los apagados reflejos de una claridad avara y sórdida. Ciertamente, la estancia donde sutilizaba el catedrático sus agudos conceptos de humanista era un rincón deforme, o, mejor dicho, un doble rincón junto a la caja de la escalera, cuya monstruosa panza casi dividía el estudio en dos porciones angostas e irregulares. Oprimido por aquel incómodo saliente, oprobio de la geometría y del buen gusto, apenas encontró el señor Bergeret un plano que sirviera de apoyo a las tablas de pino donde ordenaba su biblioteca, sumergida en la oscuridad.

Junto a los cristales, el pobre señor escribía sus reflexiones, heladas por un filo de aire molesto; pero se sentía dichoso cada vez que, al entrar en su estudio, no encontraba las cuartillas en desorden o mutiladas y las plumas de acero abiertas de puntos. Era el rastro que solían dejar su esposa y sus hijas cuando anotaban sobre la mesa del catedrático la cuenta de la compra o la lista de la ropa sucia.

Y, por añadidura, la señora de Bergeret tenía guardado en el estudio el maniquí, chisme indispensable para confeccionar sus vestidos.

Tieso, en pie, imagen conyugal, el maniquí de mimbre rozaba las ediciones eruditas de Catulo y de Petronio.


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Dominio público
156 págs. / 4 horas, 33 minutos / 435 visitas.

Publicado el 25 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

El Huevo Rojo

Anatole France


Cuento


El doctor N. depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me dijo:

—Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y descompuesto señalándola con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella. Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La desgraciada, cuya voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario de policía requerido para constatar la muerte violenta, hizo esta reflexión: «He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una ahorcada».


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9 págs. / 16 minutos / 76 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Cristo del Océano

Anatole France


Cuento


Aquel año, muchos de los habitantes de Saint—Valery que habían salido a pescar, murieron ahogados en el mar. Se hallaron sus cuerpos arrojados por las olas a la playa junto a los despojos de sus barcas y, durante nueve días, por la ruta empinada que conduce a la iglesia, se vieron pasar los ataúdes transportados por los suyos y seguidos por las viudas llorosas, cubiertas con manto negro, como las mujeres de la Biblia. El patrón Jean Lenoël y su hijo Désiré fueron así colocados en la nave central, bajo la bóveda en la que ellos mismos habían colgado tiempo atrás, como ofrenda a Nuestra Señora, un barco con todos sus aparejos. Eran hombres justos y que temían a Dios. Y el señor Guillaume Truphème, párroco de Saint—Valery, después de haberles dado la absolución, dijo con una voz regada por las lágrimas:

—Jamás fueron sepultados en tierra sagrada, para esperar ahí el juicio de Dios, personas más honestas y mejores cristianos que Jean Lenoël y su hijo Désiré.

Y mientras las barcas con sus patrones perecían cerca de la costa, los grandes navíos naufragaban en alta mar, y no había día que el océano no devolviera algún despojo. Y sucedió que una mañana, unos chicos que trasladaban una barca vieron una figura flotando sobre el mar. Era la de Jesucristo, a tamaño natural, esculpida en madera resistente y si barnizar, que parecía una obra antigua. El buen Dios flotaba sobre el agua con los brazos extendidos. Los chicos lo sacaron a la orilla y lo llevaron a Saint—Valery. Tenía la frente ceñida por una corona de espinas; sus pies y sus manos estaban taladrados. Pero faltaban los clavos lo mismo que la cruz. Con los brazos aún abiertos para ofrecerse y bendecir, aparecía tal como lo habían visto José de Aritmatea y las santas mujeres en el momento de darle sepultura. Los chicos se lo entregaron al párroco Truphème que les dijo:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen de Silvestre Bonnard

Anatole France


Novela


I. El leño de Navidad

24 de diciembre de 1849.

Me había puesto las zapatillas y el batín. Enjugué mis ojos empañados por una lágrima que les arrancó el viento al cruzar el muelle.

Una lumbre llameante ardía en la chimenea de mi despacho; una tenue capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas, formaba floraciones semejantes a hojas de helechos, y ocultaba a mi vista el Sena, sus puentes y el Louvre de los Valois.

Acerqué al fuego mi sillón y mi mesita para ocupar junto a la lumbre el sitio que Hamílcar se dignaba dejarme. Hamílcar, hecho una bola, dormía cerca de los morillos sobre un almohadón de pluma con el hocico entre las patas; una respiración acompasada hacía oscilar su pelo abundante y suave; al sentirme entreabrió los ojos y mostró sus pupilas de ágata bajo sus párpados entornados que cerró en seguida como si pensara: «No es nadie: es mi amigo».

—¡Hamílcar! —le dije mientras estiraba las piernas—. ¡Hamílcar, príncipe soñoliento de la ciudad de los libros!; ¡guardián nocturno! Tú defiendes contra los viles roedores los manuscritos y los impresos que el viejo sabio adquirió gracias a un modesto peculio y a un celo infatigable. En esta biblioteca silenciosa protegida por tus virtudes militares duermes con el abandono de una sultana, porque reúnes en tu persona el aspecto formidable de un guerrero tártaro y la gracia apacible de una mujer de Oriente. Heroico y voluptuoso Hamílcar, duermes en espera de la hora en que los ratones bailarán a la claridad de la luna ante los Acta sanctorum de los doctos bolandistas.


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171 págs. / 5 horas / 589 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Asador de la Reina Pie de Oca

Anatole France


Novela


I

Tengo intención de relatar los hechos más singulares de mi vida. Los hay hermosos y extraños. Rememorándolos, yo mismo dudo si no los habré soñado. Conocí a un caballero gascón del que no puedo decir que fuera prudente, pues murió de forma lamentable, pero que pronunció una noche, en la isla de los Cisnes, palabras sublimes que he tenido la suerte de recordar y el cuidado de poner por escrito. Esas palabras se referían a la magia y a las ciencias ocultas, que hoy en día gozan de gran predicamento. No se habla de otra cosa que de Rosacruz. Por lo demás, no me jacto de merecer gran honor por esas revelaciones. Algunos dirán que lo he inventado todo y que ésa no es la verdadera doctrina; otros, que sólo he dicho lo que todo el mundo sabía. Confieso que no estoy muy instruido en la Cabala, pues mi maestro pereció al comienzo de mi iniciación. Pero lo poco que aprendí de su arte me hace suponer vehementemente que todo es ilusión, error y vanidad. Basta, por otra parre, que la magia sea contraria a la religión para que yo la rechace con todas mis fuerzas. Sin embargo, creo que debo explicarme sobre un punto de esta falsa ciencia para que no se me juzgue aún más ignorante de lo que soy. Sé que los cabalistas piensan generalmente que los Silfos, las Salamandras, los Elfos, los Gnomos y los Gnómidas nacen con un alma tan perecedera como su cuerpo y que adquieren la inmortalidad por sus relaciones con los magos. Mi cabalista, por el contrario, enseñaba que la vida eterna no puede ser otorgada por ninguna criatura, sea terrestre o aérea. Yo he seguido su opinión, sin pretender juzgarla.


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Publicado el 13 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

El Anillo de Amatista

Anatole France


Novela


I

La señora de Bergeret abandonó el hogar conyugal, conforme lo había decidido, y se retiró a casa de su madre, la señora viuda de Pouilly.

A última hora suponía ya más grato no marcharse, y a poquito que la instaran hubiera consentido en olvidar el pasado para seguir haciendo vida común con el señor Bergeret, su marido, quien ya solamente le inspiraba cierto desprecio por ser un marido burlado.

Estaba dispuesta a perdonar; pero no se lo permitía la estimación inflexible de que la sociedad la rodeaba. La señora de Dellion la hizo saber que juzgarían desfavorablemente una debilidad semejante; los salones de la capital mostráronse unánimes en este punto, y entre los tenderos también hubo una sola opinión: la señora de Bergeret debía retirarse a vivir con su familia. De este modo se interesaban por su virtud y al mismo tiempo se libraban de una persona indiscreta, grosera y comprometedora, cuya vulgaridad era reconocida hasta entre los más vulgares, y que molestaba mucho a todos. La hicieron comprender que su inmediata separación era un gesto gallardo.

—Hija mía, la admiro a usted —decía desde el fondo de su butaca la señora Dutilleul, viuda imperecedera de cuatro maridos, mujer terrible de la cual se había sospechado todo menos que hubiese amado, y que, sin embargo, era muy estimada.


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182 págs. / 5 horas, 20 minutos / 410 visitas.

Publicado el 25 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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