I
En su estudio,
ensordecido por el piano, donde sus hijas ejecutaban —pared por medio—
ejercicios difíciles, el señor Bergeret, catedrático de Literatura de la
Universidad, preparaba su lección acerca del octavo libro de la Eneida.
El estudio del señor Bergeret sólo tenía una ventana, de bastante
anchura, que abarcaba casi todo un lienzo de pared, por la cual solía
entrar más frío que luz, pues los postigos no ajustaban, y a poca
distancia de las vidrieras se alzaba un muro muy alto.
Colocada junto a los cristales, recibía la mesa del señor Bergeret
los apagados reflejos de una claridad avara y sórdida. Ciertamente, la
estancia donde sutilizaba el catedrático sus agudos conceptos de
humanista era un rincón deforme, o, mejor dicho, un doble rincón junto a
la caja de la escalera, cuya monstruosa panza casi dividía el estudio
en dos porciones angostas e irregulares. Oprimido por aquel incómodo
saliente, oprobio de la geometría y del buen gusto, apenas encontró el
señor Bergeret un plano que sirviera de apoyo a las tablas de pino donde
ordenaba su biblioteca, sumergida en la oscuridad.
Junto a los cristales, el pobre señor escribía sus reflexiones,
heladas por un filo de aire molesto; pero se sentía dichoso cada vez
que, al entrar en su estudio, no encontraba las cuartillas en desorden o
mutiladas y las plumas de acero abiertas de puntos. Era el rastro que
solían dejar su esposa y sus hijas cuando anotaban sobre la mesa del
catedrático la cuenta de la compra o la lista de la ropa sucia.
Y, por añadidura, la señora de Bergeret tenía guardado en el
estudio el maniquí, chisme indispensable para confeccionar sus vestidos.
Tieso, en pie, imagen conyugal, el maniquí de mimbre rozaba las ediciones eruditas de Catulo y de Petronio.
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