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El Cristo del Océano

Anatole France


Cuento


Aquel año, muchos de los habitantes de Saint—Valery que habían salido a pescar, murieron ahogados en el mar. Se hallaron sus cuerpos arrojados por las olas a la playa junto a los despojos de sus barcas y, durante nueve días, por la ruta empinada que conduce a la iglesia, se vieron pasar los ataúdes transportados por los suyos y seguidos por las viudas llorosas, cubiertas con manto negro, como las mujeres de la Biblia. El patrón Jean Lenoël y su hijo Désiré fueron así colocados en la nave central, bajo la bóveda en la que ellos mismos habían colgado tiempo atrás, como ofrenda a Nuestra Señora, un barco con todos sus aparejos. Eran hombres justos y que temían a Dios. Y el señor Guillaume Truphème, párroco de Saint—Valery, después de haberles dado la absolución, dijo con una voz regada por las lágrimas:

—Jamás fueron sepultados en tierra sagrada, para esperar ahí el juicio de Dios, personas más honestas y mejores cristianos que Jean Lenoël y su hijo Désiré.

Y mientras las barcas con sus patrones perecían cerca de la costa, los grandes navíos naufragaban en alta mar, y no había día que el océano no devolviera algún despojo. Y sucedió que una mañana, unos chicos que trasladaban una barca vieron una figura flotando sobre el mar. Era la de Jesucristo, a tamaño natural, esculpida en madera resistente y si barnizar, que parecía una obra antigua. El buen Dios flotaba sobre el agua con los brazos extendidos. Los chicos lo sacaron a la orilla y lo llevaron a Saint—Valery. Tenía la frente ceñida por una corona de espinas; sus pies y sus manos estaban taladrados. Pero faltaban los clavos lo mismo que la cruz. Con los brazos aún abiertos para ofrecerse y bendecir, aparecía tal como lo habían visto José de Aritmatea y las santas mujeres en el momento de darle sepultura. Los chicos se lo entregaron al párroco Truphème que les dijo:


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Huevo Rojo

Anatole France


Cuento


El doctor N. depositó su taza de café sobre la chimenea, arrojó su cigarro al fuego y me dijo:

—Querido amigo, hace tiempo contó usted el extraño suicidio de una mujer atormentada por el terror y los remordimientos. Su naturaleza era fina y su cultura exquisita. Sospechosa de complicidad en un crimen del que había sido testigo mudo, desesperada por su irreparable cobardía, agitada por continuas pesadillas en las que veía a su marido muerto y descompuesto señalándola con el dedo a los curiosos magistrados, era la víctima inerte de su exacerbada sensibilidad. En este estado, una circunstancia insignificante y fortuita decidió su suerte. Su sobrino pequeño vivía con ella. Una mañana, como de costumbre, estaba haciendo sus deberes en el comedor. Ella estaba presente. El chiquillo se puso a traducir palabra por palabra unos versos de Sófocles. Iba pronunciando en voz alta los términos griegos y franceses a medida que los iba escribiendo: «La cabeza divina de Yocasta está muerta… arrancándose la cabellera, llama a Laïs muerto… vimos a la mujer ahorcada». Hizo una rúbrica con tal fuerza que agujereó el papel, sacó la lengua manchada de tinta y luego cantó: «Ahorcada, ahorcada, ahorcada». La desgraciada, cuya voluntad estaba destruida, obedeció sin defensa a la sugestión de la palabra que había escuchado por tres veces. Se levantó, sin voz, sin mirada, y entró en su habitación. Varias horas después, el comisario de policía requerido para constatar la muerte violenta, hizo esta reflexión: «He visto a bastantes mujeres suicidadas, pero es la primera vez que veo a una ahorcada».


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Dioses tienen Sed

Anatole France


Novela


I

Évariste Gamelin, pintor, discípulo de David, miembro de la Sección de Pont Neuf hasta entonces llamada «de Henri IV», fue muy de mañana a la antigua iglesia de los Barnabitas, que servía desde el 21 de mayo de 1790 —tres años atrás— de residencia a la Asamblea general de la Sección. La iglesia se alzaba en una plaza sombría y angosta, junto a la verja de la Audiencia; en su fachada, compuesta de dos órdenes clásicos, entristecida por la pesadumbre del tiempo y por las injurias de los hombres, habían sido mutilados los emblemas religiosos, y sobre la puerta estaba escrita con letras negruzcas la divisa republicana: LIBERTAD - IGUALDAD - FRATERNIDAD - O LA MUERTE. Évariste Gamelin entró en la nave; las bóvedas en donde habían resonado las voces de los clérigos de la Congregación de San Pablo, revestidos con los roquetes para loar al Señor, cobijaban a los patriotas con gorro frigio convocados para elegir a los magistrados municipales y deliberar acerca de los asuntos de la Sección. Las imágenes de los santos habían sido arrojadas de sus hornacinas, donde las reemplazaron los bustos de Bruto, de Jean-Jacques Rousseau y de Le Pelletier. La mesa de los Derechos del Hombre ocupaba el sitio del altar desmantelado.


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Publicado el 26 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Robo Doméstico

Anatole France


Cuento


Hace unos diez años, quizá más, quizá menos, visité una cárcel de mujeres. Era un antiguo palacio construido en tiempos de Enrique IV cuyos altos tejados de pizarra dominaban una sombría pequeña ciudad del Mediodía, a orillas de un río. El director de esta cárcel estaba próximo a la edad de la jubilación. Tenía ideas propias y sentimientos humanos. No se hacía ilusiones respecto a la moralidad de sus trescientas internas, pero no consideraba que estuviera muy por debajo de la moralidad de trescientas mujeres tomadas al azar en cualquier ciudad.

—Aquí hay de todo, como en todas partes —parecía decirme con su mirada dulce y fatigada.

Cuando cruzamos el patio, una larga fila de internas acababa su paseo silencioso y regresaba a los talleres. Había muchas viejas, con aspecto bruto y solapado. Mi amigo, el doctor Cabane, que nos acompañaba, me hizo observar que casi todas aquellas mujeres tenían alguna tara característica, que el estrabismo era frecuente entre ellas, que eran unas degeneradas y que había muy pocas que no estuvieran marcadas por los estigmas del crimen, o al menos, del delito. El director sacudió lentamente la cabeza. Vi que no compartía las teorías de los médicos criminalistas y que seguía persuadido de que en nuestra sociedad los culpables no son siempre muy diferentes de los inocentes.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Asador de la Reina Pie de Oca

Anatole France


Novela


I

Tengo intención de relatar los hechos más singulares de mi vida. Los hay hermosos y extraños. Rememorándolos, yo mismo dudo si no los habré soñado. Conocí a un caballero gascón del que no puedo decir que fuera prudente, pues murió de forma lamentable, pero que pronunció una noche, en la isla de los Cisnes, palabras sublimes que he tenido la suerte de recordar y el cuidado de poner por escrito. Esas palabras se referían a la magia y a las ciencias ocultas, que hoy en día gozan de gran predicamento. No se habla de otra cosa que de Rosacruz. Por lo demás, no me jacto de merecer gran honor por esas revelaciones. Algunos dirán que lo he inventado todo y que ésa no es la verdadera doctrina; otros, que sólo he dicho lo que todo el mundo sabía. Confieso que no estoy muy instruido en la Cabala, pues mi maestro pereció al comienzo de mi iniciación. Pero lo poco que aprendí de su arte me hace suponer vehementemente que todo es ilusión, error y vanidad. Basta, por otra parre, que la magia sea contraria a la religión para que yo la rechace con todas mis fuerzas. Sin embargo, creo que debo explicarme sobre un punto de esta falsa ciencia para que no se me juzgue aún más ignorante de lo que soy. Sé que los cabalistas piensan generalmente que los Silfos, las Salamandras, los Elfos, los Gnomos y los Gnómidas nacen con un alma tan perecedera como su cuerpo y que adquieren la inmortalidad por sus relaciones con los magos. Mi cabalista, por el contrario, enseñaba que la vida eterna no puede ser otorgada por ninguna criatura, sea terrestre o aérea. Yo he seguido su opinión, sin pretender juzgarla.


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Publicado el 13 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

El Señor Thomas

Anatole France


Cuento


Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac—Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Misa de las Sombras

Anatole France


Cuento


He aquí lo que el sacristán de la iglesia de Santa Eulalia, en Neuville—d'Aumont, me contó bajo el emparrado del Cheval—Blanc, una hermosa velada veraniega, mientras nos bebíamos una botella de vino añejo a la salud de un muerto muy acomodado, que aquella misma mañana había llevado con honor al cementerio, bajo un paño sembrado de lágrimas de plata:

«Mi difunto padre (es el sacristán el que narra) ejerció el oficio de sepulturero. Era de espíritu agradable, sin duda como consecuencia de su oficio, pues se ha demostrado que las personas que trabajan en los cementerios son de carácter jovial. Yo que le estoy hablando, señor, entro en un cementerio por la noche tan tranquilo como bajo el cenador del Cheval—Blanc. Y si, por casualidad, me encuentro por la noche con un aparecido, no me inquieto, pues pienso que debe ir a sus asuntos lo mismo que yo voy a los míos. Conozco las costumbres de los muertos y su carácter. Sé a ese respecto cosas que ni los mismos curas saben. Y si le contara todo lo que he visto, se quedaría bastante sorprendido. Pero todas las verdades no se deben contar y mi padre, al que sin embargo le gustaba contar historias, no reveló ni la vigésima parte de lo que sabía. En cambio, repetía con frecuencia los mismos relatos y, en mi opinión, narró lo menos cien veces la aventura de Catherine Fontaine.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Rebelión de los Ángeles

Anatole France


Novela


Capítulo I

Que contiene en pocas líneas la historia de una familia francesa, desde 1879 hasta nuestros días.

El hotel D’Esparvieu yergue sus tres pisos austeros a la sombra de San Sulpicio, entre un patio verde y musgoso y un jardín de vez en cuando estrechado por las edificaciones cada vez más elevadas y más próximas, en el cual dos añosos castaños alzan aún sus copas marchitas. Allí vivió, desde 1825 a 1857, Alejandro Bussart D’Esparvieu, que dio lustre a su familia y fue vicepresidente del Consejo de Estado con el Gobierno de julio, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, y autor del Estudio acerca de las instituciones civiles y religiosas de los pueblos, en tres volúmenes en octavo; obra que, por desgracia, quedó sin terminar.

Este eminente teórico de la monarquía liberal dejó por heredero de su sangre, de su fortuna y de su gloria, a Fulgencio Adolfo Bussart D’Esparvieu, senador bajo el segundo Imperio quien acrecentó considerablemente su patrimonio con la compra de terrenos que más adelante serían cruzados por la avenida de la Emperatriz, y pronunció un discurso notable en defensa del poder temporal de los Papas.

Fulgencio tuvo tres hijos: el mayor, Marcos Alejandro, que ingresó en el Ejército y llegó a general, hablaba bien; segundo, Cayetano que no reveló ninguna especial aptitud, solía vivir en el campo, domaba potros, iba de caza o se entretenía con los pinceles y con la música; el último, Renato que desde su infancia fue inducido a seguir la carrera de la Magistratura presentó la dimisión de su cargo para librarse de aplicar los decretos de Ferry acerca de las Congregaciones y cuando más adelante vio renacer bajo la presidencia de Falliéres los tiempos de Decio y de Diocleciano, puso toda su ciencia y su actividad al servicio de la Iglesia perseguida.


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Publicado el 3 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Reseda del Párroco

Anatole France


Cuento


Dedicado a Jules Lemaître


En un pueblo del Bocage conocí hace años a un piadoso párroco que se negaba cualquier tipo de sensualidad, practicaba con gozo la renuncia y no conocía más alegría que la del sacrificio. Cultivaba en su jardín árboles frutales, hortalizas y plantas medicinales. Pero, temiendo la belleza incluso en las flores, no quería que hubiera en él ni rosas ni jazmines. Sólo se permitía la inocente vanidad de algunos pies de reseda cuyos retorcidos tallos, tan humildemente floridos, no atraían sus miradas cuando leía el breviario por entre los cuadrados de coles, bajo el cielo del buen Dios.

El santo hombre desconfiaba tan poco de su reseda que, con frecuencia, al pasar, arrancaba una ramita y la olía prolongadamente. Esta planta no pide sino que la dejen crecer. Una rama cortada hace renacer otras cuatro. Hasta tal extremo que, con la ayuda del diablo, la reseda del párroco llegó a cubrir una amplia zona del jardín. Invadía parte de la vereda y cuando éste pasaba, enganchaba la sotana del buen sacerdote que, distraído por la planta, interrumpía veinte veces por hora su lectura o su oración. Desde la primavera hasta el otoño, todo el presbiterio estaba perfumado por la reseda.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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