Había baile de máscaras en el club.
Dieron las doce de la noche. Algunos intelectuales no disfrazados
estaban sentados en la biblioteca, alrededor de una gran mesa, leyendo
la prensa. Muchos de ellos parecían dormidos sobre los periódicos. En la
biblioteca reinaba un silencio profundo.
Del gran salón llegaban los sonidos de la música. Pasaban por el corredor, de vez en cuando, criados con bandejas y botellas.
—¡Aquí estaremos mejor!—tronó, de pronto, tras la puerta de la
biblioteca, una voz muy sonora—. ¡Venid, hijas mías, no tengáis miedo!
La puerta se abrió, y un hombre ancho de espaldas en extremo, hizo su
aparición. Su rostro estaba oculto bajo un antifaz. Iba vestido de
cochero y tocado con un sombrero de plumas de pavo.
Aparecieron tras él dos señoras, también enmascaradas, y un mozo con
una bandeja. Sobre la bandeja se veían una gran botella de licor,
algunas botellas de vino tinto y cuatro vasos.
—¡Aquí estaremos muy bien! —dijo el enmascarado—. Pon la bandeja en
la mesa. Siéntense ustedes, señoras, se lo suplico. Estarán ustedes como
en su casa.
Luego, dirigiéndose a los intelectuales sentados en torno de la mesa, añadió:
—Ustedes, señores, por su parte, hágannos un poco de sitio. ¿Y sobre todo, nada de cumplidos!
Con un movimiento brusco tiró al suelo varios periódicos.
—¡Eh! Pon aquí la bandeja. Señores lectores, ruego a ustedes que se
aparten un poco. No es este el momento de leer los periódicos ni de
dedicarse a la política. ¡Pero dense ustedes prisa!
—¡Le ruego a usted que no haga ruido!—dijo un intelectual, mirando al
hombre enmascarado por encima de sus lentes—. Esto es la biblioteca y
no el «bufet».
Se ha equivocado usted de puerta.
—¡Calla! ¿Usted piensa que no se puede beber aquí? ¿Quiere usted
decirme por qué? La mesa se me antoja bastante fuerte... En fin, no
tengo tiempo de discutir.
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