Textos por orden alfabético inverso de Antón Chéjov publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 2

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autor: Antón Chéjov editor: Edu Robsy textos disponibles


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Un Drama

Antón Chéjov


Cuento


—Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!

—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, sí!... Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo... , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de mí... Soy, la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo..., he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.

—Sí, sí... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 205 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Conflicto

Antón Chéjov


Cuento


Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.

Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.

Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.

En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.

—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.

Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.

—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.

—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!

El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:

—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.


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6 págs. / 10 minutos / 290 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Un Casamiento por Interés

Antón Chéjov


Cuento


Tomo primero

En la casa de la viuda de Musurin celébrase un banquete de boda.

Veintitrés comensales; ocho de ellos no comen nada, dormitan y aseguran que están «mareados». Las velas, el quinqué y el candelabro cojo, alquilado en la hospedería vecina, resplandecen tanto, que uno de los convidados—el telegrafista—guiña los ojos y habla melindrosamente de la electricidad, profetizando el dominio de este último sistema de alumbrado: «A la electricidad en general le está reservado un gran porvenir.» Pero los comensales le escuchan con cierto desdén.

—La electricidad... —murmura el padrino, fijando sus miradas aturdidas en su plato—la electricidad, o sea el alumbrado eléctrico, no es, a mi sentir, mas que una trampa. Meten allí un carboncillo y se creen que la gente es tonta. ¡No, amigo; dame lumbre que no sea un carboncillo, sino algo substancioso, ardiente, que arda! Dame fuego, ¿comprendes? ¡Fuego verdadero!, no imaginario.

—Si usted viera de qué está compuesta una batería eléctrica—contesta el telegrafista, dándose tono—hablaría usted de otro modo.

—No tengo ningún deseo de verla... ¡estafadores que sois!... ¡Engañáis a la gente sencilla! ¡Os conozco! Y usted, joven, señor don..., no tengo el honor de saber su nombre y apellido, en lugar de hablar en favor de esas engañifas, beba usted e invite a los demás a que beban...

—Soy completamente de su opinión, padrino—interviene con voz de falsete el novio, Aplombof, joven de cuello largo y cabellos en punta—. ¿Para qué entablar estas conversaciones científicas? No me disgusta a mí tampoco hablar de inventos nuevos; pero en otra ocasión y otro lugar. ¿Qué te parece, machère?—prosigue, volviéndose a la novia.

La novia, Dachenka, que tiene marcadas en sus facciones todas las cualidades menos una, la facultad de pensar, ruborízase y balbucea:


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 424 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Buen Fin

Antón Chéjov


Cuento


En casa del jefe de conductores Stichkin, en uno de sus días libres, está sentada Liubof Grigorievna, señora alta y gruesa, como de cuarenta años, que tiene varias ocupaciones y entre ellas la de arreglar casamientos. Stichkin, algo confuso, pero, a pesar de esto, serio y grave como siempre, pasea a lo largo de la habitación con un cigarro en la boca, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerla. Un amigo me ha hablado de usted desde el punto de vista de la ayuda que puede usted prestarme en un asunto delicado, asunto del cual depende la felicidad de mi vida. Yo, señora mía, tengo cincuenta y dos años. Hay gentes que a esta edad son padres de hijos mayores. Ejerzo un buen empleo. No poseo gran fortuna, pero sí lo bastante para sostener una familia. Le confieso que, además de mi sueldo, tengo en el Banco dinero que ahorré gracias a mi vida morigerada y sobria. Soy un hombre tranquilo, serio; no soy bebedor; me gusta el orden, y mi vida puede servir de modelo a muchos. Lo único que me falta es un hogar y una compañera fiel. Llevo una vida de gitano, sin alegrías, sin tener nadie que me dé un consejo. Cuando estoy enfermo, no tengo quien me dé un vaso de agua... Le diré también que en sociedad un hombre casado tiene más importancia que un soltero... Soy hombre culto; pero, con todo, ¿qué represento? Nada. Por lo dicho notará usted que me animan deseos de contraer matrimonio con una persona digna.

—Esto es perfectamente natural—suspiró la casamentera.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 76 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Asesinato

Antón Chéjov


Cuento


Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea:

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...»

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.

Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.

«Duerme, niño bonito...», balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 1.202 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Acontecimiento

Antón Chéjov


Cuento


Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.

Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.

Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.

En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.

—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.

Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.

—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.

—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!

El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:

—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 213 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

¡Silencio!

Antón Chéjov


Cuento


Ivan Egericg Krasnujin, periodista mediocre, vuelve a casa de mal humor, grave y pensativo. Al verle, se diría que espera la visita de los gendarmes o que ha pensado suicidarse.

Es más de media noche.

Krasnujin se pasea largo rato a través de la estancia, se detiene luego y pronuncia, con tono trágico, el monólogo siguiente:

—Estoy deshecho, mi alma está fatigada, mi cerebro está lleno de ideas negras; pero, con todo, cueste lo que cueste, tengo que escribir. ¡Y esto se llama vida! Nadie ha descrito aún el estado de alma de un escritor que debe divertir al vulgo, cuando tiene ganas de llorar, o compungirle, cuando tiene ganas de reír. El público me exige que sea frívolo, ingenioso, indiferente. Pero, ¿y si no puedo serlo? Supongamos que estoy enfermo, que mi hijo se ha muerto, que mi mujer está de parto, no importa, estoy obligado a divertir al publico...

Luego, se dirige al dormitorio y despierta a su mujer.

—Nadia— dice—, voy a escribir. Que nadie me moleste. Es imposible escribir cuando los niños lloran o ronca la criada. Además necesito té y un bisté o cualquier otra cosa; pero, sobre todo, té; ya sabes que sin té no puedo escribir. Es lo único que me estimula, que me entona.

De nuevo en su gabinete, se quita la americana, el chaleco y las botas con extremada lentitud. Luego con expresión de inocencia ultrajada, se sienta ante su mesa de trabajo. Cuanto hay sobre ella, hasta la más insignificante bagatela está dispuesto, con arreglo a un plan preconcebido, en el mayor orden. Se ven allí pequeños bustos y retratos de escritores insignes, un montón de borradores, un volumen abierto, de Tolstoi, un hueso humano que sirve de cenicero, un periódico colocado de modo que se vea la inscripción que Krasnujin ha hecho en él con lápiz azul, y que consiste en dos palabras: «|Qué vileza!»


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 274 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

¡Qué Público!

Antón Chéjov


Cuento


—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...

Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.

—¡Los billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.

Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.

—¡El billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.

—¡El billete!

El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con impaciencia:

—¡El billete!

El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.

—¿Qué? ¿Quién?

—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!

—¡Dios mío! —gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.

Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.

—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?


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3 págs. / 6 minutos / 118 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Prichibeyev

Antón Chéjov


Cuento


—Suboficial Prichibeyev! Está usted acusado de haber ultrajado, el 3 de septiembre, de palabra y obra, al policía Sigin, al burgomaestre Aliapov, a sus ayudantes Efimov, Ivanov, Gavrilov y a seis campesinos. A los primeros les ultrajó usted cuando estaban cumpliendo su deber oficial. ¿Se reconoce usted culpable?

Prichibeyev adopta una actitud marcial, como si se encontrase ante un general, y responde con ronca voz, silabeando cada palabra:

—Señor juez, permítame usted que se lo explique todo, pues no hay asunto que no pueda ser considerado desde diferentes puntos de vista. No soy yo el culpable, sino los otros, y a ellos es a quien hay que condenar. Ya lo verá usted cuando yo tenga el honor de exponerle el asunto detalladamente. Todo ha sucedido a causa de un cadáver. Antes de ayer yo me paseaba, muy tranquilo, con Anfisa, mi mujer. De pronto veo, junto al río, una aglomeración. «Por qué tanta gente reunida?— pregunté—. ¿Con qué derecho? ¿Acaso la ley autoriza las aglomeraciones?» Y empecé a dispersar a la gente. «¡Circulen! ¡Circulen!»— grité—. Además, ordené al centurión que dispersase a la multitud.

—Pero usted no tiene ningún derecho—le hace observar el juez—. Usted no es ni burgomaestre, ni policía, y no es de su incumbencia dispersar a la muchedumbre.

—¡Claro que no es de su incumbencia!—se oye gritar por toda la sala—. Estamos de él hasta la coronilla, señor juez. Hace quince años que no nos deja tranquilos. ¡No podemos más! Nos hace la vida imposible desde que está en la aldea, de vuelta de servicio militar.


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4 págs. / 7 minutos / 109 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Medidas Preventivas

Antón Chéjov


Cuento


Trátase de una pequeña capital de distrito, que, según la expresión del celador de la cárcel, no se encuentra ni con telescopio en los mapas. Todo está silencioso y tranquilo bajo el sol ardiente del mediodía.

Desde el Ayuntamiento, y hacia la fila de tiendas del mercado, se dirige lentamente la comisión sanitaria compuesta del médico, del inspector de Policía, de dos procuradores del Ayuntamiento y de un diputado comercial. Detrás de ellos caminan respetuosamente los municipales... La ruta de la comisión, como la del infierno, está sembrada de buenos propósitos; los señores sanitarios andan hablando de la sociedad, de los malos olores, de medidas preventivas y de otras materias semejantes, propias del tiempo del cólera. Las conversaciones son tan instructivas, que el inspector de Policía se entusiasma y, volviéndose hacia los otros, declara:

—Así es como tendríamos que reunirnos y discutir las cuestiones de interés público con más frecuencia. Además, da gusto; se siente uno en sociedad, en vez de dedicarnos al chismorreo y a las querellas. ¿No le parece justo lo que digo?

—¿Por quién vamos a empezar?—pregunta el diputado comercial volviéndose hacia el médico y hablando con un aire de verdugo escogiendo su víctima—. ¿No le parece conveniente ir primeramente a la tienda de Ocheinikef? Es un bribón..., y además es hora que le llamemos al orden. El otro día me trajeron de su tienda sémola que estaba llena de... ustedes dispensarán, de inmundicias de ratones... Mi esposa no se atrevió a comerla.

—¿Por qué no? Si quiere usted ir a la tienda de Ocheinikef, que sea así—replica el médico con indiferencia.

Los señores de la comisión entran en la tienda de «te, café, azúcar y otros comestibles, de A. M. Ocheinikef», y, sin gastar más palabras, empiezan la inspección.


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4 págs. / 7 minutos / 66 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

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