En el club social de la ciudad de X se celebraba, con
fines benéficos, un baile de máscaras o, como le llamaban las señoritas de la
localidad, "un baile de parejas".
Era ya
medianoche. Unos cuantos intelectuales sin antifaz, que no bailaban —en total
eran cinco—, estaban sentados en la sala de lectura, alrededor de una gran mesa,
y ocultas sus narices y barbas detrás del periódico, leían, dormitaban o, según
la expresión del cronista local de los periódicos de la capital, meditaban.
Desde el salón del baile llegaban los sones de una
contradanza. Por delante de la puerta corrían en un ir y venir incesante los
camareros, pisando con fuerza; mas en la sala de lectura reinaba un profundo
silencio.
—Creo que aquí estaremos más cómodos —se oyó de pronto
una voz de bajo, que parecía salir de una caverna. ¡Por acá, muchachas, vengan
acá!
La puerta se abrió y al salón de lectura penetró un
hombre ancho y robusto, disfrazado de cochero, con el sombrero adornado de
plumas de pavo real y con antifaz puesto. Le seguían dos damas, también con
antifaz, y un camarero, que llevaba una bandeja con unas botellas de vino tinto,
otra de licor y varios vasos.
—¡Aquí estaremos muy frescos! —dijo el individuo
robusto—. Pon la bandeja sobre la mesa... Siéntense, damiselas. ¡Ye vu pri a la
trimontran! Y ustedes, señores, hagan sitio. No tienen por qué ocupar la mesa.
El individuo se tambaleó y con una mano tiró al suelo
varias revistas.
—¡Pon la bandeja acá! Vamos, señores lectores,
apártense. Basta de periódicos y de política.
—Le agradecería a usted que no armase tanto alboroto
—dijo uno de los intelectuales, mirando al disfrazado por encima de sus gafas—.
Estamos en la sala de lectura y no en un buffet... No es un lugar para beber.
Información texto 'La Máscara'