Los Extraviados
Antón Chéjov
Cuento
Es un lugar de veraneo. La obscuridad, completa; el campanario de la iglesia marca la una de la noche.
Cosiaokin y Lapkin, ambos algo titubeantes, pero de muy buen humor, salen del bosque y se dirigen hacia las casitas.
—¡Gracias a Dios que hemos llegado! —dice Cosiaokin—; es una hazaña venir andando los cinco kilómetros desde la estación, y en nuestro estado. Me encuentro rendido..., y como si fuera hecho expresamente, no hay ni un solo coche.
—¡Amigo Pedro! No puedo más...; si dentro de cinco minutos no estoy en la cama me muero...
—¡En la cama! ¡Ni pensarlo! Cenaremos, beberemos una botella de vino tinto, y luego a dormir. No te permitiremos ni Verotchka ni yo que te acuestes antes. ¡No sabes tú, amigo mío, la felicidad que experimenta uno con estar casado! Tú no la comprendes; tú tienes un alma de solterón. Mira: ahora llegaré yo extenuado, rendido...; mi mujercita saldrá a recibirme; la comida estará preparada, el té listo... Para compensarme de mi labor dirigirá sobre mí sus ojitos negros con tanta afabilidad y cariño que lo olvidaré todo: mi cansancio, el robo con fractura, el Tribunal de casación, la Sala de la Audiencia... ¡Una gloria! ¡Una delicia!
—Es que no puedo tirar más de mi cuerpo; mis piernas se doblan. ¡Tengo una sed!...
—Nada; ya hemos llegado; henos en casa.
Los amigos se acercan a una de las casitas y se detienen frente a la ventana.
—Es una casita bonita —dice Cosiaokin —; mañana verás qué hermosas vistas tiene. Pero las ventanas están obscuras... Verotchka se habrá cansado de esperar, y se habrá acostado; no duerme, hallaráse inquieta por mi tardanza (empuja la ventana con su bastón y la abre); pero qué valiente es: se acuesta sin cerrar la ventana.
Quítase el abrigo y lo echa dentro de la estancia, lo propio que su carpeta.
Dominio público
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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.