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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento textos disponibles


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Los Campesinos

Antón Chéjov


Cuento


I

El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev habia enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su muijer, y ya no le quedaba nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. "Está uno mejor en su casa—se dijo—, y vive con más economía, y por algo dice el proverbio que hasta las paredes le ayudan."

Llegó a su casa—en Jukov— al obscurecer. Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los iconos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.

¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un gato blanco.

Sacha le llamó.

—Miss, miss, miss...

—Es sordo—dijo la chicuela—. No oye nada.

—¿De veras?

—Le pegaron una paliza...


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Dominio público
34 págs. / 1 hora, 1 minuto / 187 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Muchachos

Antón Chéjov


Cuento


—¡Volodia ha llegado! —gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado! —repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor—. ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon entre sus brazos hasta casi ahogarlo.

—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero este se hallaba tan rodeado de gente que no era empresa fácil.

 —¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 185 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cronología Viviente

Antón Chéjov


Cuento


El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 151 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Enfundado

Antón Chéjov


Cuento


I

En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche dos cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maestro de escuela Burkin.

Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha—Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en contradicción con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un poco.

Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.

Ni uno ni otro podían dormirse.

Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa sentado junto a la puerta abierta de la porchada. La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la oscuridad.

Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la noche.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 136 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Vengador

Antón Chéjov


Cuento


Fedor Fedorovitch Sigaef hállase convencido de la infidelidad de su esposa. Lleno de ira y de aflicción se dirige al almacén de armas Schmuts para comprar un revólver. Su semblante expresa una decisión irrevocable.

«¡Sé lo que tengo que hacer!... El hogar está destruido; el honor, burlado; el vicio triunfa, y yo, como hombre y como ciudadano, tengo que ser el vengador. ¡La mataré a ella, a su amante, y luego me suicidaré!...»

No ha matado aún a nadie, y ni siquiera ha tenido un revólver en la mano; pero su imaginación le pinta el cuadro horroroso de tres cadáveres ensangrentados, cráneos rotos, sesos esparcidos, aglomeración de curiosos, la autopsia. Se representa, con malevolencia de hombre ultrajado, la agonía de la traidora, el horror de los parientes, y lee en su imaginación los artículos periodísticos comentando la descomposición de la vida familiar.

El dependiente de la tienda, un francés algo obeso, pone delante de él los revólveres, sonríe respetuosamente y dice:

—Le aconsejo que elija este magnífico revólver sistema Smitch y Wessor, el último adelanto de la ciencia. Es de triple acción, sistema central con extractor; alcanza hasta seiscientos pasos. Un revólver de moda... El de más venta; diariamente vendemos docenas, que se emplean contra bandidos, lobos y amantes. El disparo es muy justo y fuerte; atraviesa a gran distancia a la mujer y al amante... En cuanto a especialidad para suicidios, no conozco mejor sistema...

El dependiente levanta y baja el gatillo, sopla encima de los cañones, apunta y hierve de entusiasmo. Diríase que él mismo se hubiera gustosamente pegado un tiro si fuese poseedor de aquel arma maravillosa.

—¿Cuál es su precio?—pregunta Sigaef.

—Cuarenta y cinco rublos.

—¡Hum!... Es demasiado caro para mí.


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4 págs. / 8 minutos / 135 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Viaje de Novios

Antón Chéjov


Cuento


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 133 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

¡Qué Público!

Antón Chéjov


Cuento


—¡Basta! ¡Ya no vuelvo a beber!... Por nada del mundo. Tiempo es de ponerme al trabajo... ¿Te gusta recibir tu sueldo? Pues trabaja honradamente, con celo, sin tregua ni reposo. Acaba de una vez con las granujerías... Te has acostumbrado a cobrar tu paga en balde, y esto es malo...; esto no es honrado...

Luego de haberse hecho tales razonamientos, el jefe del tren, Podtiaguin, siente un deseo invencible de trabajar. Son casi las dos de la madrugada, mas, a pesar de lo temprano de la hora, despierta a los conductores y va con ellos por los vagones para revisar los billetes.

—¡Los billetes! —exclama alegremente, haciendo sonar el taladro.

Los viajeros, dormidos en la penumbra de la luz atenuada, se sobresaltan y le pasan los billetes.

—¡El billete! —dice Podtiaguin dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre flaco, venoso, envuelto en una manta y pelliza y rodeado de almohadas.

—¡El billete!

El hombre flaco no contesta; duerme profundamente. El jefe del tren le golpea en el hombro y repite con impaciencia:

—¡El billete!

El pasajero, asustado, abre los ojos y se fija con pavor en Podtiaguin.

—¿Qué? ¿Quién?

—¿No me ha oído usted? ¡El billete! ¡Tenga la bondad de dármelo!

—¡Dios mío! —gime el hombre flaco, mostrando una faz lamentable—. ¡Dios mío! ¡Padezco de reuma! Tres noches ha que no he podido conciliar el sueño... He tomado morfina para dormirme y me sale usted... con los billetes. ¡Es inhumano! ¡Es cruel! Si supiera usted lo que me cuesta conseguir el sueño, no vendría usted a molestarme con esas majaderías... ¡Esto es tonto y cruel! ¿Para qué le hace a usted falta mi billete? Esto es inepto.

Podtiaguin reflexiona si tiene que ofenderse o no; decide ofenderse.

—¡No grite usted aquí! ¿Estamos acaso en una taberna?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Dos Valientes

Antón Chéjov


Cuento


El agrimensor Gleb Gavrilovitch Smirnof llega a la estación de Gniluchki. Unos trece kilómetros le separan de la hacienda adonde se dirige; esto admitiendo que el cochero no esté borracho y que los caballos no sean unos rocines, en cuyo caso el trayecto equivaldrá a 50 kilómetros.

—Hágame el favor de indicarme dónde podría alquilar un coche—le dijo el agrimensor a un guardia de Seguridad.

—¿Un coche? En cien leguas a la redonda no hallará usted nada que parezca un coche... Pero ¿adonde va usted?

—A Defkino, la finca del general Jojotof.

—Le aconsejo que vaya a la posada que hay detrás de la estación, en la cual paran a veces los lugareños con sus carros. Trate usted de que alguno de ellos le conduzca—le dice bostezando el guardia.

El agrimensor suspira y se dirige lentamente a la posada. Después de muchas averiguaciones, dudas y coloquios, logra ponerse de acuerdo con un carretero enorme, mohino y picado de viruelas que viste un andrajoso capote.

—¡Valiente carro el tuyo! El diablo en persona no alcanzaría a decir cuál es su parte trasera y la delantera—exclama el agrimensor encaramándose en el vehículo.

—Ello no es muy difícil de saber. Donde está la cola del caballo es la parte de delante, y donde se sienta vuestra señoría es la parte de detrás.

El caballo es joven, pero flaco, con piernas torcidas y orejas desmesuradas. Al primer latigazo el rocín menea la cabeza sin moverse del sitio; al segundo pega un tirón al carro; al tercero da una sacudida, y solamente al cuarto se pone en marcha.

—¿Vamos a ir a este paso todo el camino?—pregunta el agrimensor, aturdido por el traqueteo y asombrado de ver cómo se armonizaba el paso de tortuga del animal con aquel vaivén tan atroz.


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4 págs. / 7 minutos / 120 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Hombres que Están de Más

Antón Chéjov


Cuento


Son las siete de la tarde. Un día caluroso del mes de junio. Del apeadero de Hilkobo, una multitud de personas que han llegado en el tren encaminase a la estación veraniega. Casi todos los viajeros son padres de familia, cargados de paquetes, carpetas y sombrereras. Todos tienen el aspecto cansado, hambriento y aburrido, como si para ellos no resplandeciera el sol y no creciera la hierba.

Entre los demás anda también Davel Ivanovitch Zaikin, miembro del Tribunal del distrito, hombre alto y delgado, provisto de un abrigo barato y de una gorra desteñida.

—¿Vuelve usted todos los días a su casa? —le pregunta un veraneante, que viste pantalón rojo.

—No; mi mujer y mi hijo viven aquí, y yo vengo solamente dos veces a la semana —le contesta Zaikin con acento lúgubre—. Mis ocupaciones me impiden venir todos los días y, además, el viaje me resulta caro.

—Tiene usted razón; es muy caro —suspira el de los pantalones rojos—. No puede uno venir de la ciudad a pie, hace falta un coche; el billete cuesta cuarenta y dos céntimos...; en el camino compra uno el periódico, toma una copita... Todo son gastos pequeños, cosa de nada, pero al final del verano suben a unos doscientos rublos. Es verdad que la Naturaleza cuesta más; no lo dudo,... los idilios y el resto, pero con nuestro sueldo de empleados, cada céntimo tiene su valor. Gasta uno sin hacer caso de algunos céntimos y luego no duerme en toda la noche... Sí... Yo, señor mío, aunque no tengo el gusto de conocer su nombre y apellido, puedo decirle que percibo un sueldo de dos mil rublos al año, tengo categoría de consejero y, a pesar de esto, no puedo fumar otro tabaco que el de segunda calidad, y no me sobra un rublo para comprarme una botella de agua de Vichy, que me receta el médico contra los cálculos de la vejiga.


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6 págs. / 11 minutos / 117 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Buen Fin

Antón Chéjov


Cuento


En casa del jefe de conductores Stichkin, en uno de sus días libres, está sentada Liubof Grigorievna, señora alta y gruesa, como de cuarenta años, que tiene varias ocupaciones y entre ellas la de arreglar casamientos. Stichkin, algo confuso, pero, a pesar de esto, serio y grave como siempre, pasea a lo largo de la habitación con un cigarro en la boca, diciendo:

—Me alegro mucho de conocerla. Un amigo me ha hablado de usted desde el punto de vista de la ayuda que puede usted prestarme en un asunto delicado, asunto del cual depende la felicidad de mi vida. Yo, señora mía, tengo cincuenta y dos años. Hay gentes que a esta edad son padres de hijos mayores. Ejerzo un buen empleo. No poseo gran fortuna, pero sí lo bastante para sostener una familia. Le confieso que, además de mi sueldo, tengo en el Banco dinero que ahorré gracias a mi vida morigerada y sobria. Soy un hombre tranquilo, serio; no soy bebedor; me gusta el orden, y mi vida puede servir de modelo a muchos. Lo único que me falta es un hogar y una compañera fiel. Llevo una vida de gitano, sin alegrías, sin tener nadie que me dé un consejo. Cuando estoy enfermo, no tengo quien me dé un vaso de agua... Le diré también que en sociedad un hombre casado tiene más importancia que un soltero... Soy hombre culto; pero, con todo, ¿qué represento? Nada. Por lo dicho notará usted que me animan deseos de contraer matrimonio con una persona digna.

—Esto es perfectamente natural—suspiró la casamentera.


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3 págs. / 6 minutos / 79 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

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