La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La
nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos,
extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los
caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de
su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece
inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su
quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las
líneas
rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de
cerca
parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos
por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo,
arrancados del
trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y
su
caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado
grande la
diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y
angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la
calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa,
más brillante. El ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar
con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar
toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un
cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas,
y, sin apresurarse, se pone en marcha.
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