Textos más vistos de Antón Chéjov etiquetados como Cuento | pág. 3

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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento


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El Enemigo

Antón Chéjov


Cuento


Es de noche. La criadita Varka, una chiquilla de trece años, mece en la cuna al niño y le canturrea:

Duerme, duerme, niño lindo, que viene el coco...

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está afónico hace tiempo de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Diríase que su llanto no va a acabar nunca.

Varka está muerta de sueño. A pesar de todos sus esfuerzos, sus ojitos se cierran y, por más que intente evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios; siente su cara como de madera y su cabeza pequeñita como la de un alfiler.

Duerme, duerme, niño lindo...

balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquilla la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos entrecerrados de Varka, en cuyo cerebro medio dormido nacen vagos recuerdos.


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6 págs. / 10 minutos / 448 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Miedo

Antón Chéjov


Cuento


Tres veces en mi vida he tenido miedo.

El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.

Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.

Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.

El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.

Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.

Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.

Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.

—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.

—Sí; ten las riendas.


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5 págs. / 9 minutos / 469 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Misterio

Antón Chéjov


Cuento




La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.

¡Otra vez! —exclamó golpeándose la rodilla—. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

—¡Esto es increíble! —decíase Navaguin paseándose por el gabinete—; ¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! —gritó asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! —añadió dirigiéndose al conserje—; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?

—No, señor contestó el conserje.

—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

—No, señor, no estuvo.

—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

—Eso yo no lo sé.

—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.


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4 págs. / 8 minutos / 189 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Orador

Antón Chéjov


Cuento


El entierro de Kiril Ivanovitch Vavilonski, fallecido a consecuencia de dos enfermedades muy frecuentes en nuestra patria, el alcoholismo y la mujer iracunda, tiene lugar en una hermosa mañana. Cuando la comitiva emprende el camino del cementerio, un tal Poplavsko, compañero del difunto, sepárase de ella, toma un coche y ordena que le lleven a toda prisa a la casa de su amigo Grigori Petrovitch Zapoikin, hombre joven pero, no obstante, popularísimo. Muchos de los lectores conocen el talento extraordinario de Zapoikin para pronunciar discursos e improvisaciones en todas las circunstancias de la vida, como bodas, aniversarios, entierros. Puede hablar a cualquiera hora que convenga, medio dormido, en ayunas, borracho o con fiebre. Habla con extrema facilidad y abundancia, como un chorro de agua que brota de una cañería; en su vocabulario menudean palabras capaces. Me enternecer a una roca. Sus discursos son siempre elocuentes y largos; a veces, sobre todo en las bodas, hay que acudir a la Policía para hacerle callar.

—¡Vengo a buscarte!—le dice Poplavsko—. Vístete y vámonos inmediatamente. Uno de los nuestros se ha muerto y lo estamos despachando para el otro mundo... Hay que decir alguna tontería para la despedida... Eres el único capaz de sacarnos del apuro. No te molestaríamos si el muerto fuese un cualquiera; pero se trata del secretario... de la Cancillería. No se puede enterrar a una persona tan importante sin un discurso.

—¿El secretario?...—dice, bostezando, Zapoikin—. ¿Aquel borrachín?...

—¡Sí, el borrachín! Después iremos a comer, habrá entremeses, buñuelos; te pagarán el coche. ¡Vámonos, chico! Haz por pronunciar en el cementerio un discurso digno de Cicerón; te lo agradeceremos en el alma.

Zapoikin, acorde con su compañero, da a su fisonomía un aire melancólico, y ambos salen a la calle.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 150 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Reino de las Mujeres

Antón Chéjov


Cuento


La víspera

Ahí estaba el fajo de billetes. Provenía de la dacha del bosque, del almacenista. Éste especificaba que enviaba mil quinientos rublos arrebatados a alguien por la vía judicial en un pleito ganado en segunda instancia. A Anna Akimovna no le agradaban estas cosas, y palabras como ganar un pleito y por la vía judicial le asustaban. Sabía que no había que cometer injusticias y, por alguna razón, cuando el director de la fábrica, Nazarich, o el almacenista de la dacha quitaban algo por la vía judicial, saliendo victoriosos en este tipo de asuntos, sentía temor y vergüenza y, por ello, ahora también experimentó esas mismas sensaciones y deseó esconder el fajo de billetes en cualquier sitio para no verlo.

Pensaba enfadada en que las mujeres de su generación —ella ya tenía veinticinco años— serían ahora amas de casa, se habrían casado y dormirían profundamente para despertarse por la mañana de estupendo humor. Muchas de las casadas ya tendrían niños. Sólo ella, como una vieja, se veía obligada a permanecer sentada delante de estas cartas, haciendo anotaciones sobre ellas, respondiendo la correspondencia para pasarse después toda la tarde, hasta medianoche, sin nada que hacer, a la espera de conciliar el sueño; durante todo el día siguiente la felicitarían y atendería peticiones y al otro seguramente habría un escándalo en la fábrica, pegarían a alguien o alguien moriría por causa del vodka y a ella le remordería la conciencia. Finalizadas las fiestas, Nazarich despediría a unos veinte hombres y esos veinte hombres se apelotonarían con las cabezas descubiertas junto a su puerta y sentiría remordimientos al dirigirse hacia ellos para echarlos como perros. Y todos sus conocidos la criticarían a sus espaldas y le enviarían anónimos tachándola de explotadora acaudalada, que se come la vida de los demás y chupa la sangre a sus trabajadores.


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48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 342 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

En los Baños Públicos

Antón Chéjov


Cuento


I

—¡Oye, tú..., quien seas! —gritó un señor gordo, de blancas carnes, al divisar entre la bruma a un hombre alto y escuálido, con una barbita delgada y una cruz de cobre sobre el pecho—. ¡Dame más vaho!

—Yo no soy bañero, señoría... Soy el barbero. La cuestión del vaho no es de mi incumbencia. ¿Desea, en cambio, que le ponga unas ventosas...?

El señor gordo acarició sus muslos amoratados y después de pensar un poco contestó:

—¿Ventosas?... Bueno, ¿por qué no?... Pónmelas. No tengo prisa.

El barbero corrió a la habitación de al lado en busca de los aparatos, y unos cinco minutos después, sobre el pecho y la espalda del señor gordo proyectaban su sombra diez ventosas.

—Lo he reconocido, señoría... —empezó a decir el barbero, mientras aplicaba la undécima ventosa—. El sábado pasado se sirvió usted venir a bañarse aquí y me acuerdo de que le corté los callos. Soy Mijailo, el barbero... ¿No lo recuerda?... Aquel día me preguntó usted algo sobre las novias...

—¡Ah, sí!... ¿Y qué hay?


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9 págs. / 16 minutos / 142 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cirugía

Antón Chéjov


Cuento


Habiéndose marchado el doctor, recibe, en su lugar, a los enfermos del hospital el enfermero. Se llama Kuriatin. Es un buen hombre, gordo, de unos cuarenta años, con una americana blanca muy usada. Está muy penetrado de la gravedad de su misión y de su responsabilidad. Fuma un cigarro que despide un olor detestable.

La puerta se abre y entra el chantre Vonmiglasov, un viejo muy robusto, de elevada estatura, vestido con una sotana. Su ojo derecho está medio cerrado.

Busca un icono en el rincón, y no hallándole, se persigna con los ojos puestos en una gran botella de ácido fénico. Luego se saca del bolsillo un pequeño pan bendito; y, saludando al enfermero, se lo pone delante.

—¡Ah! ¡Buenos días!— dice el enfermero bostezando—. ¿En qué puedo servir a usted?

—Vengo a pedirle auxilio, Sergio Kusmich, que Dios le bendiga. Estoy padeciendo como el mismo Job no padecería.

—¿Qué le sucede a usted?

—¡Las muelas! Es para volverse loco, Dios me perdone. Imagínese usted que me siento a la mesa, en compañía de mi vieja, a tomar una taza de té, ¡y no puedo! ¡Ni una sola gota! Un dolor infernal; he estado a punto de caerme de la silla.

—¿Una muela nada más?

—Si, pero... aparte de esa muela, me duele todo este lado de la cara... Hasta la oreja me duele, como si tuviera dentro un clavo o cualquier otro objeto. ¡Es para morirse! El Señor me castiga por mis innumerables pecados. Ni siquiera puedo cantar durante la misa. No he pegado los ojos en toda la noche.

—Si, es desagradable— dice el enfermero—. Vamos en seguida a ver qué tiene usted. ¡Siéntese! ¡Abra la boca!

Vonmiglasov se sienta y abre la boca cuanto puede.

El enfermero pone una cara severa, se inclina sobre el enfermo y le mira la boca. Entre las muelas amarillas advierte una con una ancha carie.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 277 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Las Bellas

Antón Chéjov


Cuento


I

Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvadera? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi—Salaj, un gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.


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10 págs. / 18 minutos / 107 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Señoras

Antón Chéjov


Cuento


Fedor Petrovich, director de las escuelas primarias del distrito, recibió, en su despacho, la visita del maestro Vermensky.

—No, señor Vermensky— le dijo—. Su dimisión de usted es indispensable. No puede usted seguir siendo maestro con esa voz. ¿Cómo la ha perdido usted?

—Creo que a causa de la cerveza fría que bebí, hallándome cubierto de sudor.

—¡Qué desgracia! ¡Por una bagatela semejante toda una carrera perdida! Lleva usted catorce años de servicio, ¿verdad?

—Si, catorce años.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

Vermensky guardó silencio.

—¿Tiene usted familia?

—Sí, excelencia, tengo mujer y dos hijos.

El director, conmovido, empezó a pasearse nerviosamente de extremo a extremo de la estancia.

—Verdaderamente, no sé qué voy a hacer con usted. No puede usted seguir siendo maestro. No tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!

Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.

De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.

—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.

El maestro se llena también de alegría.

—¡Vaya si la quiero, excelencia!

—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.

Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.


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3 págs. / 6 minutos / 266 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Lecciones Caras

Antón Chéjov


Cuento


Es un gran inconveniente para un hombre instruído no conocer las lenguas extranjeras. Vorotov lo pensaba así cuando, luego de recibir el grado de doctor, se dedicaba a un pequeño trabajo cientifíco.

—¡Es terrible! Sin las lenguas extranjeras es de todo punto imposible trabajar. Soy como un pájaro sin alas.

Se desalentaba, y, sofocado, recorría la estancia a largos y pesados pasos; a pesar de sus veintiséis años, padecía ya de asma y tenia abotagado el rostro. Se decidió a estudiar, por lo menos, el francés y el alemán, y rogó a algunos de sus amigos que le buscasen profesor.

Una tarde de invierno, estando Vorotov trabajando en su casa, su criado le anunció que una señorita deseaba verle.

— Que pase—dijo Vorotov.

Momentos después entró en el gabinete una muchacha, vestida con suma distinción y conforme a la última moda. Se presentó como profesora de francés.

—Me llamo Alicia Osipovna Anket. Me envía su amigo Petrov.

—¿Petrov? ¡Me alegro mucho! ¡Tenga la bondad de sentarse!—dijo Vorotov, tapando con la mano el cuello de su camisa de dormir, y tosiendo.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 158 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

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