Textos más vistos de Antón Chéjov etiquetados como Cuento | pág. 9

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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento


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La Víspera de la Cuaresma

Antón Chéjov


Cuento


—¡Pawel Vasilevitch! —grita Pelagia Ivanova, despertando a su marido—. Pawel Vasilevitch, ayuda un poco a Stiopa que está preparando sus lecciones y llora.

Pawel Vasilevitch, bostezando y haciendo la señal de la cruz delante de la boca, contesta bondadosamente:

—Ahora mismo, mi alma.

El gato, que dormía junto a él, levanta a su vez el rabo, arquea la espina dorsal y cierra los ojos. Todo está tranquilo. Óyese cómo detrás del papel que tapiza las paredes los ratones circulan. Pawel Vasilevitch cálzase las botas, viste la bata y, medio dormido aún, pasa de la alcoba al comedor. Al verle entrar, otro gato, que andaba husmeando una galantina de pescado sita al borde de la ventana, da un salto y se oculta detrás del armario.

—¿Quién te manda oler esto? —dice Pawel Vasilevitch al gato, mientras cubre el pescado con un periódico—. Eres un cochino y no un gato.

El comedor comunica directamente con la habitación de los niños. Delante de una mesa manchada de tinta y arañada, se encuentra Stiopa, colegial de la segunda clase. Tiene los ojos llorosos. Está sentado; las rodillas levantadas a la altura de la barbilla, y se agita como un muñeco chino, fijos los ojos en su libro de problemas.

—¿Qué? ¿Estudias? —le pregunta Pawel Vasilevitch, sentándose junto a la mesa y bostezando siempre—. Sí, niño, sí, nos hemos dormido, nos hemos hartado de blinnis y mañana ayunaremos, haremos penitencia y luego a trabajar. Todo lo bueno se acaba. ¿Por qué tienes los ojos llorosos? Se ve que, después de los blinnis, el estudiar te coge cuesta arriba. Eso es..

—¿Qué es eso? ¿Te estás burlando del niño? —pregunta Pelagia Ivanova desde el aposento vecino—. Ayúdale, en vez de mofarte de él. Si no, mañana ganará otro cero.

—¿Qué es lo que no comprendes? —añade Pawel Vasilevitch dirigiéndose a Stiopa.

—La división de los quebrados.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Víspera del Juicio

Antón Chéjov


Cuento


Memorias de un reo

—Disgusto tendremos, señorito —me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; hallábame transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque le dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

—Hombre, qué mal huele aquí —le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

—Huele... como de costumbre —respondió sin dejar de rascarse—. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.


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5 págs. / 9 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Las Bellas

Antón Chéjov


Cuento


I

Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvadera? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi—Salaj, un gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.


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10 págs. / 18 minutos / 102 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Islas Voladoras

Antón Chéjov


Cuento


Capítulo Primero. La Conferencia

—¡He terminado, caballeros! —dijo Mr. John Lund, joven miembro de la Real Sociedad Geográfica, mientras se desplomaba exhausto sobre un sillón. La sala de asambleas resonó con grandes aplausos y gritos de ¡bravo! Uno tras otro, los caballeros asistentes se dirigieron hacia John Lund y le estrecharon la mano. Como prueba de su asombro, diecisiete caballeros rompieron diecisiete sillas y torcieron ocho cuellos, pertenecientes a otros ocho caballeros, uno de los cuales era el capitán de La Catástrofe, un yate de 100,000 toneladas.

—¡Caballeros! —dijo Mr. Lund, profundamente emocionado—. Considero mi más sagrada obligación el darles a ustedes las gracias por la asombrosa paciencia con la que han escuchado mi conferencia de una duración de 40 horas, 32 minutos y 14 segundos... ¡Tom Grouse! —exclamó, volviéndose hacia su viejo criado—. Despiértame dentro de cinco minutos. Dormiré, mientras los caballeros me disculpan por la descortesía de hacerlo.

—¡Sí, señor! —dijo el viejo Tom Grouse.

John Lund echó hacia atrás la cabeza, y estuvo dormido en un segundo.

John Lund era escocés de nacimiento. No había tenido una educación formal ni estudiado para obtener ningún grado, pero lo sabía todo. La suya era una de esas naturalezas maravillosas en las que el intelecto natural lleva a un innato conocimiento de todo lo que es bueno y bello. El entusiasmo con el que había sido recibido su parlamento estaba totalmente justificado. En el curso de cuarenta horas había presentado un vasto proyecto a la consideración de los honorables caballeros, cuya realización llevaría a la consecución de gran fama para Inglaterra y probaría hasta qué alturas puede llegar en ocasiones la mente humana.


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7 págs. / 13 minutos / 75 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Las Señoras

Antón Chéjov


Cuento


Fedor Petrovich, director de las escuelas primarias del distrito, recibió, en su despacho, la visita del maestro Vermensky.

—No, señor Vermensky— le dijo—. Su dimisión de usted es indispensable. No puede usted seguir siendo maestro con esa voz. ¿Cómo la ha perdido usted?

—Creo que a causa de la cerveza fría que bebí, hallándome cubierto de sudor.

—¡Qué desgracia! ¡Por una bagatela semejante toda una carrera perdida! Lleva usted catorce años de servicio, ¿verdad?

—Si, catorce años.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

Vermensky guardó silencio.

—¿Tiene usted familia?

—Sí, excelencia, tengo mujer y dos hijos.

El director, conmovido, empezó a pasearse nerviosamente de extremo a extremo de la estancia.

—Verdaderamente, no sé qué voy a hacer con usted. No puede usted seguir siendo maestro. No tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!

Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.

De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.

—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.

El maestro se llena también de alegría.

—¡Vaya si la quiero, excelencia!

—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.

Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.


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3 págs. / 6 minutos / 257 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Los Campesinos

Antón Chéjov


Cuento


I

El camarero del Hotel Eslavo Nicolás Chikildieyev habia enfermado. Un día, perdido casi por completo el vigor de las piernas, se había caído de bruces en mitad del pasillo llevando en la mano una fuente de jamón con guisantes. Y se había visto obligado a dejar su colocación. Habíase gastado, cuidándose, todos sus ahorros y los de su muijer, y ya no le quedaba nada para vivir. Cansado de su ocio forzoso, decidió irse al campo con su familia. "Está uno mejor en su casa—se dijo—, y vive con más economía, y por algo dice el proverbio que hasta las paredes le ayudan."

Llegó a su casa—en Jukov— al obscurecer. Sus añoranzas infantiles le hablaban del terruño como de algo claro y suave, y al volver a ver su casita, se aterró: tan sombría, angosta y sucia era. Su mujer, Olga, y su hija, Sacha, miraban perplejas la enorme chimenea, negra de humo y de moscas. ¡Cuántas moscas, señor!... La chimenea estaba combada; las vigas de las paredes, torcidas. La casa parecía a punto de caerse. Había pegados a las paredes, junto a los iconos, pedazos de periódicos y etiquetas de botella en lugar de cuadros.

¡Miseria! ¡Miseria!... Las personas mayores estaban en el campo. Una niña como de ocho años, pelirrubia, sucia, estaba sentada en la chimenea, y ni siquiera miró a los recién llegados. En el suelo, junto a una horcadura, ronroneaba un gato blanco.

Sacha le llamó.

—Miss, miss, miss...

—Es sordo—dijo la chicuela—. No oye nada.

—¿De veras?

—Le pegaron una paliza...


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34 págs. / 1 hora, 1 minuto / 166 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Muchachos

Antón Chéjov


Cuento


—¡Volodia ha llegado! —gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado! —repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor—. ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon entre sus brazos hasta casi ahogarlo.

—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero este se hallaba tan rodeado de gente que no era empresa fácil.

 —¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.


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7 págs. / 12 minutos / 174 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Nervios

Antón Chéjov


Cuento


El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, hállase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Vaksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, esta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita empezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicar con los espíritus. Llamó a su tío Klavdi Mironovitch y le preguntó mentalmente si no sería propicio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siempre está bien.»

—En la Naturaleza hay muchas cosas misteriosas... y temibles—reflexiona Vaksin tapandóse con la manta—. No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre...

Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch, colgado en la pared, frente a la cama.

—¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío?—pensó Vaksin—. ¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas son producto de cabezas incultas...

Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.


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3 págs. / 6 minutos / 159 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Mala Suerte

Antón Chéjov


Cuento


Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

—Parece que pica —murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos—. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

—¡Nada de su carácter!... —decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla—. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

—¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! —reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento—. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...

—¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

—Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... —un suspiro—. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

—También yo puedo hacerle versos si lo desea.


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2 págs. / 3 minutos / 411 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Medidas Preventivas

Antón Chéjov


Cuento


Trátase de una pequeña capital de distrito, que, según la expresión del celador de la cárcel, no se encuentra ni con telescopio en los mapas. Todo está silencioso y tranquilo bajo el sol ardiente del mediodía.

Desde el Ayuntamiento, y hacia la fila de tiendas del mercado, se dirige lentamente la comisión sanitaria compuesta del médico, del inspector de Policía, de dos procuradores del Ayuntamiento y de un diputado comercial. Detrás de ellos caminan respetuosamente los municipales... La ruta de la comisión, como la del infierno, está sembrada de buenos propósitos; los señores sanitarios andan hablando de la sociedad, de los malos olores, de medidas preventivas y de otras materias semejantes, propias del tiempo del cólera. Las conversaciones son tan instructivas, que el inspector de Policía se entusiasma y, volviéndose hacia los otros, declara:

—Así es como tendríamos que reunirnos y discutir las cuestiones de interés público con más frecuencia. Además, da gusto; se siente uno en sociedad, en vez de dedicarnos al chismorreo y a las querellas. ¿No le parece justo lo que digo?

—¿Por quién vamos a empezar?—pregunta el diputado comercial volviéndose hacia el médico y hablando con un aire de verdugo escogiendo su víctima—. ¿No le parece conveniente ir primeramente a la tienda de Ocheinikef? Es un bribón..., y además es hora que le llamemos al orden. El otro día me trajeron de su tienda sémola que estaba llena de... ustedes dispensarán, de inmundicias de ratones... Mi esposa no se atrevió a comerla.

—¿Por qué no? Si quiere usted ir a la tienda de Ocheinikef, que sea así—replica el médico con indiferencia.

Los señores de la comisión entran en la tienda de «te, café, azúcar y otros comestibles, de A. M. Ocheinikef», y, sin gastar más palabras, empiezan la inspección.


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4 págs. / 7 minutos / 63 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

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