Textos mejor valorados de Antón Chéjov etiquetados como Cuento

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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento


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Los Veraneantes

Antón Chéjov


Cuento


En el andén del apeadero de un lugar veraniego paséase una parejita de recién casados. El la estrecha amoroso el talle y ella se inclina ligeramente hacia él; los dos se sienten felices. La Luna los contempla desde las nubes y frunce el ceño; seguramente los envidia en su inútil soledad. El aire, inmóvil, está impregnado del perfume de las lilas y de los cerezos. Al otro lado de la vía óyese el chillido agudo de los grillos.

—¡Qué hermoso, Sacha!

—¡Qué hermoso!—repite la joven—. Me parece un sueño. Fíjate qué hermoso y atrayente es aquel bosquecito, qué bellos estos enormes postes telegráficos. ¿No es verdad que animan el paisaje?... Hablan de la gente... de la civilización. ¿Te gusta cuando el viento nos trae el sonido lejano de un tren en marcha?

—Sí...; pero ¡qué manos tan calientes tienes, Varia! Estás nerviosa. ¿Qué hay para cenar?

—Okrochka [1] y pollo...; habrá bastante. De la ciudad he hecho traerte sardinas en conserva.

La Luna hace una mueca y se esconde detrás de las nubes; la felicidad humana le recuerda su aislamiento y su lecho solitario detrás de los montes y valles...

—¡El tren llega! ¡Qué hermoso!—exclama Varia.

A lo lejos aparecen tres ojos centelleantes. El jefe de estación sale al andén. Por todos lados aparecen luces de señales.

—Miraremos cómo se marcha el tren y nos iremos a casa—dice Sacha bostezando—. ¡Qué dichosos somos, Varia! Es verdad; parece un sueño.

El monstruo negro acércase al andén y se detiene... Por las ventanas alumbradas vense hombros, sombreros, caras dormidas...

—¡Hola, hola! —dicen desde un vagón—. Varia con su marido han salido a recibirnos. ¡Están aquí! ¡Varia! ¡Varia! ¡Hola!


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1 pág. / 3 minutos / 383 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Conflicto

Antón Chéjov


Cuento


Gricha, un muchachuelo de siete años, no se apartaba de la puerta de la cocina, y espiaba por la cerradura. En la cocina sucedía algo extraordinario; al menos, tal era la opinión de Gricha, que no había visto nunca cosas semejantes. He aquí lo que pasaba.

Junto a la gran mesa en que se picaba la carne y se cortaba la cebolla, hallábase sentado un rollizo y alto «mujik», en traje de cochero, rojo, con una barba muy larga. Su frente estaba cubierta de sudor. Bebía té, no directamente en la taza, sino en un platillo sostenido con los cinco dedos de su mano derecha. Mordía el azúcar, y hacía, al morderlo, un ruido que escalofriaba a Gricha.

Frente a él, sentada en una silla, se hallaba la vieja nodriza Stepanovna. Bebía también té. La expresión de su rostro era grave y solemne. La cocinera Pelageya trasteaba junto al hornillo, y estaba, visiblemente, muy confusa. Por lo menos, hacía todo lo posible por ocultar su rostro, en extremo encarnado, según los atisbos de Gricha.

En su turbación, ya cogía los cuchillos, ya los platos haciendo ruido, y no podía estarse quieta ni sabía qué hacer de toda su persona. Evitaba mirar a la mesa, y si le dirigían una pregunta, respondía con voz severa y brusca, sin volver siquiera la cabeza.

—¡Pero tome usted un vasito de «vodka»—decía la vieja nodriza al cochero—. Sólo toma usted té.

Había colocado ante él una botella de «vodka» y un vasito, poniendo una cara muy maliciosa.

—Se lo agradezco a usted; no bebo nunca—respondió el cochero.

—¡Qué cosa más rara! Todos los cocheros beben... Además, usted es soltero y no tiene nada de particular que, de vez en cuando, se beba un vasito. ¡Se lo ruego!

El cochero, con disimulo, lanzó una mirada a la botella; luego a la cara maliciosa de la nodriza, y se dijo:

—Te veo venir, vieja bruja; quieres saber si soy bebedor. No, vieja, no caeré en tu trampa.


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6 págs. / 10 minutos / 292 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

De Madrugada

Antón Chéjov


Cuento


Nadia Zelenina volvió, con su mamá, del teatro, donde se había representado Eugenio Oneguin, de Puchkin.

Cuando se halló sola en su cuarto, se desnudó de prisa, deshizo sus trenzas, y con la larga cabellera rubia cubriéndole la espalda, se sentó, en saya y peinador, ante la mesa. Quería escribir una carta parecida a la que Tatiana, la heroína de la obra que acababa de ver, escribe a Eugenio Oneguin.

«Le amo a usted—escribió—; pero usted no me ama.» Quería poner cara triste, compungida; pero sus esfuerzos fueron vanos, y se echó a reír.

Tenía no más diez y seis años, y no amaba a nadie. Sabía que era amada por el oficial Gorny y por el estudiante Grusdiev; pero entonces, al volver del teatro, quería dudar de su amor. ¡Es tan interesante ser desgraciada! Hay algo de poético en el amor no compartido. Si dos se aman y son felices, no ofrecen interés alguno; ¡eso es tan corriente y tan vulgar!


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2 págs. / 4 minutos / 350 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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1 pág. / 2 minutos / 1.105 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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5 págs. / 9 minutos / 1.032 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Venganza

Antón Chéjov


Cuento


León Savitch Turmanof, uno de tantos individuos con pequeño capital, joven esposa y calvicie inveterada, está jugando al bridge en casa de uno de sus compañeros. Después de perder una fuerte suma experimenta un calor desusado y acuérdase que aun no ha tomado una copita de vodka. Levántase, pasa por entre las mesas, atraviesa el salón, en el que la juventud habla, y se detiene allí un instante, mirando en derredor suyo con sonrisa indulgente; en fin, métese por una puertecita que comunica con el comedor, donde en una mesa circular figura toda una batería de botellas y garrafas con varias clases de aguardientes y licores. En otro lado de la mesa están los entremeses, sin olvidar los arenques en su lecho de cebolla y perejil, que atraen todas las miradas. León Savitch se acerca, bebe una copita, hace una ligera mueca y prepárase a comerse un arenque, cuando una voz resuena detrás de la pared.

—Estoy de acuerdo—dice con desenvoltura una voz de mujer—; pero ¿cuándo va a ser ello?

—¡Es mi mujer! ¿Con quién diablos conversa?—piensa León Savitch.

—Cuando quieras, alma mía—replica una voz de bajo profundo—. Hoy, sin embargo, no es posible; mañana estaré ocupado todo el día.

—Es Degtiaref...

León Savitch lo reconoce por la voz. Degtiaref, uno de sus mejores camaradas.

—¿Tú también? ¡Ah! ¡Idiota!—murmura León Savitch—. Ella tendrá la culpa de seguro. ¡Qué mujer tan insaciable! Cada semana tiene una nueva aventura.

—Mañana—repite la voz de bajo—estaré sumamente ocupado, como te he dicho; escríbeme, si quieres, mañana; me causará gran satisfacción recibir una carta tuya. Habrá que organizar nuestra correspondencia. Habrá que inventar algo; hacer que el cartero no pueda enterarse de lo que yo te escriba, y arreglarnos de modo que mi cara mitad no se entere durante mi ausencia de lo que tú me escribas.

—¿Qué hacer, pues?


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3 págs. / 6 minutos / 271 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Enemigo

Antón Chéjov


Cuento


Es de noche. La criadita Varka, una chiquilla de trece años, mece en la cuna al niño y le canturrea:

Duerme, duerme, niño lindo, que viene el coco...

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.

El niño llora. Está afónico hace tiempo de tanto llorar, pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Diríase que su llanto no va a acabar nunca.

Varka está muerta de sueño. A pesar de todos sus esfuerzos, sus ojitos se cierran y, por más que intente evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios; siente su cara como de madera y su cabeza pequeñita como la de un alfiler.

Duerme, duerme, niño lindo...

balbucea.

Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosamente. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquilla la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.

La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos entrecerrados de Varka, en cuyo cerebro medio dormido nacen vagos recuerdos.


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6 págs. / 10 minutos / 443 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Trágico

Antón Chéjov


Cuento




Se celebraba el beneficio del trágico Fenoguenov.

La función era un éxito. El trágico hacía milagros: gritaba, aullaba como una fiera, daba patadas en el suelo, se golpeaba el pecho con los puños de un modo terrible, se rasgaba las vestiduras, temblaba en los momentos patéticos de pies a cabeza, como nunca se tiembla en la vida real, jadeaba como una locomotora.

Ruidosas salvas de aplausos estremecían el teatro. Los admiradores del actor le regalaron una pitillera de plata y un ramo de flores con largas cintas. Las señoras lo saludaban agitando el pañuelo, y no pocas lloraban.

Pero la más entusiasmada de todas por el espectáculo era la hija del jefe de la policía local, Macha. Sentada junto a su padre, en primera fila, a dos pasos de las candilejas, no quitaba ojo del escenario y estaba conmovidísima. Sus finos brazos y sus piernas temblaban, sus ojos se arrasaban en lágrimas, sus mejillas perdían el color por momentos. ¡Era la primera vez en su vida que asistía a una función de teatro!

—¡Dios mío, qué bien trabajan! ¡Es admirable! —le decía a su padre cada vez que bajaba el telón—. Sobre todo, Fenoguenov ¡es tremendo!

Su entusiasmo era tan grande, que la hacía sufrir. Todo le parecía encantador, delicioso: la obra, los artistas, las decoraciones, la música.

—¡Papá! —dijo en el último entreacto—. Sube al escenario e invítalos a todos a comer en casa mañana.

Su padre subió al escenario, estuvo amabilísimo con todos los artistas, sobre todo con las mujeres, e invitó a los actores a comer.

—Vengan todos, excepto las mujeres —le dijo por lo bajo a Fenoguenov—. Mi hija es aún demasiado joven...

Al día siguiente se sentaron a la mesa del jefe de policía el empresario Limonadov, el actor cómico Vodolasov y el trágico Fenoguenov. Los demás, excusándose cada uno como Dios les dio a entender, no acudieron.


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3 págs. / 6 minutos / 230 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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3 págs. / 6 minutos / 381 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Mala Suerte

Antón Chéjov


Cuento


Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

—Parece que pica —murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos—. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

—¡Nada de su carácter!... —decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla—. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

—¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! —reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento—. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...

—¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

—Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... —un suspiro—. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

—También yo puedo hacerle versos si lo desea.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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