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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento textos no disponibles


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Réquiem

Antón Chéjov


Cuento


En la iglesia de la Virgen de Odigitrievskaia, situada en el pueblo de Verknie—Saprudi, acaba de terminar la misa. La gente se pone en movimiento y sale de la iglesia. El único que no se mueve es el comerciante de coloniales Andrei Andreich, el inteligente de Verknie—Saprudi, antiguo vecino de la localidad. Permanece apoyado contra la balaustrada del lugar destinado al coro y espera. Su rostro, afeitado, grasiento, de piel que los granos volvieron desigual, expresa ahora dos sentimientos contradictorios: sumisión a los misterios religiosos y un desdén embotado y sin limites hacia los campesinos y campesinas que con sus pañuelos de abigarrados colores pasan ante él. Por ser domingo, va vestido como un petimetre: abrigo de paño con botones de hueso, amarillos, pantalones azul marino y sólidos chanclos; esos chanclos que sólo calzan las gentes reposadas, razonables y de profundas convicciones religiosas. Sus ojos perezosos se dirigen a las imágenes. Contempla la faz, ha largo tiempo conocida, de los santos; ve al guardián Matvei inflando las mejillas para apagar las velas, a los sombríos portacirios, a la rosada alfombra, al sacristán Lopujov, que pasa apresurado junto al altar llevando pan bendito... Hace mucho tiempo que todo esto ha sido tan visto y requetevisto por él como sus propios cinco dedos... En realidad, lo único que resulta extraño y desacostumbrado es la presencia del padre Grigorii junto a la puerta norte del altar, todavía revestido y dirigiendo a alguien gestos enojados con las espesas cejas.

"¿Para quién serán esos gestos?..., ¡y que Dios le conserve la salud! —piensa el tendero—. ¡Ahora llama con el dedo!... ¡Y golpea con el pie!... ¡Vaya!... ¿Qué pasa, Virgen Santísima?... ¿A quién hará eso?"

Andrei Andreich vuelve la cabeza y ve una iglesia completamente vacía. Junto a la puerta se agrupan todavía unas diez personas, pero ya de espaldas al altar.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Pena

Antón Chéjov


Cuento


El tornero Gregorio Petrov, desde hace tiempo conocido como un excelente artesano y al mismo tiempo como el mujik más desordenado del distrito de Galchinsk, conduce a su vieja, enferma, al hospital rural. Debe viajar unas treinta verstas y el camino es tan malo que ni siquiera el correo oficial podría pasar, sin hablar ya de semejante haragán como el tornero Gregorio. El viento, cortante y frío, pega directamente en la cara. En el aire, por donde uno mire, se arremolinan enjambres de copos de nieve, de modo que es difícil distinguir si la nieve cae del cielo o sube de la tierra. A través de la niebla nevada no se ven ni los postes de telégrafo, ni el campo, ni el bosque, y cuando se abalanza sobre Gregorio una ráfaga muy fuerte, entonces ni siquiera se ve el arco de los arneses. La vieja y extenuada yegua apenas avanza. Todas sus energías se fueron gastando para sacar las patas de la nieve y sacudir la cabeza. El tornero está apurado. Salta inquieto sobre el pescante y a cada rato fustiga el lomo del caballo.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Conocido

Antón Chéjov


Cuento


La encantadora Vanda (o según según su pasaporte, la honorable ciudadana Nastasia Kanavkina) al salir del hospital se encontró en una situación como jamás se había encontrado antes. Sin casa y sin un céntimo. ¿Qué hacer?...

Lo primero que se le ocurrió fue dirigirse a la casa de préstamos y empeñar su sortija de turquesas, su única alhaja. Le dieron por ella un rublo, pero... ¿qué se puede comprar con un rublo? Por ese dinero no se puede comprar una chaquetita corta a la moda..., ni un sombrero..., ni unos zapatos de color bronce... y sin esas cosas ella se sentía como desnuda. Le parecía que no sólo la gente, sino hasta los caballos y los perros, la miraban y se reían de la sencillez de su vestido. Lo único que le preocupaba era el vestido. La cuestión de cómo iba a comer o de dónde iba a pasar la noche no la inquietaba lo más mínimo.

—¡Si al menos me encontrara con algún conocido!..., le pediría dinero... Ninguno me lo rehusaría.

Pero los hombres conocidos no aparecían por ninguna parte. No sería difícil encontrarlos por la noche en el Renaissance, pero en el Renaissance no se dejaba entrar a nadie vestido tan sencillamente y sin sombrero. ¿Qué hacer entonces?... Después de una larga indecisión y cuando ya se sentía harta de andar, de estar sentada y de pensar, Vanda resolvió emplear un último recurso... Iría a casa de uno de sus conocidos y le pediría dinero.

"¿A quién podré dirigirme? —meditaba—. A casa de Mischa no es posible. Tiene familia. En cuanto al viejo del pelo rojo..., estará a estas horas ocupado en su despacho..."

Vanda se acordó de pronto del dentista Finkel, un judío converso que hacía unos tres meses le había regalado una pulsera y al que una vez, cenando en el Círculo alemán, había echado un vaso de cerveza por la cabeza.

El recuerdo de este Finkel la alegró muchísimo.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Polinka

Antón Chéjov


Cuento


Las dos de la tarde. Por la gran mercería «Novedades de París», situada en una de las galerías, bulle una muchedumbre de compradores y se escucha el runruneo de las voces de los dependientes, semejante al que suele producirse en el colegio cuando el profesor obliga a todos los niños a estudiarse algo de memoria y en voz alta. Pero ese monótono rumor no interrumpía la risa de las señoras, ni el chirrido de la puerta cristalera de entrada, ni el correr de los chicos para los recados.

Acababa de llegar Polinka. Era una rubia menudilla y vivaz —hija de María Andreyevna, dueña de una casa de modas— y buscaba a alguien con los ojos. Un muchacho se le acercó de prisa y le preguntó, mirándola muy serio:

—¿Desea algo, señorita?

—Ver a Nicolás Timofeich, que es quien me despacha siempre —respondió Polinka.

El dependiente Timofeich, joven, moreno, cuidadosamente peinado, vestido a la última moda y luciendo un gran alfiler de corbata, se había abierto ya sitio en el mostrador y, alargando el cuello, miraba sonriente a Polinka.

—¡Hola, muy buenas! —la saludó con una fuerte y agradable voz de barítono—. Tenga la bondad.

—¡Ah, buenas tardes! —le contestó Polinka acercándosele—. Aquí estoy otra vez... A ver algún agremán...

—¿Para qué lo quería?

—Para un sujetador en la espalda, o sea, para adornar.

—Ahora mismo.

Nicolás Timofeich puso ante Polinka unas cuantas clases de agremán y la muchacha empezó a revolverlas despaciosamente, regateando en el precio.

—Por favor, a rublo no es nada caro —exclamó el dependiente, sonriendo para convencerla—. Es un agremán francés de ocho centímetros... Si quiere, puedo enseñarle otros más baratos: hay uno de a cuarenta y cinco kopecs pero, claro, es peor. Se lo voy a traer.


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5 págs. / 9 minutos / 72 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Bellas

Antón Chéjov


Cuento


I

Recuerdo cómo, siendo colegial del quinto o sexto año, viajaba yo desde el pueblo de Bolshoi Krepkoi, de la región del Don, a Kostov, acompañando a mi abuelo. Era un día de agosto, caluroso y penosamente aburrido. A causa del calor y del viento, seco y cálido, que nos llenaba la cara de nubes de polvo, los ojos se nos pegaban y la boca se volvía reseca, uno no tenía ganas de mirar ni hablar ni pensar, y cuando el semidormido cochero, el ucranio Karpo, amenazando al caballo me rozaba la gorra con su látigo, yo no emitía ningún sonido en señal de protesta y sólo, despertándome de la modorra, escudriñaba la lejanía: ¿no se veía alguna aldea a través de la polvadera? Para dar de comer a los caballos nos detuvimos en Bjchi—Salaj, un gran poblado armenio, en casa de un rico aldeano, conocido de mi abuelo. En mi vida había visto nada más caricaturesco que aquel armenio. Imagínese una cabecita rapada, de cejas espesas y sobresalientes, nariz de ave, largos y canosos bigotes y ancha boca desde la cual apunta una larga pipa de cerezo; esa cabecita está pegada torpemente a un torso flaco y encorvado, vestido con un traje fantástico: una corta chaqueta roja y amplios bombachos de color celeste claro; esta figura caminaba separando mucho los pies y arrastrando los zapatos, hablaba sin sacar la pipa de la boca y se comportaba con dignidad puramente armenia: no sonreía, abría desmesuradamente los ojos y trataba de prestar la menor atención posible a sus huéspedes.


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10 págs. / 18 minutos / 108 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Vérochka

Antón Chéjov


Cuento


Iván Alekséich Ognev recuerda cómo en aquella noche de agosto abrió, haciéndola sonar, la puerta de vidrio y salió a la terraza. Llevaba puestos entonces una liviana capa con esclavina y un sombrero de paja de anchas alas, el mismo que está tirado ahora en el polvo, bajo la cama, junto con las botas de montar. En una mano tenía un gran atado de libros y cuadernos, en la otra, un grueso y nudoso bastón. En la habitación, cerca de la puerta, iluminándole el camino con la lámpara, quedaba de pie el dueño de la casa, Kuznetsov, un viejo calvo de larga barba canosa y vestido con una chaqueta de piqué blanca como la nieve. El viejo sonreía afablemente e inclinaba la cabeza.

—¡Adiós, viejecito! —le gritó Ognev.

Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras, largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.

—¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! —dijo Iván Alekséich—. Gracias por su bondad, por sus atenciones, por su cariño... Nunca en mi vida olvidaré su hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es aquí bondadosa, alegre y atenta... Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo expresarlo en debida forma.

Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al joven y lo besó.


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15 págs. / 27 minutos / 72 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer del Boticario

Antón Chéjov


Cuento


La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Mi Mujer

Antón Chéjov


Cuento


I

Recibí la siguiente carta:


¡Estimado señor Pável Andréievich!

No lejos de donde usted vive, y más concretamente en la aldea de Pestrovo, se están produciendo unos hechos lamentables y considero mi deber informarle de ellos. Todos los campesinos de esta aldea vendieron sus isbas y sus pertenencias con intención de emigrar a la provincia de Tomsk; no obstante, no alcanzaron su destino y se han visto obligados a regresar. Aquí, naturalmente, ya no poseen nada, ahora todo es de otros; se han instalado hasta tres o cuatro familias en cada isba, de modo que residen en ellas no menos de quince personas de ambos sexos, sin contar a los niños pequeños, y en definitiva no tienen qué comer, pasan hambre, se ha extendido la epidemia de tifus exantemático, asociado al hambre; todo el mundo, literalmente, está enfermo. Comentaba al respecto una enfermera: «Llegabas a una isba y ¿con qué te encontrabas? Todos habían caído enfermos, todos deliraban, algunos reían a carcajadas, otros estaban fuera de sí; había un hedor insoportable, no disponían de agua, no había quien fuera a buscarla, y por toda comida tenían una patata helada». ¿Qué pueden hacer la enfermera y Sóbol (el médico del zemstvo), si más que medicinas lo que necesitan es pan, del que carecen por completo? El consejo del zemstvo les niega su ayuda con el pretexto de que ya no están registrados en esta provincia, sino en la de Tomsk, de modo que no hay dinero para ellos. Al informarle de esto, y conociendo su humanidad, le ruego que no se resista a prestar urgentemente su ayuda.

ALGUIEN QUE LE QUIERE BIEN
 


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58 págs. / 1 hora, 41 minutos / 142 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Mercancía Viva

Antón Chéjov


Cuento


Dedicado a F. F. Popudoglo

I

Grojolski abrazó a Liza, le besuqueó todos los dedos, que tenían las uñas rosadas y mordisqueadas, y la sentó en un sofá tapizado con terciopelo barato. Liza cruzó las piernas, se colocó las manos bajo la cabeza y se tumbó.

Grojolski se sentó a su lado, en una silla, y se inclinó hacia ella. Era todo ojos.

¡Qué guapa le parecía, así iluminada por los rayos del poniente!

El sol de la tarde, dorado, levemente teñido de púrpura: todo eso podía verse por la ventana.

Toda la estancia, Liza incluida, quedaba iluminada por una luz viva, que no llegaba a herir la vista, como bañada en oro momentáneamente…

Grojolski estaba embobado. Liza tampoco es que fuera una belleza extraordinaria. Es verdad que su carita de gato, de ojos castaños y nariz respingona, resultaba fresca y hasta picante, que sus ralos cabellos rizados eran negros como el carbón, que su cuerpo menudo parecía gracioso, ágil y correcto, como el cuerpo de una anguila eléctrica, pero en conjunto… En fin, mi gusto es lo de menos. Grojolski, mimado por las mujeres, que se había enamorado y desenamorado cien veces a lo largo de su vida, veía en ella a una belleza. La amaba, y el ciego amor encuentra en todas partes la belleza ideal.

—Escucha —empezó, mirándola a los ojos—. Necesitaba hablar un rato contigo, cariño. El amor no soporta lo impreciso, lo confuso… Las relaciones indefinidas, ya sabes… Ya te lo dije ayer, Liza. Vamos a intentar zanjar hoy la discusión que ayer se planteó. Venga, tenemos que tomar una decisión de común acuerdo. ¿Qué podemos hacer?

Liza bostezó y, torciendo el gesto, sacó de debajo de la cabeza la mano derecha.

—¿Qué podemos hacer? —repitió las palabras de Grojolski con voz casi inaudible.


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 139 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2018 por Edu Robsy.

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