Textos más populares este mes de Antón Chéjov etiquetados como Cuento | pág. 5

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autor: Antón Chéjov etiqueta: Cuento


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La Celebridad

Antón Chéjov


Cuento


Son las doce de la noche. Mitiá Kuldarof, muy excitado, los cabellos en desorden, entra como un torbellino en casa de sus padres y empieza a correr por todas las estancias.

Sus padres están acostándose. La hermana, ya en el lecho, acaba de leer la última página de una novela. Los hermanos colegiales duermen.

—¿De dónde vienes?—le preguntan sus padres—. ¿Qué te ocurre?

—No me lo preguntéis. Yo no me lo esperaba, no; nunca me lo podía esperar. Es increíble.

Déjase caer en una butaca, riendo a carcajadas. La felicidad le impide tenerse en pie.

—Es increíble. No os lo hubierais imaginado nunca. Podéis mirar.

La hermana salta de la cama, se echa un manto sobre los hombros y se acerca a él. Los colegiales se despiertan.

—¿Qué te pasa? Diríase que te has vuelto loco.

—Es de alegría, mamá. Toda Rusia me conoce ahora, toda... Antes erais vosotros los únicos en saber que en este mundo existe Dimitri Kuldarof. En adelante toda Rusia lo sabrá. Madrecita. ¡Dios mío!

Mitiá salta, da algunos pasos y vuelve a arrellanarse en su sillón.

—Pero, ¿qué pasa, en fin? Cuéntalo razonadamente.

—Vosotros vivís sin vida, como unos salvajes. No leéis los periódicos. No hacéis caso alguno de la publicidad. Y la verdad es que los periódicos contienen cosas extraordinarias. Nada de lo que sucede puede mantenerse oculto. ¡Qué feliz soy, Dios mío! En los periódicos solamente se habla de gente célebre, y he aquí que ahora se han ocupado también de mí.

—¿Que hablan de ti? ¿Dónde?

El papá se pone pálido. La mamá mira los grabados y se santigua. Los colegiales saltan de sus camas, tapados apenas por sus camisas de dormir, muy cortas, y se acercan al hermano mayor.

—Sí, señor; se han ocupado de mí; toda Rusia me conoce. Vea usted este periódico, mamá; guárdele como recuerdo. De vez en cuando lo volveremos a leer. Míralo.


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Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

La Condecoración

Antón Chéjov


Cuento


El maestro de escuela León Pustiakof vive al lado de la casa de su amigo el teniente Ladenzof. Allí dirige sus pasos en aquella mañana del día de Año Nuevo.

—Verás de qué se trata, amigo Gricha—le dice después de las felicitaciones y enhorabuenas usuales—; no te molestaría si no se tratara de un asunto urgente. Préstame por el día de hoy tu condecoración de San Estanislao. Estoy convidado a comer en casa del comerciante Spitchkin y tú conoces a este imbécil: está loco por las condecoraciones; a los que no ostentan ninguna en el uniforme les considera casi como a unos burros. Además, tiene dos hijas... Nastia y Zina... Te lo confieso como a un amigo..., ¿me comprendes, querido? ¡Préstamela, te lo ruego!

Todo este discurso es pronunciado balbuceando. Pustiakof está enrojecido de confusión, y a cada palabra se vuelve, mirando tímidamente hacia la puerta de entrada. El teniente le riñe, pero le cede la condecoración.

Aquella misma tarde, a las dos, Pustiakof, en un coche de alquiler, va a casa de Spitchkin; lleva el abrigo entreabierto y contempla su pecho. Allí, con su esmalte de color y puntas doradas, resplandece la condecoración ajena.

—Hasta uno mismo se tiene más consideración gracias a este juguetito—reflexiona el maestro—. Un chisme tan insignificante, costará todo lo más unos cinco rublos, y ¡cuánta importancia tiene!

Al llegar a casa de Spitchkin se desabrocha completamente el gabán y saca el dinero para pagar al cochero. Le parece que éste se ha quedado aturdido al ver sus hombreras, los botones relucientes y la condecoración. Pustiakof tose satisfecho y entra en la casa. Al quitarse el abrigo en la antecámara, mira hacia el salón. Hay allí ya unos quince convidados. Se oye rumor de voces y ruido de platos.


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Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Aniuta

Antón Chéjov


Cuento


Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...

—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Misterio

Antón Chéjov


Cuento




La noche del primer día de Pascua, el consejero de Estado Navaguin, después de haber hecho sus visitas, tornó a su casa y tomó en la antesala el pliego de papel en donde los visitantes de aquel día habían puesto sus firmas. Mudóse de traje, bebió un vaso de agua de Seltz, sentóse cómodamente en una butaca y comenzó la lectura de aquellas firmas. Al llegar a la mitad del primer pliego se estremeció y dio muestras de asombro.

¡Otra vez! —exclamó golpeándose la rodilla—. ¡Es pasmoso! ¡Otra vez ha firmado ese diablo de Fedinkof, que nadie conoce!

Entre las numerosas firmas había, en efecto, la de un Fedinkof. ¿Qué clase de pájaro era ese Fedinkof? Navaguin, decididamente, lo ignoraba. Pasó mentalmente revista a los nombres de sus parientes, de sus subordinados; exploró en el fondo de su memoria su pasado más lejano, y nada descubrió parecido, ni remotamente, al nombre de Fedinkof. Lo más extraordinario era que, en los últimos trece años, ese incógnito Fedinkof aparecía fatalmente en ocasión de cada Pascua de Navidad y de cada Pascua florida. ¿Quién es? ¿De dónde viene? ¿Qué representa? Nadie lo sabía, ni Navaguin, ni su mujer, ni el portero.

—¡Esto es increíble! —decíase Navaguin paseándose por el gabinete—; ¡es extraordinario e incomprensible!... ¡Llamad al conserje! —gritó asomándose a la puerta—. ¡Esto es diabólico! No importa; yo he de averiguar quién es... ¡Oye, Gregorio! —añadió dirigiéndose al conserje—; otra vez ha firmado ese Fedinkof. ¿Le has visto?

—No, señor contestó el conserje.

—Sin embargo, él ha firmado, lo cual prueba que estuvo en la portería.

—No, señor, no estuvo.

—Pero ¿cómo pudo firmar sin venir a la portería?

—Eso yo no lo sé.

—Entonces, ¿quién lo ha de saber? Acaso te duermes y no ves quién entra. Procura acordarte. Piénsalo bien.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Iván Matveich

Antón Chéjov


Cuento


Son las seis de la tarde. Uno de nuestros sabios más conocidos, cuyo nombre no hace al caso—le llamaremos sencillamente el Sabio—, está en su despacho impacientándose y mordiéndose las uñas.

—Es inconcebible—dice, y no cesa de mirar el reloj a cada momento—. Esto es no respetar ni el trabajo ni el tiempo ajenos; en Inglaterra un hombre semejante no ganaría ni un penique y tendría que morirse de hambre. ¡Ya verás cómo te voy a arreglar!

El Sabio siente la necesidad de hablar y desahogarse. Acércase a la puerta que comunica con el aposento de su mujer, y luego entra.

—¡Oye, Katia!—exclama con indignación—. Si ves a Pedro Dmitrievitch, dile que su modo de proceder no es digno de un caballero. ¡Esto es abominable! Recomienda a un copista sin conocerlo. El mozuelo viene diariamente una o dos horas más tarde de lo convenido. ¿Es esto trabajar? Cuando llegue, lo trataré como a un perro, no le pagaré, le despediré; con gente así no hay que gastar contemplaciones.

—Lo dices todos los días y, sin embargo, él sigue viniendo.

—¡Hoy he tomado mi resolución! ¡He perdido demasiado por su culpa! Tienes que disculparme; pero le insultaré y gritaré como un carretero.

Por fin se oye el timbre. El Sabio dirígese hacia el recibimiento, el pecho erguido, la cabeza levantada, la cara seria... Al lado de la percha está su copista, joven de diez y ocho años, de cara larga y pálida, vestido con un gabán usado. Limpia cuidadosamente sus botas en la estera, procurando ocultar a la criada un gran agujero, por el cual asoma el calcetín blanco. Viendo entrar al Sabio, sonriese ingenuamente, como suelen sonreírse los niños o la gente muy bondadosa.

—¡Buenas tardes!—le dice alargándole su mano grande y húmeda—. ¿Cómo sigue su garganta?


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Cronología Viviente

Antón Chéjov


Cuento


El salón del consejero áulico Charamúkin se halla envuelto en discreta penumbra. El gran quinqué de bronce con su pantalla verde imprime un tono simpático al mobiliario, a las paredes; y en la chimenea, los tizones chisporrotean, lanzando destellos intermitentes que alumbran la estancia con una claridad más viva. Frente a la chimenea, en una butaca, está arrellanado, haciendo su digestión, Charamúkin, señor de edad, de aire respetable y bondadosos ojos azules. Su cara respira ternura. Una sonrisa triste asoma a sus labios. Al lado suyo, con los pies extendidos hacia la chimenea, se encuentra Lobnief, asesor del gobernador, hombre fuerte y robusto, como de unos cuarenta años.

Junto al piano, Nina, Kola, Nadia y Vania, los hijos del consejero áulico, juegan alegremente. Por la puerta entreabierta penetra una claridad que viene del gabinete de la señora de Charamúkin. Ésta permanece sentada delante de su mesita de escritorio. Ana Pavlovna, que tal es su nombre, ejerce la presidencia de un comité de damas; es vivaracha, coqueta y tiene la edad de treinta y pico de años. Sus ojuelos vivos y negros corren por las páginas de una novela francesa, debajo de la cual se esconde una cuenta del comité, vieja de un año.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Irascible

Antón Chéjov


Cuento


Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.

Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:

«Te acuerdas de este cantar apasionado.»

Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:

—Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.

—Nicolás Andreievitch —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Viaje de Novios

Antón Chéjov


Cuento


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Portero Inteligente

Antón Chéjov


Cuento


De pie, en el centro de la cocina, el portero moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos ustedes —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— viven cochinamente!... ¡Se pasan el tiempo ahí sentados y no se les ve más que ignorancia!... ¡No se les ve civilización!... ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!... ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!... ¿Es eso acaso inteligencia?... ¡Eso no es inteligencia!... ¡Eso es pura tontería!... ¡Ustedes no tienen ni una chispa de inteligencia!... ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!... ¿Qué inteligencia va a tener uno?... ¡La del mujik!1... ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué les falta inteligencia?... ¡Porque no arrancan de un verdadero punto!... ¡No leen libros, y para lo tocante a lo escrito, no tienen ningún sentido!... ¡Si al menos cogieran un librejo, se sentaran y leyeran!... ¡Seguro que son alfabetos y que comprenderían lo que está impreso!... ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y leyeras..., sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!... ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!... Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!... ¡De que si esto se hace de lo otro... de las diversas gentes que hay... de los idiomas que hay!... También del paganismo... ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros... sólo hay que tener ganas de buscarlas!... Pero ustedes... ahí se están sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!... ¡Exactamente como las bestias!... ¡Pfú!...


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Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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