Textos peor valorados de Antón Chéjov publicados el 7 de junio de 2016 | pág. 4

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autor: Antón Chéjov fecha: 07-06-2016


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Vanka

Antón Chéjov


Cuento


Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich —escribió—: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Niño Maligno

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanich Liapkin, joven de exterior agradable, y Anna Semionovna Samblitzkaia, muchacha de nariz respingada, bajaron por la pendiente orilla y se sentaron en un banquito. El banquito se encontraba al lado mismo del agua, entre los espesos arbustos de jóvenes sauces. ¡Qué maravilloso lugar era aquel! Allí sentado se estaba resguardado de todo el mundo. Sólo los peces y las arañas flotantes, al pasar cual relámpago sobre el agua, podían ver a uno. Los jóvenes iban provistos de cañas, frascos de gusanos y demás atributos de pesca. Una vez sentados se pusieron en seguida a pescar.

—Estoy contento de que por fin estemos solos —dijo Liapkin mirando a su alrededor—. Tengo mucho que decirle, Anna Semionovna..., ¡mucho!... Cuando la vi por primera vez... ¡están mordiendo el anzuelo!..., comprendí entonces la razón de mi existencia... Comprendí quién era el ídolo al que había de dedicar mi honrada y laboriosa vida... ¡Debe de ser un pez grande! ¡Está mordiendo!... Al verla..., la amé. Amé por primera vez y apasionadamente... ¡Espere! ¡No tire todavía! ¡Deje que muerda bien!... Dígame, amada mía... se lo suplico..., ¿puedo esperar que me corresponda?... ¡No! ¡Ya sé que no valgo nada! ¡No sé ni cómo me atrevo siquiera a pensar en ello!... ¿Puedo esperar que?... ¡Tire ahora!

Anna Semionovna alzó la mano que sostenía la caña y lanzó un grito. En el aire brilló un pececillo de color verdoso plateado.

—¡Dios mío! ¡Es una pértiga!... ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Pronto!... ¡Se soltó!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Veraneantes

Antón Chéjov


Cuento


En el andén del apeadero de un lugar veraniego paséase una parejita de recién casados. El la estrecha amoroso el talle y ella se inclina ligeramente hacia él; los dos se sienten felices. La Luna los contempla desde las nubes y frunce el ceño; seguramente los envidia en su inútil soledad. El aire, inmóvil, está impregnado del perfume de las lilas y de los cerezos. Al otro lado de la vía óyese el chillido agudo de los grillos.

—¡Qué hermoso, Sacha!

—¡Qué hermoso!—repite la joven—. Me parece un sueño. Fíjate qué hermoso y atrayente es aquel bosquecito, qué bellos estos enormes postes telegráficos. ¿No es verdad que animan el paisaje?... Hablan de la gente... de la civilización. ¿Te gusta cuando el viento nos trae el sonido lejano de un tren en marcha?

—Sí...; pero ¡qué manos tan calientes tienes, Varia! Estás nerviosa. ¿Qué hay para cenar?

—Okrochka [1] y pollo...; habrá bastante. De la ciudad he hecho traerte sardinas en conserva.

La Luna hace una mueca y se esconde detrás de las nubes; la felicidad humana le recuerda su aislamiento y su lecho solitario detrás de los montes y valles...

—¡El tren llega! ¡Qué hermoso!—exclama Varia.

A lo lejos aparecen tres ojos centelleantes. El jefe de estación sale al andén. Por todos lados aparecen luces de señales.

—Miraremos cómo se marcha el tren y nos iremos a casa—dice Sacha bostezando—. ¡Qué dichosos somos, Varia! Es verdad; parece un sueño.

El monstruo negro acércase al andén y se detiene... Por las ventanas alumbradas vense hombros, sombreros, caras dormidas...

—¡Hola, hola! —dicen desde un vagón—. Varia con su marido han salido a recibirnos. ¡Están aquí! ¡Varia! ¡Varia! ¡Hola!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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