Textos mejor valorados de Antón Chéjov no disponibles | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 48 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Antón Chéjov textos no disponibles


12345

La Colección

Antón Chéjov


Cuento


Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!

—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

—Es extraño... ¿Por qué, pues?

—Y mira por qué... ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

—¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

—No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...

—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 2 minutos / 1.014 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Lo Timó

Antón Chéjov


Cuento


En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 1 minuto / 1.481 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Vérochka

Antón Chéjov


Cuento


Iván Alekséich Ognev recuerda cómo en aquella noche de agosto abrió, haciéndola sonar, la puerta de vidrio y salió a la terraza. Llevaba puestos entonces una liviana capa con esclavina y un sombrero de paja de anchas alas, el mismo que está tirado ahora en el polvo, bajo la cama, junto con las botas de montar. En una mano tenía un gran atado de libros y cuadernos, en la otra, un grueso y nudoso bastón. En la habitación, cerca de la puerta, iluminándole el camino con la lámpara, quedaba de pie el dueño de la casa, Kuznetsov, un viejo calvo de larga barba canosa y vestido con una chaqueta de piqué blanca como la nieve. El viejo sonreía afablemente e inclinaba la cabeza.

—¡Adiós, viejecito! —le gritó Ognev.

Kuznetsov dejó la lámpara sobre la mesa y salió a la terraza. Dos sombras, largas y estrechas, avanzaron por los escalones hacia los canteros, tambalearon y apoyaron las cabezas en los troncos de los tilos.

—¡Adiós, amigo, y gracias una vez más! —dijo Iván Alekséich—. Gracias por su bondad, por sus atenciones, por su cariño... Nunca en mi vida olvidaré su hospitalidad. Tanto usted como su hija son buenas personas y toda la gente es aquí bondadosa, alegre y atenta... Una gente tan magnífica que ni siquiera puedo expresarlo en debida forma.

Por causa de la emoción y bajo la influencia del licor casero que acababa de beber, Ognev hablaba con cantarina voz de seminarista y estaba tan conmovido que expresaba sus sentimientos no tanto con palabras cuanto con pestañeo y movimiento de hombros. Kuznetsov, asimismo algo bebido, y conmovido, abrazó al joven y lo besó.


Información texto

Protegido por copyright
15 págs. / 27 minutos / 68 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujer Sin Prejuicios

Antón Chéjov


Cuento


Maxim Kuzmich Salutov es alto, fornido, corpulento. Sin temor a exagerar, puede decirse que es de complexión atlética. Posee una fuerza descomunal: dobla con los dedos una moneda de veinte kopecs, arranca de cuajo árboles pequeños, levanta pesas con los dientes; y jura que no hay en la tierra hombre capaz de medirse con él. Es valiente y audaz. Causa pavor y hace palidecer cuando se enfada. Hombres y mujeres chillan y enrojecen al darle la mano. ¡Duele tanto! No hay modo de oír su bella voz de barítono, porque hace ensordecer. ¡El vigor en persona! No conozco a nadie que le iguale.

¡Pues esa fuerza misteriosa, sobrehumana, propia de un buey, se redujo a la nada, a la de una rata muerta, cuando Maxim Kuzmich se declaró a Elena Gavrilovna! Maxim Kuzmich palideció, enrojeció, tembló; y no hubiera sido capaz de levantar una silla en el momento en que hubo de extraer de su enorme boca el consabido «¡La amo!». Se disipó su energía y su corpachón se convirtió en un gran recipiente vacío.

Se le declaró en la pista de patinaje. Ella se deslizaba por el hielo con la grácil ligereza de una pluma, y él, persiguiéndola, temblaba, se derretía, susurraba palabras incomprensibles. Llevaba en el semblante escrito el sufrimiento... Sus piernas, ágiles y diestras, se torcían y se enredaban cada vez que debía describir en el hielo alguna curva difícil... ¿Creen ustedes que temía unas calabazas? No. Elena Gavrilovna le correspondía y ansiaba oír de sus labios la declaración de amor. Morena, menudita, guapa, ardía de impaciencia. El elegido de su corazón había cumplido ya los treinta; su rango no era nada elevado, y su fortuna tampoco tenía mucho que envidiar; pero, en cambio, ¡era tan bello, tan ingenioso, tan hábil! Bailaba admirablemente, tiraba al blanco como un as y nadie le aventajaba montando a caballo. Una vez, paseando con ella, se saltó una zanja que no la hubiera salvado el mejor corcel de Inglaterra.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 186 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer del Boticario

Antón Chéjov


Cuento


La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de silencio. Solo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.

Hace tiempo que todo duerme. Tan solo la joven esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta, mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!

La botica está situada al extremo de la ciudad, por lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de espuelas. Se oyen voces.

"Son oficiales que vuelven de casa del policía y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 93 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tres Años

Antón Chéjov


Novela corta


I

Reinaba ya la oscuridad, en algunas casas las ventanas estaban iluminadas y al final de la calle, detrás de los cuarteles, empezaba a remontarse una pálida luna. Láptev, sentado en un banco, a la puerta de su casa, esperaba que finalizara el oficio vespertino en la iglesia de San Pedro y San Pablo. Contaba con que Yulia Serguéievna, al regresar de la misa, pasara por allí; en tal caso, él podría dirigirle la palabra y tal vez disfrutar de su compañía toda la tarde.

Llevaba allí ya una hora y media, y durante ese tiempo había estado acordándose de su casa de Moscú, de sus amigos de la capital, del criado Piotr, de su escritorio; alguna que otra vez contemplaba con incredulidad los árboles sombríos e inmóviles, y le parecía extraño no hallarse en su dacha de Sokólniki, sino en una ciudad de provincias, en una casa junto a la que cada mañana y cada tarde pasaba un gran rebaño que levantaba enormes nubes de polvo, conducido por unos cuantos pastores que de vez en cuando tañían el cuerno. Le venían a la memoria las largas conversaciones moscovitas, en las que él mismo había tomado parte hacía relativamente poco, conversaciones en las que se aseguraba que se podía vivir sin amor, que el amor apasionado constituía una suerte de aberración, que no existía lo que ha dado en llamarse amor, sólo una atracción física de sexos opuestos, y cosas por el estilo; se acordaba de esas cosas y pensaba con tristeza que, si en esos momentos alguien le hubiera preguntado qué era el amor, no habría sabido qué contestar.


Información texto

Protegido por copyright
112 págs. / 3 horas, 16 minutos / 229 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

En el Barranco

Antón Chéjov


Cuento


I

La aldea de Ukléievo se asentaba en un barranco, por lo que desde la carretera y la estación de ferrocarril sólo se divisaban el campanario y las chimeneas de las fábricas textiles. Cuando algún viajero preguntaba qué aldea era esa, se le respondía:

—Aquella en la que el sacristán se comió todo el caviar en un entierro. Pues en cierta ocasión, en el funeral del fabricante Kostiukov, el viejo sacristán, tras ver entre los entremeses una fuente de caviar, se lo comió todo con avidez; trataron de hablarle, de cogerle por la manga, pero parecía fuera de sí a causa del arrobamiento: no se enteraba de nada y se limitaba a comer. Se comió todo el caviar, y eso que había unas cuatro libras.

Había pasado mucho tiempo desde entonces y el sacristán había muerto tiempo atrás, pero aún se seguía recordando el suceso del caviar. Debía de ser que la vida local era en extremo pobre o que la gente sólo había reparado en ese suceso insustancial, que había acontecido diez años antes, pues era lo único que se comentaba a propósito de Ukléievo.


Información texto

Protegido por copyright
51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 368 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Estepa

Antón Chéjov


Novela corta


I

Una mañana de julio, a primera hora, una calesa destartalada sin resortes dejó la ciudad de N., cabeza de distrito de la provincia de Z., y avanzó con gran ruido por la carretera de postas. Era una de esas calesas antediluvianas que sólo utilizan en Rusia los viajantes de comercio, los tratantes de ganado y los curas pobres. Traqueteaba y crujía al menor movimiento, y un cubo suspendido de la parte posterior le hacía tristemente eco. Bastaban esos ruidos, unidos a los lamentables jirones de cuero que pendían de su desgastada caja, para apreciar su vejez y juzgar cuán próximo estaba el momento de su desguace.

En la calesa viajaban dos vecinos de la ciudad de N.: el comerciante Iván Ivánich Kuzmichov, afeitado, con gafas y un sombrero de paja, más parecido a un funcionario que a un comerciante, y el padre Jristofor Siriski, párroco de la iglesia de San Nicolás, un viejo pequeño y con cabellos largos, vestido con un caftán de lona de color gris, un sombrero de copa de ala ancha y un cinturón bordado y pintado. El primero parecía concentrado en algún asunto y sacudía la cabeza para ahuyentar el sueño; en su rostro la sequedad habitual del hombre de negocios se entreveraba con la bondad de la persona que acaba de despedirse de su familia y de tomar un trago; el segundo contemplaba con asombro y ojos húmedos este mundo de Dios y esbozaba una sonrisa tan amplia que parecía extenderse hasta el ala de su sombrero de copa; tenía la cara roja, como aterida de frío. Tanto Kuzmichov como el padre Jristofor iban a vender lana. Al despedirse de sus allegados habían comido una buena cantidad de panecillos con nata agria y, a pesar de lo temprano de la hora, habían tomado una copa… Ambos estaban de un excelente humor.


Información texto

Protegido por copyright
120 págs. / 3 horas, 30 minutos / 505 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Reino de las Mujeres

Antón Chéjov


Cuento


La víspera

Ahí estaba el fajo de billetes. Provenía de la dacha del bosque, del almacenista. Éste especificaba que enviaba mil quinientos rublos arrebatados a alguien por la vía judicial en un pleito ganado en segunda instancia. A Anna Akimovna no le agradaban estas cosas, y palabras como ganar un pleito y por la vía judicial le asustaban. Sabía que no había que cometer injusticias y, por alguna razón, cuando el director de la fábrica, Nazarich, o el almacenista de la dacha quitaban algo por la vía judicial, saliendo victoriosos en este tipo de asuntos, sentía temor y vergüenza y, por ello, ahora también experimentó esas mismas sensaciones y deseó esconder el fajo de billetes en cualquier sitio para no verlo.

Pensaba enfadada en que las mujeres de su generación —ella ya tenía veinticinco años— serían ahora amas de casa, se habrían casado y dormirían profundamente para despertarse por la mañana de estupendo humor. Muchas de las casadas ya tendrían niños. Sólo ella, como una vieja, se veía obligada a permanecer sentada delante de estas cartas, haciendo anotaciones sobre ellas, respondiendo la correspondencia para pasarse después toda la tarde, hasta medianoche, sin nada que hacer, a la espera de conciliar el sueño; durante todo el día siguiente la felicitarían y atendería peticiones y al otro seguramente habría un escándalo en la fábrica, pegarían a alguien o alguien moriría por causa del vodka y a ella le remordería la conciencia. Finalizadas las fiestas, Nazarich despediría a unos veinte hombres y esos veinte hombres se apelotonarían con las cabezas descubiertas junto a su puerta y sentiría remordimientos al dirigirse hacia ellos para echarlos como perros. Y todos sus conocidos la criticarían a sus espaldas y le enviarían anónimos tachándola de explotadora acaudalada, que se come la vida de los demás y chupa la sangre a sus trabajadores.


Información texto

Protegido por copyright
48 págs. / 1 hora, 24 minutos / 330 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Flores Tardías

Antón Chéjov


Cuento


Dedicado a N. I. Korobov

I

La escena tuvo lugar una oscura tarde otoñal, justo después de la comida, en casa de los príncipes Priklonski.

La anciana princesa y su hija Marusia estaban en la habitación del joven príncipe, retorciéndose los dedos e implorando. Imploraban como solo saben hacerlo las mujeres infelices y compungidas: invocando a Dios nuestro Señor, invocando el honor, las cenizas del padre.

La princesa estaba enfrente del joven, llorando. Dando rienda suelta a las lágrimas y a las peroratas, interrumpiendo a cada paso a Marusia, no se cansaba de abrumar al príncipe con sus reproches, sus palabras ásperas y hasta injuriosas, con sus caricias, con sus ruegos… Mencionó mil veces al comerciante Fúrov, que les había protestado una letra de cambio, al difunto padre, cuyos huesos tenían que estar removiéndose en la tumba, y todas esas cosas. Mencionó incluso al doctor Toporkov.

El doctor Toporkov siempre había traído por la calle de la amargura a los príncipes Priklonski. Su padre había sido siervo, ayuda de cámara del difunto príncipe Senka. Nikifor, su tío materno, seguía siendo ayuda de cámara personal del príncipe Yegórushka. Y el propio doctor Toporkov, siendo apenas un chiquillo, se había llevado sus buenos pescozones por no dejar bien limpios los cuchillos, tenedores, botas y samovares de los príncipes. Y ahí estaba ahora —había que ver, ¡qué situación más ridícula!—, hecho todo un doctor, joven y brillante, viviendo como un señor en una casa descomunal, disponiendo de un coche de dos caballos, como si quisiese restregárselo por la cara a los Priklonski, que tenían que ir a pie y se veían obligados a regatear interminablemente cada vez que alquilaban un carruaje.


Información texto

Protegido por copyright
50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 243 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2018 por Edu Robsy.

12345