Textos peor valorados de Antón Chéjov | pág. 12

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autor: Antón Chéjov


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Una Mujer Indefensa

Antón Chéjov


Cuento


A pesar del acceso de gota que le atormentó toda la noche, y a pesar del estado extremadamente nervioso en que se encontraba Kistunov, el director del banco se fué a la oficina por la mañana y empezó a recibir a los clientes. Su actitud era lánguida, y hablaba con voz apagada, como un moribundo.

—¿En qué podemos servir a usted?— preguntó a una mujer que llevaba una capa pasada de moda y ridícula.

—Mire vuestra excelencia—empezó a explicar la mujer precipitadamente—. Mi marido Chukin, empleado público ha estado enfermo durante cinco meses, y se le ha hecho saber que su plaza está ya ocupada. Cuando he ido a cobrar su sueldo, me han descontado 27 rublos y 36 copecks, pretendiendo que debe esa suma a la caja de seguros mutuos. Yo no tengo que ver con eso, y reclamo que se me paguen los 27 rublos y 36 copecks. Soy una pobre mujer indefensa, desamparada, maltratada y ultrajada por todo el mundo, y por eso me dirijo a vuestra excelencia...

Manifestó el propósito de llorar y se puso a buscar el pañuelo. Kistunov tomó la petición escrita que ella le tendía, y comenzó a leerla.

—Perdone usted, señora—dijo, encogiéndose de hombros—. No comprendo nada. Sin duda, ha equivocado usted la dirección: la solicitud de usted no tiene relación alguna con nuestro banco. Diríjase usted al ministerio donde trabajaba su marido.

—Me he dirigido ya a cinco oficinas, y no se han dignado siquiera aceptar mi solicitud. No sabía qué hacer, y mi yerno, Boris Matveich, a quien Dios bendiga, me ha sugerido la idea de dirigirme a usted. «El señor Kistunov—me ha dicho—tiene gran influencia, es omnipotente; no tiene usted más que preguntar por él.» Y me dirijo a vuestra excelencia; sólo vuestra excelencia puede ayudarme.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 426 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Las Señoras

Antón Chéjov


Cuento


Fedor Petrovich, director de las escuelas primarias del distrito, recibió, en su despacho, la visita del maestro Vermensky.

—No, señor Vermensky— le dijo—. Su dimisión de usted es indispensable. No puede usted seguir siendo maestro con esa voz. ¿Cómo la ha perdido usted?

—Creo que a causa de la cerveza fría que bebí, hallándome cubierto de sudor.

—¡Qué desgracia! ¡Por una bagatela semejante toda una carrera perdida! Lleva usted catorce años de servicio, ¿verdad?

—Si, catorce años.

—¿Y qué va usted a hacer ahora?

Vermensky guardó silencio.

—¿Tiene usted familia?

—Sí, excelencia, tengo mujer y dos hijos.

El director, conmovido, empezó a pasearse nerviosamente de extremo a extremo de la estancia.

—Verdaderamente, no sé qué voy a hacer con usted. No puede usted seguir siendo maestro. No tiene todavía derecho a la pensión... Por otra parte, no podemos dejarle a usted en la calle. Usted ha trabajado durante catorce años, y nuestro deber es ayudarle. Pero, ¿cómo? ¡No se me ocurre absolutamente nada! ¡Ni la menor idea!

Y continuó andando. Vermensky, abrumado por su desgracia, estaba sentado en el filo de la silla, sumido en sus reflexiones.

De pronto, la faz del director se tornó radíente, y, el funcionario se detuvo ante Vermensky.

—¡Tengo una idea!— exclamó—. La semana próxima dimite el secretario de nuestro asilo de niños pobres; si usted quiere esa plaza, yo puedo ofrecérsela.

El maestro se llena también de alegría.

—¡Vaya si la quiero, excelencia!

—Entonces, la cosa se arregla maravillosamente. Diríjame usted hoy mismo una solicitud.

Vermensky se fué. El director estaba contentísimo de sí mismo; el pobre maestro tendría una buena, colocación, y no perecería de hambre con su familia. Pero su buen humor no duró mucho.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 263 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Gusev

Antón Chéjov


Cuento


I

Las tinieblas se hacen mas espesas. Llega la noche.

Gusev, un soldado con la licencia absoluta, se incorpora en su litera y dice a media voz:

—Escucha, Pavel Ivanich; me ha contado un soldado que su barco se estrelló en aguas de la China, contra un pez tan grande como una montaña. ¿Es posible? Pavel Ivanich no contesta, como si no le hubiera oído.

El silencio reina de nuevo. El viento se pasea por entre los mástiles. La máquina las olas y las hamacas producen un ruido monótono; pero, habituado a él el oido desde hace mucho tiempo, casi no lo percibe, y diríase que todo, en torno, está, sumido en un sueño profundo.

El tedio gravita sobre los viajeros de la cámara hospital. Dos soldados y un marinero tornan enfermos de la guerra; se han pasado el día jugando a las cartas; pero, cansados de jugar, se han acostado, y duermen.

El mar parece algo picado. La litera en que está acostado Gusev, ora sube, ora baja, con lentitud, como un pecho anhelante. Algo ha sonado al caer al suelo, acaso una taza metálica.

— El viento ha roto sus cadenas y se pasea por el mar a su gusto — dice Gusev, el oído atento.

Ahora Pavel Ivanich no se calla, sino que tose y dice con voz irritada:

— ¡Dios mío, que bestia eres! Cuando no se te ocurre contar que un barco se estrelló contra un pez, dices que el viento ha roto sus cadenas, como si fuera un ser viviente...

— No lo digo yo, lo aseguran los buenos cristianos.

— Son tan ignorantes como tú. Hay que tener la cabeza sobre los hombros y no creer todas las tonterías one se cuentan. Hay que reflexionar y no acogerlo todo sin crítica, a ciegas.


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Dominio público
14 págs. / 26 minutos / 273 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 1.125 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Noche de Espanto

Antón Chéjov


Cuento


Iván Ivanovitch Panihidin palideció, y empezó su historia con voz emocionada:

—Una niebla densa se extendía por encima del pueblo, cuando en la víspera del año nuevo 1883 volvía yo a casa. Había pasado la velada en la de un amigo, entreteniéndonos en una sesión espiritista. Las callejuelas que tenía que atravesar no estaban alumbradas y había que andar casi a tientas. En aquel tiempo vivía yo en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos, pesados; mi corazón estaba oprimido...

«Tu existencia declina... arrepiéntete...», me había dicho el espíritu de Espinosa, que habíamos consultado.

Le pedí que me dijera algo más, y entonces no solamente repitió la misma sentencia, sino que añadió: «esta noche».

Yo no creo en el espiritismo; pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me abaten completamente.

La muerte es imprescindible e inminente; pero, a pesar de todo, es una idea que la naturaleza repele...

Ahora, cuando me encontraba en medio de las tinieblas, cuando la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimero; cuando alrededor no se veía ni un ser vivo, no se oía ni una voz humana, mi alma estaba llena de un temor incomprensible. Yo, hombre sin prevenciones, corría a toda prisa temiendo mirar atrás. Me parecía que si volvía la cara la muerte se me aparecería bajo la forma de un fantasma.

Panihidin suspiró, tomó un trago de agua y siguió.

Este miedo infundado, pero comprensible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba obscura. El viento gemía en la chimenea; parecía que se quejaba de hallarse puertas a fuera.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 1.035 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Sala Número Seis

Antón Chéjov


Novela corta


I

Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.

El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.

El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.


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Dominio público
60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 1.972 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Tío Vania

Antón Chéjov


Teatro


Personajes

ALEXANDER VLADIMIROVICH SEREBRIAKOV, profesor retirado.
ELENA ANDREEVNA, su mujer, veintisiete años.
SOFÍA ALEXANDROVNA (SONIA), su hija de un primer matrimonio.
MARÍA VASILIEVNA VOINITZKAIA, viuda de un consejero secreto y madre de la primera mujer del profesor.
IVÁN PETROVICH VOINITZKII, su hijo.
MIJAIL LVOVICH ASTROV, médico.
ILIA ILICH TELEGUIN, terrateniente arruinado.
MARINA, vieja nodriza.
Un MOZO.

La acción tiene lugar en la hacienda de Serebriakov.

Acto I

La escena representa un jardín y parte de la fachada de la casa ante la que se extiende una terraza. En la alameda, bajo un viejo tilo, esta dispuesta la mesa del té. Sillas, bancos y, sobre uno de ellos, una guitarra. A corta distancia de la mesa, un columpio. Son más de las dos de la tarde. El tiempo es sombrío.

Escena I

MARINA, viejecita tranquila, hace calceta sentada junto al «samovar»; ASTROV pasea a su lado por la escena.

MARINA.—(Sirviéndole un vaso de té.) Toma, padrecito.

ASTROV.—(Cogiendo con desgana el vaso.) Creo que no me apetece.

MARINA.—Puede que quieras un poco de vodka.

ASTROV.—No... No la bebo todos los días... El aire, además, es sofocante. (Pausa.) ¡Ama!... ¿Cuánto tiempo hace ya que nos conocemos?

MARINA.—(Cavilando.) ¿Cuántos?... ¡Que Dios me dé memoria!... Verás... Tú viniste aquí..., a esta región.... ¿cuándo?... Vera Petrovna, la madre de Sonechka, estaba todavía en vida. Por aquel tiempo, antes que muriera, viniste dos inviernos seguidos..., lo cual quiere decir que hará de esto unos once años. (Después de meditar unos momentos.) Y hasta puede que más.

ASTROV.—¿He cambiado mucho desde entonces?


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Dominio público
121 págs. / 3 horas, 33 minutos / 1.581 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Venganza

Antón Chéjov


Cuento


León Savitch Turmanof, uno de tantos individuos con pequeño capital, joven esposa y calvicie inveterada, está jugando al bridge en casa de uno de sus compañeros. Después de perder una fuerte suma experimenta un calor desusado y acuérdase que aun no ha tomado una copita de vodka. Levántase, pasa por entre las mesas, atraviesa el salón, en el que la juventud habla, y se detiene allí un instante, mirando en derredor suyo con sonrisa indulgente; en fin, métese por una puertecita que comunica con el comedor, donde en una mesa circular figura toda una batería de botellas y garrafas con varias clases de aguardientes y licores. En otro lado de la mesa están los entremeses, sin olvidar los arenques en su lecho de cebolla y perejil, que atraen todas las miradas. León Savitch se acerca, bebe una copita, hace una ligera mueca y prepárase a comerse un arenque, cuando una voz resuena detrás de la pared.

—Estoy de acuerdo—dice con desenvoltura una voz de mujer—; pero ¿cuándo va a ser ello?

—¡Es mi mujer! ¿Con quién diablos conversa?—piensa León Savitch.

—Cuando quieras, alma mía—replica una voz de bajo profundo—. Hoy, sin embargo, no es posible; mañana estaré ocupado todo el día.

—Es Degtiaref...

León Savitch lo reconoce por la voz. Degtiaref, uno de sus mejores camaradas.

—¿Tú también? ¡Ah! ¡Idiota!—murmura León Savitch—. Ella tendrá la culpa de seguro. ¡Qué mujer tan insaciable! Cada semana tiene una nueva aventura.

—Mañana—repite la voz de bajo—estaré sumamente ocupado, como te he dicho; escríbeme, si quieres, mañana; me causará gran satisfacción recibir una carta tuya. Habrá que organizar nuestra correspondencia. Habrá que inventar algo; hacer que el cartero no pueda enterarse de lo que yo te escriba, y arreglarnos de modo que mi cara mitad no se entere durante mi ausencia de lo que tú me escribas.

—¿Qué hacer, pues?


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3 págs. / 6 minutos / 281 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

Una Historia Aburrida

Antón Chéjov


Novela corta


I

Vive en Rusia un profesor emérito llamado Nikolái Stepánovich de Tal y Tal, consejero privado y caballero; tiene tantas condecoraciones, rusas y extranjeras, que, cuando se ve en la tesitura de ponérselas, los estudiantes lo llaman «el iconostasio». Todos sus conocidos pertenecen a lo más granado de la aristocracia; al menos en los últimos veinticinco o treinta años no ha habido en Rusia un erudito ilustre al que no haya tratado durante algún tiempo. Ahora no tiene con quién relacionarse, pero, si echamos la vista atrás, la larga lista de sus amigos célebres incluye nombres como Pirogov, Kavelin y el poeta Nekrásov, que lo honraron con su sincera y cálida amistad. Es miembro de todas las universidades rusas y de tres extranjeras. Etcétera, etcétera. Todo eso, y muchas cosas más que podrían decirse, constituye lo que se llama mi nombre.

Mi nombre es famoso. En Rusia lo conoce cualquier persona educada, mientras en el extranjero se le agregan los calificativos de «distinguido» y «honorable» cuando se lo menciona desde la cátedra. Es uno de los escasos nombres afortunados cuyo menosprecio o mención vana, ya sea en público o en la prensa, se considera una señal de mala educación. Y así debe ser. Pues mi nombre está íntimamente ligado al concepto de persona célebre, de grandes dotes e indudable utilidad. Soy un hombre hacendoso y perseverante, lo que es importante, y tengo talento, lo que es más importante aún. Además, dicho sea de paso, soy educado, modesto y honrado. Jamás he metido la nariz en la literatura ni en la política, no he buscado la popularidad polemizando con ignorantes, no he pronunciado discursos en banquetes o ante la tumba de mis colegas… En suma, mi nombre académico no presenta ninguna mancha ni tiene motivo de queja. Es afortunado.


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72 págs. / 2 horas, 6 minutos / 1.163 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

De Madrugada

Antón Chéjov


Cuento


Nadia Zelenina volvió, con su mamá, del teatro, donde se había representado Eugenio Oneguin, de Puchkin.

Cuando se halló sola en su cuarto, se desnudó de prisa, deshizo sus trenzas, y con la larga cabellera rubia cubriéndole la espalda, se sentó, en saya y peinador, ante la mesa. Quería escribir una carta parecida a la que Tatiana, la heroína de la obra que acababa de ver, escribe a Eugenio Oneguin.

«Le amo a usted—escribió—; pero usted no me ama.» Quería poner cara triste, compungida; pero sus esfuerzos fueron vanos, y se echó a reír.

Tenía no más diez y seis años, y no amaba a nadie. Sabía que era amada por el oficial Gorny y por el estudiante Grusdiev; pero entonces, al volver del teatro, quería dudar de su amor. ¡Es tan interesante ser desgraciada! Hay algo de poético en el amor no compartido. Si dos se aman y son felices, no ofrecen interés alguno; ¡eso es tan corriente y tan vulgar!


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 354 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

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