Textos más populares este mes de Antón Chéjov | pág. 8

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autor: Antón Chéjov


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Los Simuladores

Antón Chéjov


Cuento


Marfa Petrovna, la viuda del general Pechonkin, ejerce, unos diez años ha, la medicina homeopática y recibe los martes por la mañana a los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.

Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, vese un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.

En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del Padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encaminó hacia la verdad.

En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio. Marfa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al onceno:

—¡Gavila Gruzd!

La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos: es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.

Zamucrichin coloca su cayado en el rincón, acércase a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.

—¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kuzmitch? —exclama la generala ruborizándose—. ¡Por Dios!...

—¡Me quedaré así en tanto que no me muera! —respondió Zamucrichin, llevándose su mano a los labios—. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual hallaríame dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitasteis como por milagro.


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4 págs. / 7 minutos / 136 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Hombre Irascible

Antón Chéjov


Cuento


Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.

Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío «El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros». Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:

«Te acuerdas de este cantar apasionado.»

Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:

—Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...

Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.

—Nicolás Andreievitch —añade—, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.


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10 págs. / 17 minutos / 125 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Viaje de Novios

Antón Chéjov


Cuento


Sale el tren de la estación de Balagore, del ferrocarril Nicolás. En un vagón de segunda clase, de los destinados a fumadores, dormitan cinco pasajeros. Habían comido en la fonda de la estación, y ahora, recostados en los cojines de su departamento, procuran conciliar el sueño. La calma es absoluta. Ábrese la portezuela y penetra un individuo de estatura alta, derecho como un palo, con sombrero color marrón y abrigo de última moda. Su aspecto recuerda el de ese corresponsal de periódico que suele figurar en las novelas de Julio Verne o en las operetas. El individuo detiénese en la mitad del coche, respira fuertemente, se fija en los pasajeros y murmura: «No, no es aquí... ¡El demonio que lo entienda! Me parece incomprensible...; no, no es éste el coche».

Uno de los viajeros le observa con atención y exclama alegremente:

—¡Iván Alexievitch! ¿Es usted? ¿Qué milagro le trae por acá?

Iván Alexievitch se estremece, mira con estupor al viajero y alza los brazos al aire.

—¡Petro Petrovitch! ¿Tú por acá? ¡Cuánto tiempo que no nos hemos visto! ¡Cómo iba yo a imaginar que viajaba usted en este mismo tren!

—¿Y cómo va su salud?

—No va mal. Pero he perdido mi coche y no sé dar con él. Soy un idiota. Merezco que me den de palos.

Iván Alexievitch no está muy seguro sobre sus pies, y ríe constantemente. Luego añade:

—La vida es fecunda en sorpresas. Salí al andén con objeto de beber una copita de coñac; la bebí, y me acordé de que la estación siguiente está lejos, por lo cual era oportuno beberme otra copita. Mientras la apuraba sonó el tercer toque. Me puse a correr como un desesperado y salté al primer coche que encontré delante de mí. ¿Verdad que soy imbécil?

—Noto que está usted un poco alegre —dice Petro Petrovitch—. Quédese usted con nosotros; aquí tiene un sitio.

—No, no; voy en busca de mi coche. ¡Adiós!


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5 págs. / 8 minutos / 131 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Portero Inteligente

Antón Chéjov


Cuento


De pie, en el centro de la cocina, el portero moralizaba. Sus oyentes eran los lacayos, el cochero, dos doncellas, el cocinero, la cocinera y dos pinches, sus hijos. Todas las mañanas moralizaba sobre algo, siendo en aquella el tema de su discurso la instrucción.

—¡Todos ustedes —decía, sosteniendo con las manos un gorro con insignia de metal— viven cochinamente!... ¡Se pasan el tiempo ahí sentados y no se les ve más que ignorancia!... ¡No se les ve civilización!... ¡Mischka, jugando al ajedrez! ¡Matriona, cascando nueces!... ¡Nikifor, siempre a vueltas con sus chuflas!... ¿Es eso acaso inteligencia?... ¡Eso no es inteligencia!... ¡Eso es pura tontería!... ¡Ustedes no tienen ni una chispa de inteligencia!... ¿Y por qué?

—¡Desde luego, Filipp Nikandrich —observó el cocinero—, ya se sabe!... ¿Qué inteligencia va a tener uno?... ¡La del mujik!1... ¿Qué va uno a comprender?

—¿Y por qué les falta inteligencia?... ¡Porque no arrancan de un verdadero punto!... ¡No leen libros, y para lo tocante a lo escrito, no tienen ningún sentido!... ¡Si al menos cogieran un librejo, se sentaran y leyeran!... ¡Seguro que son alfabetos y que comprenderían lo que está impreso!... ¡Tú, por ejemplo, Mischka, si cogieras un libro y leyeras..., sería un gran provecho para ti y de mucho gusto para los demás!... ¡En lo libros, sobre todo, hay una extensión muy grande!... Allí verás que te hablan de la Naturaleza, de lo divino, de los países terrestres!... ¡De que si esto se hace de lo otro... de las diversas gentes que hay... de los idiomas que hay!... También del paganismo... ¡Sobre todas las cosas encontrarás tema en los libros... sólo hay que tener ganas de buscarlas!... Pero ustedes... ahí se están sentados junto a la estufa sin hacer más que zampar y beber!... ¡Exactamente como las bestias!... ¡Pfú!...


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2 págs. / 5 minutos / 114 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Lo Timó

Antón Chéjov


Cuento


En tiempos de antaño, en Inglaterra, los delincuentes condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero obtenido de esta forma, aquellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, pescado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con él hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero al recibir el dinero él, de pronto, se empezó a carcajear...

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí, como un hombre que debe ser colgado —dijo el delincuente carcajeándose—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja-já!


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Mártires

Antón Chéjov


Cuento


Lisa Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le ha telegrafiado a su madre.

He aquí cómo cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:

—Después de pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque su marido es un déspota —¡yo lo mataría!— hemos pasado unos días deliciosos. La otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia, ¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!

Tal es el relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.

Después de la visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se despierta en seis horas.

En el reloj acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.

—¿Qué tal, querida? ¿Estás mejor? —le pregunta muy quedo.

—¡Un poco mejor! —gime ella—. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...


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5 págs. / 9 minutos / 163 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Escándalo

Antón Chéjov


Cuento


Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín insólito. «Acaso la señora —siguió pensando la muchacha— esté con uno de sus ataques o le haya armado un escándalo a su marido.»

En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella, presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy viejo.

—¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es estúpido, abominable, salvaje! —iba diciendo, con el rostro bermejo y los brazos en alto.

Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que entró en su habitación.

Por primera vez en su vida la joven sintió ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos rojas y boca un tanto bigotuda —una señora, en fin, con aspecto de cocinera—, colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales, papeles...

Sorprendida por la aparición inesperada de la institutriz, se turbó, y balbuceó:

—Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo esto... y estaba poniéndolo en su sitio.

Al ver la cara pálida, asombrada, de la muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de sayas ricas.


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Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Muchachos

Antón Chéjov


Cuento


—¡Volodia ha llegado! —gritó alguien en el patio.

—¡El niño Volodia ha llegado! —repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor—. ¡Ya está ahí!

Toda la familia de Korolev, que esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos en vapor.

Los trineos estaban vacíos; Volodia se hallaba ya en el vestíbulo y hacía esfuerzos para despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.

Su madre y su tía lo estrecharon entre sus brazos hasta casi ahogarlo.

—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué tal?

La criada Natalia había caído a sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su hijo; pero este se hallaba tan rodeado de gente que no era empresa fácil.

 —¡Volodia, hijito! Te esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!

Milord, un enorme perro negro, estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!

Durante algunos minutos aquello fue un griterío indescriptible.


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7 págs. / 12 minutos / 182 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Pequeñez

Antón Chéjov


Cuento


Nicolás Ilich Beliayev, rico propietario de Petersburgo, aficionado a las carreras de caballos, joven aún —treinta y dos años—, grueso, de mejillas sonrosadas, contento de sí mismo, se encaminó, ya anochecido, a casa de Olga Ivanovna Irnina, con la que vivía, o, como decía él, arrastraba una larga y tediosa novela. En efecto: las primeras páginas, llenas de vida e interés, habían sido saboreadas, hacía mucho tiempo; y las que las seguían se sucedían sin interrupción, monótonas y grises.

Olga Ivanovna no estaba en casa, y Beliayev pasó al salón y se tendió en el canapé.

—¡Buenas noches, Nicolás Ilich! —le dijo una voz infantil—. Mamá vendrá en seguida. Ha ido con Sonia a casa de la modista.

Al oír aquella voz, advirtió Beliayev que en un ángulo de la estancia estaba tendido en un sofá el hijo de su querida, Alecha, un chiquillo de ocho años, esbelto, muy elegantito con su traje de terciopelo y sus medias negras. Boca arriba, sobre un almohadón de tafetán, levantaba alternativamente las piernas, sin duda imitando al acróbata que acababa de ver en el circo. Cuando se le cansaban las piernas realizaba ejercicios análogos con los brazos. De cuando en cuando se incorporaba de un modo brusco y se ponía en cuatro patas. Todo esto lo hacía con una cara muy seria, casi dramática, jadeando, como si considerase una desgracia el que le hubiera dado Dios un cuerpo tan inquieto.

—¡Buenas noches, amigo! —contestó Beliayev—. No te había visto. ¿Mamá está bien?

Alecha, que ejecutaba en aquel momento un ejercicio sumamente difícil, se volvió hacia él.

—Le diré a usted... Mamá no está bien nunca. Es mujer, y las mujeres siempre se quejan de algo...


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5 págs. / 9 minutos / 181 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tres Años

Antón Chéjov


Novela corta


I

Reinaba ya la oscuridad, en algunas casas las ventanas estaban iluminadas y al final de la calle, detrás de los cuarteles, empezaba a remontarse una pálida luna. Láptev, sentado en un banco, a la puerta de su casa, esperaba que finalizara el oficio vespertino en la iglesia de San Pedro y San Pablo. Contaba con que Yulia Serguéievna, al regresar de la misa, pasara por allí; en tal caso, él podría dirigirle la palabra y tal vez disfrutar de su compañía toda la tarde.

Llevaba allí ya una hora y media, y durante ese tiempo había estado acordándose de su casa de Moscú, de sus amigos de la capital, del criado Piotr, de su escritorio; alguna que otra vez contemplaba con incredulidad los árboles sombríos e inmóviles, y le parecía extraño no hallarse en su dacha de Sokólniki, sino en una ciudad de provincias, en una casa junto a la que cada mañana y cada tarde pasaba un gran rebaño que levantaba enormes nubes de polvo, conducido por unos cuantos pastores que de vez en cuando tañían el cuerno. Le venían a la memoria las largas conversaciones moscovitas, en las que él mismo había tomado parte hacía relativamente poco, conversaciones en las que se aseguraba que se podía vivir sin amor, que el amor apasionado constituía una suerte de aberración, que no existía lo que ha dado en llamarse amor, sólo una atracción física de sexos opuestos, y cosas por el estilo; se acordaba de esas cosas y pensaba con tristeza que, si en esos momentos alguien le hubiera preguntado qué era el amor, no habría sabido qué contestar.


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112 págs. / 3 horas, 16 minutos / 232 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

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