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autor: Antón Chéjov


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El Tío Vania

Antón Chéjov


Teatro


Personajes

ALEXANDER VLADIMIROVICH SEREBRIAKOV, profesor retirado.
ELENA ANDREEVNA, su mujer, veintisiete años.
SOFÍA ALEXANDROVNA (SONIA), su hija de un primer matrimonio.
MARÍA VASILIEVNA VOINITZKAIA, viuda de un consejero secreto y madre de la primera mujer del profesor.
IVÁN PETROVICH VOINITZKII, su hijo.
MIJAIL LVOVICH ASTROV, médico.
ILIA ILICH TELEGUIN, terrateniente arruinado.
MARINA, vieja nodriza.
Un MOZO.

La acción tiene lugar en la hacienda de Serebriakov.

Acto I

La escena representa un jardín y parte de la fachada de la casa ante la que se extiende una terraza. En la alameda, bajo un viejo tilo, esta dispuesta la mesa del té. Sillas, bancos y, sobre uno de ellos, una guitarra. A corta distancia de la mesa, un columpio. Son más de las dos de la tarde. El tiempo es sombrío.

Escena I

MARINA, viejecita tranquila, hace calceta sentada junto al «samovar»; ASTROV pasea a su lado por la escena.

MARINA.—(Sirviéndole un vaso de té.) Toma, padrecito.

ASTROV.—(Cogiendo con desgana el vaso.) Creo que no me apetece.

MARINA.—Puede que quieras un poco de vodka.

ASTROV.—No... No la bebo todos los días... El aire, además, es sofocante. (Pausa.) ¡Ama!... ¿Cuánto tiempo hace ya que nos conocemos?

MARINA.—(Cavilando.) ¿Cuántos?... ¡Que Dios me dé memoria!... Verás... Tú viniste aquí..., a esta región.... ¿cuándo?... Vera Petrovna, la madre de Sonechka, estaba todavía en vida. Por aquel tiempo, antes que muriera, viniste dos inviernos seguidos..., lo cual quiere decir que hará de esto unos once años. (Después de meditar unos momentos.) Y hasta puede que más.

ASTROV.—¿He cambiado mucho desde entonces?


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Dominio público
121 págs. / 3 horas, 33 minutos / 1.434 visitas.

Publicado el 9 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Vanka

Antón Chéjov


Cuento


Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.

Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.

Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró el icono oscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.

El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.

«Querido abuelo Constantino Makarich —escribió—: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...

Vanka miró a la oscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba la bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecito enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Lo acompañaban dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 351 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Jardín de los Cerezos

Antón Chéjov


Teatro



PERSONAJES

LUBOVA ANDREIEVNA RANEVSKAIA, propietaria rural.
ANIA, diecisiete años, su hija.
VARIA, veinticuatro años, su hija adoptiva.
LEÓNIDAS ANDREIEVITCH GAIEF, hermano de Lubova Andreievna.
YERMOLAI ALEXIEVITCH LOPAKHIN, mercader.
PIOTOR SERGINEVITCH TROFIMOF, estudiante.
PITSCHIK BORISAVITCH SIMEACOF, pequeño propietario rural.
CARLOTA YVANOVNA.
SIMEÓN PANTELEIVITCH EPIFOTOF, administrador.
DUNIASCHA, camarera.
FIRZ, ochenta y siete años, camarero.
YASCHA, joven ayuda de cámara.
Un desconocido.
El jefe de la estación del ferrocarril.
PESTOVITCH TCHINOVNIK, funcionario público.
Gente en visita.
Sirvientes.

Primera parte

Casa—habitación en la finca de Lubova Andreievna. Aposento llamado «de los niños», porque allí durmieron siempre los niños de la familia. Una puerta comunica con el cuarto de Ania. Muebles sólidos, de caoba barnizada, estilo 1830. Macizo velador. Amplio canapé. Viejo armario. En las paredes, litografías iluminadas. Despunta el alba de un día del mes de mayo. Luz matinal, tenue, propia de los crepúsculos del Norte. Por la ancha ventana, el jardín de los cerezos muestra a todos sus árboles en flor. La blancura tenue de las flores armonízase con la suave claridad del horizonte, que se ilumina poco a poco. El jardín de los cerezos es la belleza, el tesoro de la finca; es el orgullo de los propietarios. Aquí están Duniascha, en pie, con una vela en la mano; Lopakhin, sentado, con un libro abierto delante de sus ojos.

LOPAKHIN (aplicando el oído). —Paréceme que el tren ha llegado por fin. ¡Gracias a Dios! ¿Puedes decirme qué hora es?

DUNIASCHA. —Son las dos. (Apaga la bujía.) Ya lo ve usted, amanece.


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Dominio público
39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 914 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Sala Número Seis

Antón Chéjov


Novela corta


I

Hay dentro del recinto del hospital un pabelloncito rodeado por un verdadero bosque de arbustos y hierbas salvajes. El techo está cubierto de orín, la chimenea medio arruinada, y las gradas de la escalera podridas. Un paredón gris, coronado por una carda de clavos con las puntas hacia arriba, divide el pabellón del campo. En suma, el conjunto produce una triste impresión.

El interior resulta todavía más desagradable. El vestíbulo está obstruido por montones de objetos y utensilios del hospital: colchones, vestidos viejos, camisas desgarradas, botas y pantuflas en completo desorden, que exhalan un olor pesado y sofocante.

El guardián está casi siempre en el vestíbulo; es un veterano retirado; se llama Nikita. Tiene una cara de ebrio y cejas espesas que le dan un aire severo, y encendidas narices. No es hombre corpulento, antes algo pequeño y desmedrado, pero tiene sólidos puños. Pertenece a esa categoría de gentes sencillas, positivas, que obedecen sin reflexionar, enamoradas del orden y convencidas de que el orden sólo puede mantenerse a fuerza de puños. En nombre del orden, distribuye bofetadas a más y mejor entre los enfermos, y les descarga puñetazos en el pecho y por dondequiera.

Del vestíbulo se entra a una sala espaciosa y vasta. Las paredes están pintadas de azul, el techo ahumado, y las ventanas tienen rejas de hierro. El olor es tan desagradable que, en el primer momento cree uno encontrarse en una casa de fieras: huele a col, a chinches, a cera quemada y a yodoformo.

En esta sala hay unas camas clavadas al piso; en las camas—éstos, sentados; aquéllos, tendidos—hay unos hombres con batas azules y bonetes en la cabeza: son los locos.

Hay cinco: uno es noble, y los otros pertenecen a la burguesía humilde.


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Dominio público
60 págs. / 1 hora, 46 minutos / 1.911 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Tristeza

Antón Chéjov


Cuento


La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

—¡Cochero! —oye de pronto Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 885 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujer Indefensa

Antón Chéjov


Cuento


A pesar del acceso de gota que le atormentó toda la noche, y a pesar del estado extremadamente nervioso en que se encontraba Kistunov, el director del banco se fué a la oficina por la mañana y empezó a recibir a los clientes. Su actitud era lánguida, y hablaba con voz apagada, como un moribundo.

—¿En qué podemos servir a usted?— preguntó a una mujer que llevaba una capa pasada de moda y ridícula.

—Mire vuestra excelencia—empezó a explicar la mujer precipitadamente—. Mi marido Chukin, empleado público ha estado enfermo durante cinco meses, y se le ha hecho saber que su plaza está ya ocupada. Cuando he ido a cobrar su sueldo, me han descontado 27 rublos y 36 copecks, pretendiendo que debe esa suma a la caja de seguros mutuos. Yo no tengo que ver con eso, y reclamo que se me paguen los 27 rublos y 36 copecks. Soy una pobre mujer indefensa, desamparada, maltratada y ultrajada por todo el mundo, y por eso me dirijo a vuestra excelencia...

Manifestó el propósito de llorar y se puso a buscar el pañuelo. Kistunov tomó la petición escrita que ella le tendía, y comenzó a leerla.

—Perdone usted, señora—dijo, encogiéndose de hombros—. No comprendo nada. Sin duda, ha equivocado usted la dirección: la solicitud de usted no tiene relación alguna con nuestro banco. Diríjase usted al ministerio donde trabajaba su marido.

—Me he dirigido ya a cinco oficinas, y no se han dignado siquiera aceptar mi solicitud. No sabía qué hacer, y mi yerno, Boris Matveich, a quien Dios bendiga, me ha sugerido la idea de dirigirme a usted. «El señor Kistunov—me ha dicho—tiene gran influencia, es omnipotente; no tiene usted más que preguntar por él.» Y me dirijo a vuestra excelencia; sólo vuestra excelencia puede ayudarme.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 394 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Gusev

Antón Chéjov


Cuento


I

Las tinieblas se hacen mas espesas. Llega la noche.

Gusev, un soldado con la licencia absoluta, se incorpora en su litera y dice a media voz:

—Escucha, Pavel Ivanich; me ha contado un soldado que su barco se estrelló en aguas de la China, contra un pez tan grande como una montaña. ¿Es posible? Pavel Ivanich no contesta, como si no le hubiera oído.

El silencio reina de nuevo. El viento se pasea por entre los mástiles. La máquina las olas y las hamacas producen un ruido monótono; pero, habituado a él el oido desde hace mucho tiempo, casi no lo percibe, y diríase que todo, en torno, está, sumido en un sueño profundo.

El tedio gravita sobre los viajeros de la cámara hospital. Dos soldados y un marinero tornan enfermos de la guerra; se han pasado el día jugando a las cartas; pero, cansados de jugar, se han acostado, y duermen.

El mar parece algo picado. La litera en que está acostado Gusev, ora sube, ora baja, con lentitud, como un pecho anhelante. Algo ha sonado al caer al suelo, acaso una taza metálica.

— El viento ha roto sus cadenas y se pasea por el mar a su gusto — dice Gusev, el oído atento.

Ahora Pavel Ivanich no se calla, sino que tose y dice con voz irritada:

— ¡Dios mío, que bestia eres! Cuando no se te ocurre contar que un barco se estrelló contra un pez, dices que el viento ha roto sus cadenas, como si fuera un ser viviente...

— No lo digo yo, lo aseguran los buenos cristianos.

— Son tan ignorantes como tú. Hay que tener la cabeza sobre los hombros y no creer todas las tonterías one se cuentan. Hay que reflexionar y no acogerlo todo sin crítica, a ciegas.


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Dominio público
14 págs. / 26 minutos / 266 visitas.

Publicado el 2 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Miedo

Antón Chéjov


Cuento


Tres veces en mi vida he tenido miedo.

El primer miedo que me hizo estremecer y me puso los pelos de punta obedeció a una causa insignificante, pero extraordinaria.

Para pasar el rato fuí un día a la estación a recoger los periódicos.

Era una tarde caliente del mes de julio, silenciosa y calma como las hay en medio del verano; a veces se suceden así sin interrupción una y dos semanas, y acaban repentinamente con una tormenta y un soberbio chaparrón.

El sol había desaparecido y todo estaba envuelto en una sombra gris. El aire, inmóvil, hallábase impregnado del perfume penetrante de las flores y de las hierbas campestres.

Yo iba en un carro ordinario. Detrás, colocada la cabeza en un saco de avena, dormía dulcemente el hijo del jardinero Pachka, niño de ocho años, que venía conmigo por si fuera necesario cuidar del caballo.

Ibamos por el estrecho camino vecinal que se escondía como una serpiente en medio del trigo. Iniciábase el crepúsculo. La raya luminosa del poniente era velada por una nube estrecha, que semejaba un hombre envuelto en una manta... Anduve uno, dos, tres kilómetros, y en el fondo claro del crepúsculo destacáronse unos tilos altos y delgados; detrás de ellos se veía el río, y como por encantamiento apareció delante de mí un hermoso cuadro. Hube de parar el caballo, porque la vertiente era escarpada. Estábamos en la cúspide del monte. Abajo, en el espacio lleno de crepúsculo, se encontraba el pueblo, guardado por hileras de tilos y cercado por el río... Sus casas, la torre de la iglesia, los árboles, se reflejaban en la superficie del agua, lo cual aumentaba el aspecto fantástico del paisaje. Todo dormía.

Desperté a Pachka, a fin de impedirle que se cayera del carro, y empecé a bajar lentamente.

—¿Hemos llegado a Lucovo?—preguntó Pachka, incorporándose perezosamente.

—Sí; ten las riendas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 447 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

La Celebridad

Antón Chéjov


Cuento


Son las doce de la noche. Mitiá Kuldarof, muy excitado, los cabellos en desorden, entra como un torbellino en casa de sus padres y empieza a correr por todas las estancias.

Sus padres están acostándose. La hermana, ya en el lecho, acaba de leer la última página de una novela. Los hermanos colegiales duermen.

—¿De dónde vienes?—le preguntan sus padres—. ¿Qué te ocurre?

—No me lo preguntéis. Yo no me lo esperaba, no; nunca me lo podía esperar. Es increíble.

Déjase caer en una butaca, riendo a carcajadas. La felicidad le impide tenerse en pie.

—Es increíble. No os lo hubierais imaginado nunca. Podéis mirar.

La hermana salta de la cama, se echa un manto sobre los hombros y se acerca a él. Los colegiales se despiertan.

—¿Qué te pasa? Diríase que te has vuelto loco.

—Es de alegría, mamá. Toda Rusia me conoce ahora, toda... Antes erais vosotros los únicos en saber que en este mundo existe Dimitri Kuldarof. En adelante toda Rusia lo sabrá. Madrecita. ¡Dios mío!

Mitiá salta, da algunos pasos y vuelve a arrellanarse en su sillón.

—Pero, ¿qué pasa, en fin? Cuéntalo razonadamente.

—Vosotros vivís sin vida, como unos salvajes. No leéis los periódicos. No hacéis caso alguno de la publicidad. Y la verdad es que los periódicos contienen cosas extraordinarias. Nada de lo que sucede puede mantenerse oculto. ¡Qué feliz soy, Dios mío! En los periódicos solamente se habla de gente célebre, y he aquí que ahora se han ocupado también de mí.

—¿Que hablan de ti? ¿Dónde?

El papá se pone pálido. La mamá mira los grabados y se santigua. Los colegiales saltan de sus camas, tapados apenas por sus camisas de dormir, muy cortas, y se acercan al hermano mayor.

—Sí, señor; se han ocupado de mí; toda Rusia me conoce. Vea usted este periódico, mamá; guárdele como recuerdo. De vez en cuando lo volveremos a leer. Míralo.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 369 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Camaleón

Antón Chéjov


Cuento


Por la plaza del mercado pasa el inspector de Policía Ochumelof, vistiendo su gabán nuevo y llevando un paquete en la mano. Detrás de él viene el guarda municipal, rojo, de pelo hirsuto, con un cedazo repleto de grosellas confiscadas.

Reina un silencio completo... En la plaza no hay un alma. Las puertas abiertas de las tiendas y de las tabernas parecen bocas de lobos hambrientos. Junto a ellas no se ven ni siquiera mendigos.

—¡Me muerdes, maldito! ¡Chicos, a cogerlo! ¡Está prohibido morder! ¡Cógelo! ¡Por aquí...!

Óyense aullidos de perro. Ochumelof mira en derredor suyo y ve que del depósito de maderas del comerciante Pichaguin se escapa un perro, con una pata encogida. Persíguelo un hombre en mangas de camisa y chaleco desabrochado. Este hombre corre a todo correr y cae, pero logra agarrar al perro por las patas de atrás. Resuenan un segundo aullido y gritos: «¡No le sueltes!» Por las puertas asoman caras somnolientas, y al cabo de pocos minutos, una gran cantidad de gente aglomérase delante del almacén.

—Es un escándalo público—exclama el guardia municipal.

Ochumelof da una vuelta y se acerca al gentío. En el dintel de la puerta está un hombre en mangas de camisa, el cual, levantando el brazo, muestra su dedo ensangrentado a la muchedumbre. Su voz y su gesto aparecen triunfantes. Su dedo semeja una enseña victoriosa. Diríase que todo su rostro, y aun él mismo, quieren expresar «Ya me las pagaréis todas». Ochumelof reconoce al hombre. Es el joyero Hrinkin: En medio del círculo, temblando con todo su cuerpo, está sentado el culpable: un cachorro lebrel, con el hocico en punta y manchas rubias en el lomo. Sus ojos revelan su terror.

—¿Qué ocurre?—interroga Ochumelof, introduciéndose entre la gente—. ¿Qué pasa? ¿Quién grita? ¿Qué ocurre con el dedo?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 358 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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