Tomo primero
En la casa de la viuda de Musurin celébrase un banquete de boda.
Veintitrés comensales; ocho de ellos no comen nada, dormitan y
aseguran que están «mareados». Las velas, el quinqué y el candelabro
cojo, alquilado en la hospedería vecina, resplandecen tanto, que uno de
los convidados—el telegrafista—guiña los ojos y habla melindrosamente de
la electricidad, profetizando el dominio de este último sistema de
alumbrado: «A la electricidad en general le está reservado un gran
porvenir.» Pero los comensales le escuchan con cierto desdén.
—La electricidad... —murmura el padrino, fijando sus miradas
aturdidas en su plato—la electricidad, o sea el alumbrado eléctrico, no
es, a mi sentir, mas que una trampa. Meten allí un carboncillo y se
creen que la gente es tonta. ¡No, amigo; dame lumbre que no sea un
carboncillo, sino algo substancioso, ardiente, que arda! Dame fuego,
¿comprendes? ¡Fuego verdadero!, no imaginario.
—Si usted viera de qué está compuesta una batería eléctrica—contesta el telegrafista, dándose tono—hablaría usted de otro modo.
—No tengo ningún deseo de verla... ¡estafadores que sois!...
¡Engañáis a la gente sencilla! ¡Os conozco! Y usted, joven, señor
don..., no tengo el honor de saber su nombre y apellido, en lugar de
hablar en favor de esas engañifas, beba usted e invite a los demás a que
beban...
—Soy completamente de su opinión, padrino—interviene con voz de
falsete el novio, Aplombof, joven de cuello largo y cabellos en punta—.
¿Para qué entablar estas conversaciones científicas? No me disgusta a mí
tampoco hablar de inventos nuevos; pero en otra ocasión y otro lugar.
¿Qué te parece, machère?—prosigue, volviéndose a la novia.
La novia, Dachenka, que tiene marcadas en sus facciones todas las
cualidades menos una, la facultad de pensar, ruborízase y balbucea:
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