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autor: Apuleyo editor: Edu Robsy textos no disponibles


Apología

Apuleyo


Filosofía


Exordio

Yo estaba seguro y consideraba como cierto, ¡oh Claudio Máximo y cuantos formáis parte del consejo asesor!, que Sicinio Emiliano, anciano de insensatez bien notoria, dada la inexistencia de cargos fundados, trataría de llevar adelante, sólo a base de invectivas injuriosas, la acusación que ante ti ha formulado contra mí, antes de haberla meditado seriamente consigo mismo. Cualquier inocente puede, en efecto, ser acusado, pero no puede probarse su culpabilidad, si no es verdaderamente culpable. Confiado, sobre todo, en este principio, me felicito, a fe mía, por haberme caído en suerte la amplia posibilidad de defender la pureza de la filosofía frente a los ignorantes y de probar mi inocencia ante un juez como tú. Aunque estas acusaciones calumniosas, así como a primera vista son graves, así también, por imprevistas, han agravado la dificultad de defenderse de ellas. Pues, como bien recuerdas, hace cuatro o cinco días, al disponerme a defender, en interés de mi esposa Pudentila, la causa contra los Granios, cuando menos me lo esperaba, los abogados de Emiliano. tal como lo habían acordado, comenzaron a colmarme de injurias, a acusarme de maleficios mágicos y, por último, de la muerte de mi hijastro Ponciano. Al darme cuenta de que los cargos de que se me hacía objeto no tenían relación alguna con tal proceso, sino que se proferían acusaciones calumniosas, para suscitar un escándalo, tomé la iniciativa y, con mis constantes requerimientos, los intimé a presentar una acusación en toda regla. Pero, entonces, Emiliano, al ver que tú también te habías indignado sobremanera y que de las simples palabras se había pasado a una acción judicial, como desconfiaba del éxito, comenzó a buscarle un refugio a su ligereza.


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123 págs. / 3 horas, 36 minutos / 352 visitas.

Publicado el 15 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

Flórida

Apuleyo


Discurso


I

Un alto obligado en un viaje presuroso.

Del mismo modo que los viajeros piadosos, cuando encuentran en su camino un bosquecillo sagrado o algún lugar santo, suelen formular votos, ofrendar un fruto y sentarse un momento, así también, al entrar en esta sacratísima ciudad, he de suplicaros, ante todo, vuestro favor, pronunciar un discurso y refrenar mi prisa, por mucha que ésta sea. No podrían, en efecto, imponer con más justicia al caminante una demora piadosa, ni un altar adornado con guirnaldas de flores, ni una gruta sombreada de follaje, ni una encina cargada de cuernos, ni un haya coronada con pieles de fieras, ni siquiera un túmulo, cuya verja le da carácter sagrado, ni un tronco convertido en imagen por la acción del hacha, ni un pedazo de césped humedecido por las libaciones, ni una piedra impregnada de aceite perfumado. Todas estas cosas son, en efecto, insignificantes y, aunque unos pocos viajeros, después de haberse informado sobre ellas, les formulan votos, sin embargo, los más no se fijan en ellas y pasan de largo.

II

La vista humana y la del águila.

En cambio, lo mismo hizo mi antepasado Sócrates, el cual, como hubiese visto un bello efebo, que guardaba prolongado silencio, le dijo: «di también algo, para que yo te vea».

Seguramente Sócrates no veía a un hombre, si éste estaba callado. Estimaba, en efecto, que no hay que juzgar a los hombres con la mirada de los ojos, sino con la agudeza de la mente y la penetración del espíritu.

Esta opinión no coincidía con la del soldado de Plauto, que dice así:

Vale más un solo testigo con ojos, que diez con orejas.

Sócrates, por el contrario, había retorcido este verso y lo aplicaba al examen atento de los hombres:

Vale más un solo testigo con orejas, que diez con ojos.


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Publicado el 15 de marzo de 2018 por Edu Robsy.