Textos por orden alfabético inverso de Armando Palacio Valdés disponibles | pág. 2

Mostrando 11 a 20 de 77 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Armando Palacio Valdés textos disponibles


12345

Sociedad Primitiva

Armando Palacio Valdés


Cuento


La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos, particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos, llenos de profundas enseñanzas.

Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los niños.

En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor, los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en la vida.

Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado. Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre, dominador de la existencia y recreándose en ella.

Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne, dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá, sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba, parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 61 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Riverita

Armando Palacio Valdés


Novela


Tomo I

I

La primera noticia que Miguel tuvo del matrimonio de su padre se la dio el tío Bernardo, persona de extremada respetabilidad y carácter. Tomole de la mano gravemente momentos antes de comer, y le llevó a su escritorio, una pieza de aspecto sombrío, llena de cachivaches antiguos, grandes armarios de libros y cuadros al óleo que el tiempo había oscurecido hasta no percibirse siquiera las figuras. Las sillas eran de roble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra más vieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez. Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado y augusto para la familia. Una vez se lo había enseñado su primo Enrique desde la puerta alzando discretamente la cortina y mirando con temor hacia atrás para no ser sorprendido en flagrante profanación. Otra vez había sido residenciado por su tío en aquel recinto en compañía del mismo Enrique por haber ambos maltratado de palabra y de obra a la cocinera de la casa bajo el pretexto infundado de que no eran suficientes dos peras por barba para merendar. No es fácil imaginar, pues, el respeto que esta pieza le merecía a Miguel, aunque su temperamento no fuese demasiadamente respetuoso, según constaba de modo incontestable en la escuela y en otros diversos parajes de la villa.

D. Bernardo dejó a su sobrino arrimado a la mesa de escribir y comenzó a pasear silenciosamente y con las manos atrás; sopló con fuerza tres o cuatro veces, desgarró otras tantas, y dijo al fin parándose un instante:

—Miguel, tú tienes uso de razón, ¿no es cierto?

Miguel le miró, abriendo mucho los ojos, sin contestar.

—¿Has cumplido los siete años?—manifestó su tío poniendo el concepto más al alcance del niño.

—Tengo ocho.


Leer / Descargar texto

Dominio público
318 págs. / 9 horas, 17 minutos / 215 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Resiste al Malvado

Armando Palacio Valdés


Cuento


Me hallaba sentado en uno de los bancos del paseo del Prado. Delante de mí jugaban unos niños. Hubo disputa entre ellos, y uno más fuerte maltrató a otro más débil. Este, llorando desesperadamente, se fué a buscar a otros amigos que jugaban un poco más lejos; vino con ellos, y entre todos tomaron cumplida satisfacción del agresor, golpeándole rudamente.

He aquí el compendio de la sociedad humana—me dije—, he aquí sus fundamentos. El delincuente, la víctima; después, la justicia reparadora. Este niño, si hubiera podido devolver los golpes recibidos, no habría acudido a sus compañeros, los cuales, en este caso, no significan otra cosa más que una prolongación de sus brazos vengadores. ¿Qué es la justicia humana con sus tribunales, sino una fuerza que se añade a la nuestra para que tomemos venganza de quien nos ha hecho daño? Por eso el conde Tolstoi, grande y escrupuloso lector del Evangelio, sostiene que no deben existir los tribunales de justicia. No resistáis al malvado; no juzguéis a vuestros hermanos; presentad la mejilla derecha cuando os hayan herido en la izquierda, etc., etc.

Pero ocurre preguntar: si los hombres no volviéramos mal por mal, y si no lo hubiéramos devuelto en una larga, serie de siglos, ¿existiría la sociedad humana? ¿Existiría el Cristianismo? ¿Evangelizaría a los rusos el conde de Tolstoi desde su finca de Moscou? El mensaje de Cristo es para la eternidad, y El mismo afirmó que los tiempos no estaban aún maduros para que fructificase su semilla. Arrojada en un campo inculto, queda asfixiada instantáneamente por las malas hierbas. Un tipo de sociedad, y de sociedad bien organizada, es necesario para que los hombres comprendan y acepten la ética del Evangelio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 42 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 47 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Polifemo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

—Voy a comunicarle a usted un secreto —decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.


Leer / Descargar texto


6 págs. / 11 minutos / 195 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pitágoras

Armando Palacio Valdés


Cuento


Entre los muchos filósofos con quienes tropecé en las casas de huéspedes que he recorrido mientras seguí la carrera de Ciencias, ninguno más enamorado de la Filosofía que mi amigo Amorós. Puede decirse que no vivía más que para esta dama de sus pensamientos. El duro catre de la patrona, sus garbanzos no mucho más blandos, sus albondiguillas, sus insolencias, eran para él sabrosas penitencias que ofrecía en holocausto a su adorada Metafísica. Los demás murmurábamos; a veces rugíamos de dolor e indignación: él sonreía siempre, no comprendiendo que se diese tanta importancia a que las sábanas nos llegasen a la rodilla o un poco más abajo, que el agua de la jofaina tuviese cucarachas, y otras niñerías por el estilo.

Primero faltaría el sol en su carrera que él a sus cátedras de la Universidad, y el que quisiera poner el reloj en hora no tenía más que atisbar sus entradas y salidas en el feo y sucio portal de la Biblioteca Nacional. Unas veces leía a Platón, otras a Aristóteles; pero el mayor filósofo, a su entender, que había producido el mundo era Krause, porque había resuelto el problema de armonizar el panteísmo con el teísmo por medio de una lenteja esquemática, que nos mostraba poseído de profunda admiración. Inútil es decir que a los que estudiábamos Derecho, o Ciencias, o Farmacia, nos despreciaba, mejor dicho, nos dedicaba un desdén compasivo que a algunos hacía reir, y a otros montar en furor. Porque éramos seis o siete los que, bajo el yugo ominoso de doña Paca, estudiábamos en aquel cuarto tercero de la plaza de los Mostenses diversas carreras liberales. De su desdén nos vengábamos llamándole siempre Pitágoras, negándole la existencia del espíritu, y pellizcando en su presencia a la doméstica que nos servía a la mesa. Esto último era lo que más desconcertaba al bueno de Amorós, que era casto como un elefante y se enfurecía de que se tomase a la Humanidad como medio, y no como fin.


Leer / Descargar texto

Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 68 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Perico el Bueno

Armando Palacio Valdés


Cuento


Nuestros ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 55 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Opacidad y Transparencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay pocos hombres con los cuales me agrade tanto el encontrarme como con el doctor Mediavilla. Es afable, despreocupado, culto, observador, ingenioso y siempre ameno. No es frecuente que nos tropecemos, pues gravitamos en órbitas distintas; pero cuando esto sucede, pasamos largo rato departiendo en medio de la acera, o bien me invita a entrar en el café más próximo, y bebemos una botella de cerveza.

Sólo tiene para mí una desventaja su conversación. Nunca discurre acerca de lo que más sabe y pudiera instruirme, de las ciencias físicas y naturales, en las cuales está reputado como sabio eminente. O por la necesidad de reposarse de estos estudios y cambiar momentáneamente la dirección de sus ideas, o impulsado por una cortesía mal entendida, suele hablarme de literatura y de política. Lo hace muy bien, mejor que muchos literatos y políticos de profesión; pero no hay duda que sería para mí más provechosa si la plática versara acerca de las ciencias que cultiva.

Otro reparo pudiera acaso oponer a su amenísima charla. El doctor Mediavilla es un pesimista convencido, y presiento que si le tuviera siempre a mi lado concluiría por fatigarme. A largos intervalos, y sazonado por un ingenio sutil y penetrante, su pesimismo interesa y convence.

No hace muchos días, la casualidad me hizo dar con él no muy lejos de la puerta de su casa, hacia la cual se encaminaba. Caían algunas gotas de lluvia, y no habiendo por allí ningún café próximo, y no queriendo privarse del gusto de charlar un rato, me invitó a subir a su domicilio. Resistí un poco: las presentaciones a la familia me molestan. Comprendiólo él, y me aseguró que no entraríamos en sus habitaciones, sino que subiríamos directamente al laboratorio que tenía instalado en el cuarto tercero de la misma casa.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 38 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mercí, Monsieur

Armando Palacio Valdés


Cuento


La Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 43 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Maximina

Armando Palacio Valdés


Novela


I

Llegó á Pasajes Miguel, un viernes por la tarde. Al apearse del tren halló el esquife de Úrsula amarrado á la orilla.

—Felices tardes, D. Miguel—le dijo la batelera, expresando en su rostro, cada vez más encendido por el alcohol, una alegría sincera.—Ya me pensaba que no le vería más...

—¿Pues?

—¡Qué sé yo!... eso de casarse lo entienden tan mal los hombres... Pues mire usted, señorito, aquí en el pueblo todos se han alegrado mucho al saber la noticia... Sólo algunas envidiosas no querían creerlo... ¡Jesucristo lo que voy á hacerlas rabiar esta noche! Voy á recorrer el pueblo diciendo que yo misma le he llevado á casa de D. Valentín.

—Déjate de hacer rabiar á nadie—repuso el joven riendo—y aprieta un poco más á los remos.

—¿Tiene gana de ver á Maximina?

—¡Vaya!

Era la hora del oscurecer. Las sombras amontonadas en el fondo de la bahía subían ya á lo alto de las montañas. En los pocos buques anclados la tripulación se ocupaba en la carga y descarga, y sus gritos y el chirrido de las maquinillas era lo único que turbaba la paz de aquel recinto. Allá enfrente comenzaban á verse algunas luces dentro de las casas. Miguel no apartaba los ojos de una que fulguraba débilmente en la morada del ex capitán del Rápido. Sentía un anhelo grato y deleitable que estremecía de vez en cuando sus labios y hacía perder el compás á su corazón. Pero en el balcón de madera, donde tantas veces se había reclinado para contemplar la salida y entrada de los buques, nadie parecía ahora. Su rostro contraído denunciaba el afán que le embargaba. Úrsula sonreía mirándole fijamente sin que él lo advirtiese.


Leer / Descargar texto

Dominio público
327 págs. / 9 horas, 33 minutos / 220 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

12345