El hombre del mundo que yo pensaba menos expuesto a volverse loco era mi amigo Montenegro.
Era un ser tímido, reflexivo, metódico, lector asiduo de La Época, apuntador incansable de todos sus gastos, hasta de las cajas de cerillas que compraba.
Y, sin embargo, cayó repentinamente en una espantosa demencia.
Una tarde le encontré en el Retiro, y me pidió un millón de pesetas
para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que
importaría, aproximadamente, cincuenta millones; él se había suscrito ya
por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros
más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.
Para llevar a feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy
conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en
España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc.,
etc.
Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una
tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo
avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El
presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo,
los Evangelios, etc.
Se dió la voz: «Un señor diputado va a prestar juramento.»
Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro,
vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón
y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.
¿Por qué ríe todo el mundo a carcajadas? Es que Montenegro llevaba un
zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su
nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un
loco, y lo hace retirar.
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