La verdad es que para indemnizarme de los juegos de los
hombres grandes, no encuentro nada más agradable que los juegos de los
pequeños. Los de los primeros son pesados, nocivos, melancólicos,
particularmente la política; los de los segundos, alegres, expresivos,
llenos de profundas enseñanzas.
Por eso, cuando paseo en el parque del Retiro, acostumbro a sentarme
en cualquier banco de madera (nunca de piedra, por razones que me
reservo), y paso momentos bien gratos contemplando el bullicio de los
niños.
En este pequeño mundo, como en el otro, existen toda clase de
pasiones, desde la envidia rastrera hasta el sublime heroísmo; el amor,
los celos, la arrogancia, el valor y el miedo. Pero todas ellas son
adorables, encantadoras, porque todas son naturales. La Naturaleza no
produce cosas feas. Es nuestra infame reflexión quien las introduce en
la vida.
Luego, aquellas escenas que presencio me transportan a las primeras
edades del mundo y a los comienzos de la sociedad humana. ¡Qué santa
libertad para anudar y deshacer relaciones! La amistad cordial, el odio
franco, la envidia declarada, la vanidad ostensible, el miedo confesado.
Es una sociedad primitiva; es el ser humano independiente y libre,
dominador de la existencia y recreándose en ella.
Una niña cruzó por delante de mí con paso lento, casi solemne,
dirigiendo miradas de atención complaciente a todas partes. Era una
preciosa criatura de seis a siete años, rubia como una mazorca. Su mamá,
sin duda, era aficionada a las flores. Ella las miraba y remiraba,
parándose delante de una y de otra, acariciándolas alguna vez con su
manecita, tan blanca, tan primorosa, que no desmerecía de ellas. ¿Su
mamá era inteligente en jardinería? Pues ella también lo era, y lo
demostraba cortando con unas tijeritas las hojas que les sobraban.
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