I
Si el domingo llueve, suelo pasar la tarde en el teatro,
y si en los teatros no se representa nada digno de verse, me encamino a
casa de mi vieja amiga doña Carmen Salazar, la famosa poetisa que todo
el mundo conoce.
Habita un principal amplio y confortable de la plaza de Oriente, en
compañía de su único hijo Felipe y de su nuera. No tiene nietos, y puede
creerse que ésta es la mayor desventura de su vida, porque adora a los
niños.
Nadie ignora en España que la Salazar (como se la llama siempre) ha
obtenido algunos triunfos en el teatro y que sus poesías líricas merecen
el aplauso de los doctos, que se aproxima a los ochenta años, y que
hace más de treinta que ha dejado de escribir. Pero sólo los amigos
sabemos que a pesar de su edad y de ciertas rarezas, por ella
disculpables, conserva lúcida su inteligencia, y que esta lucidez, en
vez de mermar, aumenta gracias a la meditación y al estudio, que su
conversación es amenísima, y nadie se aparta de ella sin haber aprendido
algo.
Hice sonar la campanilla de la puerta y ladró un viejo perro de lanas
que siempre afectó no conocerme, aunque estuviese harto de verme por
aquella casa. Salió a abrirme una doméstica, reprimió con trabajo los
ímpetus de aquel perro farsante, que amenazaba arrojarse sin piedad
sobre mis piernas, y con sonrisa afable me introdujo sin anuncio en la
estancia de la señora. Era un gabinete espacioso con balcón a la plaza;
los muebles, antiguos, pero bien cuidados; librerías de caoba charolada,
butacas de cuero, una mesa en el centro, otra volante cerca del balcón,
arrimada a la cual leía doña Carmen.
Al sentir ruido, alzó la cabeza, dejó caer las gafas sobre la punta
de la nariz, y una sonrisa benévola dilató su rostro marchito.
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