Textos de Armando Palacio Valdés disponibles | pág. 7

Mostrando 61 a 70 de 77 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Armando Palacio Valdés textos disponibles


45678

Los Papeles del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Cuento


Prólogo del editor

I

¿Por qué le llamábamos doctor Angélico? Porque era ya doctor en Ciencias cuando nosotros cursábamos aún el año preparatorio de Jurisprudencia, y porque se llamaba Angel, Angel Jiménez. Una bromita de chicos que él no tomaba a mala parte porque era la bondad personificada.

La primera impresión que Jiménez producía era de desvío, casi de miedo. Unas barbas aborrascadas, unos cabellos crespos, un color cetrino, unos ojos negros ligeramente hundidos, de mirar insistente y duro; no exageraría diciendo agresivo. Pocos hombres serían capaces de resistir aquella mirada. Pero en los años que nosotros contábamos todavía no se tiene miedo a los hombres, y nuestra fuerza de afinidad no ha sufrido menoscabo. Además, Jiménez era doctor, nos llevaba cinco o seis años de edad, y en aquel período de la vida tales diferencias constituyen una superioridad a la cual rendíamos tributo, perdonando sus palabras sarcásticas y sus modales bruscos.

El primero que se convenció de que aquel hombre no era un ser atrabiliario fuí yo. Paseábamos una mañana emparejados por los corredores de la Universidad esperando la hora de clase, pues Jiménez, que aspiraba a hacerse doctor también en Filosofía y Letras, cursaba aquel año las mismas asignaturas que nosotros. Le narré, por incidencia, cierto rasgo de abnegación llevado a cabo por un individuo de mi familia, y al pasar por delante de una ventana, como la luz le diese de lleno en el rostro, observé que sus ojos estaban rasados de lágrimas, aunque sin perder su habitual dureza.


Leer / Descargar texto

Dominio público
297 págs. / 8 horas, 40 minutos / 248 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Riverita

Armando Palacio Valdés


Novela


Tomo I

I

La primera noticia que Miguel tuvo del matrimonio de su padre se la dio el tío Bernardo, persona de extremada respetabilidad y carácter. Tomole de la mano gravemente momentos antes de comer, y le llevó a su escritorio, una pieza de aspecto sombrío, llena de cachivaches antiguos, grandes armarios de libros y cuadros al óleo que el tiempo había oscurecido hasta no percibirse siquiera las figuras. Las sillas eran de roble viejo, las cortinas de terciopelo viejo también, la alfombra más vieja todavía, la mesa de escribir un verdadero prodigio de vejez. Miguel sólo dos veces en su vida había visto este aposento sagrado y augusto para la familia. Una vez se lo había enseñado su primo Enrique desde la puerta alzando discretamente la cortina y mirando con temor hacia atrás para no ser sorprendido en flagrante profanación. Otra vez había sido residenciado por su tío en aquel recinto en compañía del mismo Enrique por haber ambos maltratado de palabra y de obra a la cocinera de la casa bajo el pretexto infundado de que no eran suficientes dos peras por barba para merendar. No es fácil imaginar, pues, el respeto que esta pieza le merecía a Miguel, aunque su temperamento no fuese demasiadamente respetuoso, según constaba de modo incontestable en la escuela y en otros diversos parajes de la villa.

D. Bernardo dejó a su sobrino arrimado a la mesa de escribir y comenzó a pasear silenciosamente y con las manos atrás; sopló con fuerza tres o cuatro veces, desgarró otras tantas, y dijo al fin parándose un instante:

—Miguel, tú tienes uso de razón, ¿no es cierto?

Miguel le miró, abriendo mucho los ojos, sin contestar.

—¿Has cumplido los siete años?—manifestó su tío poniendo el concepto más al alcance del niño.

—Tengo ocho.


Leer / Descargar texto

Dominio público
318 págs. / 9 horas, 17 minutos / 220 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Maximina

Armando Palacio Valdés


Novela


I

Llegó á Pasajes Miguel, un viernes por la tarde. Al apearse del tren halló el esquife de Úrsula amarrado á la orilla.

—Felices tardes, D. Miguel—le dijo la batelera, expresando en su rostro, cada vez más encendido por el alcohol, una alegría sincera.—Ya me pensaba que no le vería más...

—¿Pues?

—¡Qué sé yo!... eso de casarse lo entienden tan mal los hombres... Pues mire usted, señorito, aquí en el pueblo todos se han alegrado mucho al saber la noticia... Sólo algunas envidiosas no querían creerlo... ¡Jesucristo lo que voy á hacerlas rabiar esta noche! Voy á recorrer el pueblo diciendo que yo misma le he llevado á casa de D. Valentín.

—Déjate de hacer rabiar á nadie—repuso el joven riendo—y aprieta un poco más á los remos.

—¿Tiene gana de ver á Maximina?

—¡Vaya!

Era la hora del oscurecer. Las sombras amontonadas en el fondo de la bahía subían ya á lo alto de las montañas. En los pocos buques anclados la tripulación se ocupaba en la carga y descarga, y sus gritos y el chirrido de las maquinillas era lo único que turbaba la paz de aquel recinto. Allá enfrente comenzaban á verse algunas luces dentro de las casas. Miguel no apartaba los ojos de una que fulguraba débilmente en la morada del ex capitán del Rápido. Sentía un anhelo grato y deleitable que estremecía de vez en cuando sus labios y hacía perder el compás á su corazón. Pero en el balcón de madera, donde tantas veces se había reclinado para contemplar la salida y entrada de los buques, nadie parecía ahora. Su rostro contraído denunciaba el afán que le embargaba. Úrsula sonreía mirándole fijamente sin que él lo advirtiese.


Leer / Descargar texto

Dominio público
327 págs. / 9 horas, 33 minutos / 225 visitas.

Publicado el 20 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

La Espuma

Armando Palacio Valdés


Novela


I. Presentación de la farándula

A las tres de la tarde el sol enfilaba todavía sus rayos por la calle de Serrano bañándola casi toda de viva y rojiza luz, que hería la vista de los que bajaban por la acera de la izquierda más poblada de casas. Mas como el frío era intenso, los transeuntes no se apresuraban a pasar a la acera contraria en busca de los espacios sombreados: preferían recibir de lleno en el rostro los dardos solares, que al fin, si molestaban, también calentaban. A paso lento y menudo, con el manguito de rica piel de nutria puesto delante de los ojos a guisa de pantalla, bajaba a tal hora y por tal calle una señora elegantemente vestida. Tras sí dejaba una estela perfumada que los tenderos plantados a la puerta de sus comercios aspiraban extasiados, siguiendo con la vista el foco de donde partían tan gratos efluvios. Porque la calle de Serrano, con ser la más grande y hermosa de Madrid, tiene un carácter marcadamente provincial: poco tráfago; tiendas sin lujo y destinadas en su mayoría a la venta de los artículos de primera necesidad; los niños jugando delante de las casas; las porteras sentadas formando corrillos, departiendo en voz alta con los mancebos de las carnicerías, pescaderías y ultramarinos. Así que, no era fácil que la gentilísima dama pasara inadvertida como en las calles del centro. Las miradas de los que cruzaban como de los que se estaban quietos posábanse con complacencia en ella. Se hacían comentarios sobre los primores de su traje por las comadres, y se decían chistes espantosos por los nauseabundos mancebos, que hacían prorrumpir en rugidos de gozo bárbaro a sus compañeros. Uno de los más salvajes y pringosos vertió en su oído, al cruzar, una de esas brutalidades que enrojecería súbito el cutis terso de una miss inglesa y le haría llamar al policeman y hasta quizá pedir una indemnización.


Leer / Descargar texto

Dominio público
401 págs. / 11 horas, 42 minutos / 400 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

El Cuarto Poder

Armando Palacio Valdés


Novela


I. Se levanta el telón, por esta vez sin metáfora

En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía hace algunos años un teatro no limpio, no claro, no cómodo, pero que servía cumplidamente para solazar en las largas noches de invierno a sus pacíficos e industriosos moradores. Estaba construído, como casi todos, en forma de herradura. Constaba de dos pisos a más del bajo. En el primero los palcos, así llamados Dios sabe por qué, pues no eran otra cosa que unos bancos rellenos de pelote y forrados de franela encarnada colocados en torno del antepecho. Para sentarse en ellos era forzoso empujar el respaldo, que tenía bisagras de trecho en trecho, y levantar al propio tiempo el asiento. Una vez dentro se dejaba caer otra vez el asiento, se volvía el respaldo a su sitio y se acomodaba la persona del peor modo que puede estar criatura humana fuera del potro de tormento. En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusma del pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura que el que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amalia la revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital. Llamábase a aquel recinto «la cazuela». Las butacas eran del mismo aborrecible pelote que los palcos y el forro debió ser también del mismo color, aunque no podía saberse con certeza. Detrás de ellas había, a la antigua usanza, un patio para ciertos menestrales que, por su edad, su categoría de maestros u otra circunstancia cualquiera, repugnaban subir a la cazuela y juntarse a la turba alborotadora. Del techo pendía una araña, cuajada de pedacitos de vidrio en forma prismática, con luces de aceite. Más adelante se substituyó éste con petróleo, pero yo no alcancé a ver tal reforma. Debajo de la escalera que conducía a los palcos había un nicho cerrado con persiana que llamaban «el palco de don Mateo». De este don Mateo ya hablaremos más adelante.


Leer / Descargar texto

Dominio público
411 págs. / 11 horas, 59 minutos / 335 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Años de Juventud del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Novela


ADVERTENCIA DEL EDITOR

Van transcurridos algunos años desde que di a la estampa varios de los papeles que me dejara en depósito mi amigo Angel Jiménez. Eran casi todos de orden filosófico, trazados con la libertad de espíritu del que escribe sólo para sí mismo y en el estilo conciso y desenfadado que le caracterizaba. El público los ha acogido con más benevolencia de la que podía esperarse tratándose de un escritor casi desconocido. Esto me anima a publicar hoy sus Memorias, que con el título de Años de juventud, encontré en uno de los legajos. Cuando empecé a leerlas confieso que experimenté una decepción. Pensaba hallar una historia circunstanciada de su vida. No es así: Las presentes páginas son más bien las memorias de sus amigos que las suyas propias. Jiménez poseía un carácter cerrado y huraño, no se interesaba demasiado por sí mismo, no tenía ansia de celebridad y gloria. En cambio, la vida privada y pública de sus amigos le agitaba más de lo justo. Tuvo algunos de relevante mérito y a ellos particularmente están consagrados la mayor parte de los capítulos de este libro. Yo hubiera preferido conocer en su intimidad la vida de un hombre a quien tanto he estimado. Sin embargo, el público no perderá nada con esta sustitución. Porque es seguro que más que la suya, oscura y tranquila, le ha de interesar la historia dramática de sus ilustres amigos,

A. P. V.

PRIMERA PARTE

I. MI VIAJE Y MI INSTALACIÓN EN LA CORTE DE ESPAÑA

Creo que mi padre tenía razón. En último resultado me hubiera convenido más permanecer a su lado, ayudarle en sus negocios, hacerlos prosperar y dejar transcurrir la vida dulcemente en el pueblo trabajando a mis horas, paseando a mis horas, durmiendo a mis horas, rezando a mis horas y no leyendo a ninguna.


Leer / Descargar texto

Dominio público
280 págs. / 8 horas, 10 minutos / 239 visitas.

Publicado el 14 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

La Alegría del Capitán Ribot

Armando Palacio Valdés


Novela


I

En Málaga no los guisan mal; en Vigo, todavia mejor; en Bilbao los he comido en más de una ocasión primorosamente aliñados. Pero nada tienen que ver estos ni otros que me han servido en los diferentes puntos donde suelo hacer escala con los que guisa una señora Ramona en cierta tienda de vinos y comidas llamada El Cometa, situada en el muelle de Gijón. Por eso cuando esta inteligentísima mujer averigua que el Urano ha entrado en el puerto, ya está preparando sus cacerolas para recibirme. Suelo ir solo por la noche, como un ser egoísta y voluptuoso que soy; me ponen la mesa en un rincón de la trastienda, y allí, a mis anchas, gozo placeres inefables y he pillado más de una indigestión.

Arribé el 9 de febrero, a las once de la mañana, y, como siempre, comí poco, preparándome con saludable abstinencia para la solemnidad de la noche. Dios no lo quiso. Poco antes de sonar la hora, un bárbaro marinero, al trasladar un farol, lo rompió, cayó la mecha encendida sobre una pipa de petróleo, se prendió fuego, acudimos a atajarlo, y con no poco trabajo, arrojando al agua esa y otras pipas, lo conseguimos. Se quemó la caseta del piloto, mucha jarcia y una parte de la obra muerta. En fin, la avería nos tuvo afanosos y en pie casi toda la noche. Y este fué el motivo de que no fuese a comer el plato de callos de la señora Ramona, como tuve a bien comunicárselo por medio del grumete, advirtiéndole al mismo tiempo que me aguardara sin falta aquella misma noche.


Leer / Descargar texto

Dominio público
184 págs. / 5 horas, 22 minutos / 280 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Aguas Fuertes

Armando Palacio Valdés


Cuentos, Colección


EL RETIRO DE MADRID

I. MAÑANAS DE JUNIO Y JULIO

Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de Junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, mas en el fondo siempre es idéntico.

Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: «¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!» Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.

El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.


Leer / Descargar texto

Dominio público
163 págs. / 4 horas, 45 minutos / 465 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2017 por Edu Robsy.

Polifemo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas; de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.

Por allí paseaba también metódicamente los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.

El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.

—Voy a comunicarle a usted un secreto —decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.

Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.


Leer / Descargar texto


6 págs. / 11 minutos / 206 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Puritanos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual sentía extremadamente.

—Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en que V. le ponga una cama en el gabinete… Pero cuidado… ¡sin ejemplar!…

—Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas. Lo hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.

Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid no tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que se había casado bastante joven.

Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
18 págs. / 32 minutos / 163 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

45678