Textos más populares este mes de Armando Palacio Valdés disponibles | pág. 6

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autor: Armando Palacio Valdés textos disponibles


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Bienaventuranza

Armando Palacio Valdés


Cuento


En la plaza de la villa se celebraba el mercado semanal los lunes. Allí se congregaban las campesinas de los contornos con sus cestas repletas de huevos y frutas y manteca. Gritaban las aldeanas ofreciendo sus mercancías, gritaban más alto aún las obreras y domésticas de la villa ofreciendo por ellas precios irrisorios, piaban las gallinas, gruñían los cerdos, mugían los terneros, relinchaban los potros. Todos estos ruidos envueltos llegaban hasta mí como un sordo rumor que me producía somnolencia.

Los lunes por la tarde no teníamos escuela a causa del mercado. El Municipio dejaba generosamente al maestro todo este tiempo para proveerse de comestibles. No necesitaba tanto.

En casa no querían que saliese a la calle, por miedo a los coches, a los borrachos, a las brujas, etc. Tampoco querían retenerme dentro de ella, porque molestaba con mis juegos ruidosos. Adoptábase un justo medio; me enviaban al almacén.

Era éste una vasta pieza vacía y polvorienta, con ventana abierta al soportal, pues la calle era de arcos, como otras muchas de la villa en que habitábamos. Prohibición absoluta de saltar por esta ventana al soportal. Llevaba, pues, mi pelota, mi peonza, mi escopeta de muelles, y me entretenía lo mejor posible en aquellas largas horas vespertinas. De vez en cuando me acercaba a la ventana, apoyaba los codos en el alféizar, y miraba cruzar a los transeuntes.

El único que me interesaba entre ellos era Nabor, mi amigo Nabor, un niño rechoncho y mofletudo que pasaba tristemente hacia su clase de latín con los libros bajo el brazo. Sólo tenía un año más que yo, y había asistido conmigo a la escuela hasta hacía poco tiempo; pero, debiendo partir en breve al Colegio de Artillería, sus padres le habían sacado de ella para que aprendiese latín, convencidos tal vez de que sin entender a Virgilio no dispararía jamás bien un cañón.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 59 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Intermedio del Editor

Armando Palacio Valdés


Cuento


En los últimos tiempos de su vida, cuando ya se advertían en su rostro las huellas de la enfermedad que le llevó al sepulcro, solíamos pasear algunas tardes por las cercanías de su hotel, situado en la parte oriental de Madrid, cerca del barrio de la Prosperidad. No es un paisaje riente ni variado el que por allí se descubre; pero la vista se extiende sin obstáculo por la llanura, el pecho se dilata, hay un derroche de luz y de aire que infunde alegría. Allá a lo lejos se divisan las crestas azuladas del Guadarrama.

En una de estas tardes caminábamos silenciosos, el uno en pos del otro, por el sendero que bordeaba un campo de trigo. Habíamos hablado bastante, y este silencio forzado a que nos obligaba la angostura del camino, nos servía de descanso. De pronto, al pasar cerca de un grupo de casas, o, por mejor decir, chozas, donde se albergaban los que recogen por las mañanas la basura de la capital, escuchamos desgarradores lamentos. En el mismo instante, una criatura de seis o siete años salió de la casa corriendo, y vino a abrazarse a mis rodillas gritando:

—¡Perdón, perdón!

Casi en el mismo instante que ella salió un hombre en su seguimiento con un manojo de cuerdas en la mano. Rugía como un tigre hambriento, y soltaba por la boca palabras más nauseabundas que la basura que apilaba cerca de su vivienda. Al acercarse a nosotros la niña, presa de indescriptible terror, y volviendo hacia él sus ojos extraviados, gritaba:

—¡Perdón, padre, perdón! ¡Es que me he caído, padre! ¡Es que me he caído!

El bárbaro, sin aplacarse, trató de apoderarse de la criatura, que seguía cogida a mis rodillas. Entonces Jiménez se interpuso, poniéndole las manos sobre el pecho.

—¿Quién es usted—vociferó aquel salvaje—para impedir que castigue a mi hija?


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Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Matanza de los Zánganos

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Vivían mis primas en el fondo del valle: su casa estaba situada en una meseta de la colina, a trescientos pasos del camino. Por detrás se elevaba un gran bosque de castaños y robles: por delante descendía una hermosa huerta bien provista de frutales, y después una vasta pomarada cuya cerca de piedra servía de linde al camino.

¡Pobres chicas! La Providencia les había dotado de un rostro nada halagüeño y de una madre menos halagüeña aun. Era terrible aquella doña Teresa, fuerte como un gañán y áspera hasta cuando acariciaba, como la lengua de una vaca. Y, sin embargo, ¿qué hubiera sido de ellas si aquella madre no fuese tan hombruna y enérgica? Su difunto padre, uno de los propietarios más ricos de la comarca, les había dejado casi por completo arruinadas. Primero jugando y derrochando en la capital, después, en los últimos años de su vida, degradándose hasta pasar las noches en las tabernas, vendió cuanto tenía, menos la posesión donde habitaban y que tenía por nombre la Rebollada.


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Dominio público
13 págs. / 23 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pecado de la Amabilidad

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo joven y me hallaba de visita en casa de una señora anciana de singular discreción. Entró un caballero de porte elegante, de arrogante figura. La señora nos presentó el uno al otro. Entablóse conversación, y yo hice cuanto fué posible por mostrarme amable y hacerme simpático a aquel desconocido. Hubo unos momentos de alegría cordial, de charla jocosa, de verdadera expansión. Sin embargo, cuando, al cabo, aquel caballero se levantó para irse, después de saludar con exquisita y familiar cortesía a la dama, dirigióme a mí una fría y casi impertinente inclinación de cabeza que me dejó enfadado. La señora comprendió lo que por mí pasaba, y, mirándome fijamente con ojos risueños y maliciosos, me preguntó:

—¿Me permite usted que le haga una observación acerca de su carácter?

—Cuantas guste.

—Pues bien, amigo mío; debo manifestarle que es usted demasiado amable para hombre.

—¿Qué quiere usted decir, señora?—repuse poniéndome un poco colorado.

—No se asuste usted ni se ofenda. No quiero decir que posea usted un temperamento femenino. Sólo me atrevo a indicarle que exagera usted un poco la nota de la amabilidad, y que esto ha de ocasionarle más de un disgusto en la vida.... Porque, bien mirado, nosotras, las mujeres, necesitamos a toda costa agradar; es nuestro destino; es la condición ineludible de nuestra existencia. Pero la de ustedes se puede deslizar admirablemente sin ella. Ustedes tienen interés en hacerse respetables, temibles...; agradables, ¿para qué?

—Exceptuando con ustedes.

—Exceptuando con nosotras, desde luego.... Y, sin embargo, todavía hay mujeres a quienes seducen las formas brutales. Pero son las refinadas y están en minoría.

—¿De modo que me aconseja usted ser grosero?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 62 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Perico el Bueno

Armando Palacio Valdés


Cuento


Nuestros ideales no siempre se armonizan con las tendencias secretas de nuestra naturaleza, como afirman los filósofos moralistas. Por el contrario, he visto en muchos casos producirse una disparidad escandalosa.

He conocido avaros que admiraban profundamente a los pródigos, que hubieran dado todo en el mundo por parecérseles..., menos dinero. Había un comerciante en mi pueblo que pasó toda su vida contándonos lo que había derrochado en un viaje que había hecho a París, sus francachelas, la cantidad prodigiosa de luises que había esparcido entre las bellezas mundanas. Se le saltaban las lágrimas de gusto al buen hombre narrando sus aventuras imaginarias.

Voy a contar ahora la de Perico el Bueno. Ni yo ni nadie en el pueblo sabía de dónde le venía este sobrenombre. Pero menos que nadie lo sabía él mismo, a quien enfadaba lo indecible. No había en el Instituto un chico más díscolo y travieso. Era la pesadilla de los profesores y el terror de los porteros y bedeles. En cuanto surgía en el patio un motín o una huelga, podía darse por seguro que en el centro se hallaba Perico el Bueno; si había bofetadas, era Perico quien las daba; si se escuchaban gritos y blasfemias, nadie más que él los profería.

Parece que le estoy viendo, con un negro cigarro puro en la boca, paseando con las manos en los bolsillos por los pórticos y arrojando miradas insolentes a los bedeles.

—Señor Baranda—le decía uno cortésmente—, tenga usted la bondad de quitar ese cigarro de la boca: el señor Director va a pasar de un momento a otro.

—Dígale usted al señor Director que me bese aquí—respondía fieramente Perico.

El bedel se arrojaba sobre él; le agarraba por el cuello para introducirle en la carbonera, que servía de calabozo. Perico se resistía; acudía el conserje: entre los dos, al cabo de grandes esfuerzos, se lograba arrastrarlo y dejarlo allí encerrado.


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7 págs. / 13 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tierra es un Ángel

Armando Palacio Valdés


Cuento


La Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados.


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5 págs. / 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Ascetismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Si el ascetismo es consubstancial con el Cristianismo, o, en otros términos, si la mortificación del cuerpo es un derivado indeclinable del Evangelio, yo no soy capaz de decidirlo. Muchos católicos y otros que no lo son, como Schopenhauer y Tolstoi, lo afirman resueltamente; otros, como San Francisco de Sales, Fenelón, Dupanleup y el teólogo protestante Harnack, lo niegan. Hay pasajes en el Evangelio que parecen dar la razón a los primeros: «Si tu mano te hace pecar, córtala; si tu ojo te hace pecar, arráncalo.» «Anda, vende lo que posees y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el Cielo.» «Si viene a Mí alguno y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no podrá ser discípulo mío.»

Pero otras máximas de Jesús, las reglas de vida que daba a sus discípulos, y aun su propia vida, indican, por el contrario, que concedía poca importancia a la penitencia corporal: «Como Juan viniera sin comer ni beber, decían ellos: es un hombre endemoniado. El Hijo de Dios ha venido comiendo y bebiendo, y ellos dicen: éste es un tragón y un bebedor de vino.» Nuestro Señor sabía, pues, que se le juzgaba de este modo, y no le importaba. Parecía poner empeño en no distinguirse de los demás exteriormente y en huir del tipo del asceta tradicional. Visitaba a los ricos como a los pobres, asistía a banquetes y bodas, se dejaba perfumar con esencias olorosas. En suma, el Redentor no pedía a nadie que abandonase su estado; a todos pedía únicamente amor y abnegación.


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4 págs. / 7 minutos / 92 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Esteticismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Era yo en otro tiempo un furioso esteticista. La belleza fué mi guía, mi sostén, el único objetivo de mi vida; el mundo, una gran obra de arte en la cual el Alma Suprema se conoce y se goza. Nuestras almas, órganos de Ella, existen únicamente para la felicidad de esta contemplación. Goethe estaba en lo cierto. Nada hay en la existencia digno sino el culto de la belleza: nuestra educación debe ser esencialmente estética.

Así, juraba yo con fervor, como Heine, por Nuestra Señora de Milo, me descubría al pasar por delante de Las hilanderas de Velázquez, y recorría doscientas leguas para ver unos retratos de Franz Hals. Los campos y las montañas hacían mis delicias. ¡Oh felices excursiones a las más altas cimas cantábricas! Los ojos no se saciaban jamás ante aquellos panoramas espléndidos. El espectáculo de la mar me embriagaba, y el del cielo estrellado me causaba vértigos. Las horas se deslizaban divinas espiando el vaivén de las olas, los vivos cambiantes de sus volutas verdes, los destellos de sus crestas rumorosas. «¿Será posible—me decía—hartarse de contemplar el mar, de escuchar el canto del ruiseñor, de ver los cuadros de Velázquez y los mármoles helénicos?»

Pues bien, sí, me he hartado, me he hartado. En vano hago supremos esfuerzos de imaginación para representarme con toda su intensidad la belleza de los objetos, que tan viva emoción me causaba. Esta emoción no viene. Me coloco frente al mar, y me distraigo mirando el quitasol rojo de una inglesa que recorre descalza la playa: voy al Museo del Prado, y más que las madonnas de Rafael me interesan las niñas flacas que las están copiando: me siento a la orilla del arroyo, bajo los castaños frondosos, y me sorprendo al cabo de unos instantes limpiándome cuidadosamente el polvo de los pantalones: hace pocos días sentí náuseas escuchando un nocturno de Chopin que en tiempos lejanos me producía espasmos de placer.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Vida de Canónigo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Las ideas de mi tío don Sebastián acerca del ascetismo de los canónigos eran mucho más decididas que las de Pachón de la Quintana de Arriba. Nada de vacilaciones en este punto: ya sabía a qué atenerse. Para él la imagen de un canónigo evocaba un sinfín de representaciones cómodas, deleitosas y suculentas.

No es extraño. Si se hablaba de un vino añejo bien confortable, le oía llamar «vino de canónigo»; si se trataba de un chocolate exquisito, «chocolate de canónigo»; si de un colchón blando y relleno, «colchón de canónigo»; etc.

Toda su vida había sentido una envidia ruin por el alto clero, y deploraba amargamente que su padre no le hubiese dedicado al estado eclesiástico, en vez de dejarle al frente del comercio de ferretería que tenían en la planta baja de la casa. Porque si le hubiese enviado al Seminario, tal vez a estas horas sería canónigo. ¿Por qué no? ¿No lo era su primo Gaspar, que pasaba por un zote en la escuela? ¡Y nada menos que arcediano de la santa iglesia catedral de León!

Verdad era que el trato que sus hermanas le daban no era a propósito para ahuyentar de su carne los apetitos concupiscentes. Eran feroces aquellas dos hermanas que su padre le había dejado con el comercio de ferretería. No se sabe si se habían propuesto hacerse ricas a costa de las susodichas carnes de su hermano, o es que pensaban con terror en la muerte de éste y en la necesidad de traspasar el comercio, o, ¡quién sabe!, tal vez en su matrimonio. Porque, si bien mi tío don Sebastián no había mostrado jamás veleidades matrimoniales el día menos pensado podía atraparle cualquier pelafustana. La mujer que se casa con un hombre que tiene dos hermanas solteronas, siempre es una pelafustana. De todas suertes, estas dos hermanas le escatimaban el pan, la carne y el vino, el betún para las botas, las toallas para secarse, y hasta el agua para lavarse.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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