Textos más populares esta semana de Armando Palacio Valdés disponibles | pág. 5

Mostrando 41 a 50 de 77 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Armando Palacio Valdés textos disponibles


34567

Intermedio del Editor

Armando Palacio Valdés


Cuento


En los últimos tiempos de su vida, cuando ya se advertían en su rostro las huellas de la enfermedad que le llevó al sepulcro, solíamos pasear algunas tardes por las cercanías de su hotel, situado en la parte oriental de Madrid, cerca del barrio de la Prosperidad. No es un paisaje riente ni variado el que por allí se descubre; pero la vista se extiende sin obstáculo por la llanura, el pecho se dilata, hay un derroche de luz y de aire que infunde alegría. Allá a lo lejos se divisan las crestas azuladas del Guadarrama.

En una de estas tardes caminábamos silenciosos, el uno en pos del otro, por el sendero que bordeaba un campo de trigo. Habíamos hablado bastante, y este silencio forzado a que nos obligaba la angostura del camino, nos servía de descanso. De pronto, al pasar cerca de un grupo de casas, o, por mejor decir, chozas, donde se albergaban los que recogen por las mañanas la basura de la capital, escuchamos desgarradores lamentos. En el mismo instante, una criatura de seis o siete años salió de la casa corriendo, y vino a abrazarse a mis rodillas gritando:

—¡Perdón, perdón!

Casi en el mismo instante que ella salió un hombre en su seguimiento con un manojo de cuerdas en la mano. Rugía como un tigre hambriento, y soltaba por la boca palabras más nauseabundas que la basura que apilaba cerca de su vivienda. Al acercarse a nosotros la niña, presa de indescriptible terror, y volviendo hacia él sus ojos extraviados, gritaba:

—¡Perdón, padre, perdón! ¡Es que me he caído, padre! ¡Es que me he caído!

El bárbaro, sin aplacarse, trató de apoderarse de la criatura, que seguía cogida a mis rodillas. Entonces Jiménez se interpuso, poniéndole las manos sobre el pecho.

—¿Quién es usted—vociferó aquel salvaje—para impedir que castigue a mi hija?


Leer / Descargar texto

Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 53 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Tierra es un Ángel

Armando Palacio Valdés


Cuento


La Tierra es un ángel: yo he leído eso en alguna parte—me decía el doctor Mediavilla cierta tarde paseando por la Moncloa—. ¡Ah!, sí, ya me acuerdo; era un filósofo alemán llamado Fechner quien lo afirmaba. Y en este momento estoy tentado a darle la razón. ¡Vea usted qué luz irisada se esparce por el cielo!, ¡qué transparencia en el aire!, ¡qué crestas azuladas aquellas del Guadarrama!, ¡qué dulce sosiego en toda la campiña! Considerando la Tierra como un ser cuyas vastas dimensiones exigen un plan de vida completamente distinto del nuestro, no ofrece duda su inmensa superioridad sobre nosotros. La Tierra no tiene piernas ni brazos: ¿para qué los necesita, puesto que posee ya dentro de sí todas aquellas cosas tras de las cuales nosotros corremos anhelantes? ¿Necesita de piernas para caminar con la espantosa velocidad de treinta kilómetros por segundo? No tiene ojos; pero sigue su camino por el espacio insondable sin extraviarse. Para llevar su preciosa carga en todos los momentos, en todas las estaciones—dice aquel ingenioso filósofo—, ¿qué forma podría ser más excelente que la suya, puesto que es al mismo tiempo el caballo, las ruedas y el carro? Hay que pensar en la belleza de este globo luminoso, cuya mitad alumbrada por el sol es azul, mientras la otra mitad se baña en la noche estrellada. Hay que pensar en esta cristalina esfera, que gira bañada en luz, como decía nuestro gran Espronceda; hay que pensar en sus aguas transparentes, en esos millones de luces y de sombras por las cuales los cielos se reflejan en los pliegues de sus montañas y en los repliegues de sus valles. Este globo sería un espectáculo sublime para quien lo viese de lejos. En él se encuentran a la vez todos los contrastes y todas las armonías; es decir, todo lo pintoresco, todo lo que puede producir la emoción estética, la desolación y la alegría, la riqueza, la frescura, los vívidos colores, los aromas delicados.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 52 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Paseo de Recoletos

Armando Palacio Valdés


Cuento


Voy a denunciarme ante el severo tribunal de la sociedad fashionable de Madrid, y entregarme con las manos atadas a su justa reprobación.

«Egregias damas: señores sietemesinos: Tengo la vergüenza de confesar a ustedes que la mayor parte de los domingos y fiestas de guardar me paso la tarde dando vueltas en el paseo de Recoletos lo mismo que un mancebo de la Dalia azul. Y no subo hasta el Retiro, a admirar respetuosamente vuestros chaquettes y vuestros perros ratoneros, porque deje de poseer carruaje; pues si bien es mucha verdad que no lo poseo (¡misericordia!) no es menos exacto que tengo unas piernas que no me las merezco, las cuales han hecho con fortuna más de una vez la competencia al tranvía, y de ello puedo presentar testigos. Me quedo, por tanto, en Recoletos sin motivo alguno que pueda justificarme, por pura perversidad, lo cual revela mi depravada índole. Vuestra conciencia distinguida se alarmaría aún más si supieseis... ¡pero no me atrevo a decirlo!... ¡que me gustan mucho las cursis! ¡Perdón, señores, perdón! Ahora que he confesado mi indignidad descargando el alma del peso que la abrumaba, aguardo resignado vuestro fallo. Condenadme, si queréis, a perpetuos pantalones anchos. Los llevaré como marca indeleble de mi deshonra, los pasearé hasta la muerte como la librea del presidario... pero los pasearé los domingos por Recoletos».


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Leyes Inmutables

Armando Palacio Valdés


Cuento


El hombre del mundo que yo pensaba menos expuesto a volverse loco era mi amigo Montenegro.

Era un ser tímido, reflexivo, metódico, lector asiduo de La Época, apuntador incansable de todos sus gastos, hasta de las cajas de cerillas que compraba.

Y, sin embargo, cayó repentinamente en una espantosa demencia.

Una tarde le encontré en el Retiro, y me pidió un millón de pesetas para la canalización del río Manzanares. Se trataba de un negocio que importaría, aproximadamente, cincuenta millones; él se había suscrito ya por veinticinco: le faltaba la mitad; pero contaba con los banqueros más importantes de Madrid, y conmigo, por supuesto.

Para llevar a feliz término este proyecto grandioso, le parecía muy conveniente, se puede decir indispensable, hacerse diputado. «Ya ves, en España la política lo absorbe todo... Si uno no es diputado», etc., etc.

Montenegro lo fué. Es decir, no lo fué; pero como si lo fuese. Una tarde se presentó en el Congreso poco antes de abrirse la sesión; hizo avisar al presidente de que un señor diputado electo deseaba jurar. El presidente ordenó todo lo necesario para tan solemne acto, el crucifijo, los Evangelios, etc.

Se dió la voz: «Un señor diputado va a prestar juramento.»

Los que estaban en los escaños se pusieron en pie, y Montenegro, vestido de etiqueta y escoltado por los maceros, se presentó en el salón y avanzó majestuosamente hacia la Presidencia.

¿Por qué ríe todo el mundo a carcajadas? Es que Montenegro llevaba un zapato negro de charol y otro de color. El presidente le pregunta su nombre, se entera de que no es diputado, sospecha que se trata de un loco, y lo hace retirar.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pragmatismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


El sol se puso rojo. La negra, horrible nube se acercó, y las tinieblas invadieron el cielo, momentos antes sereno y transparente.

Entonces los camellos se arrodillaron, y los hombres se volvieron de espalda y se prosternaron también. Los caballos se acercaron temblando a los hombres, como buscando protección.

El furioso khamsin comenzó a soplar. No hay nada que resista al impetuoso torbellino. Las tiendas, sujetas al suelo con clavos de hierro, vuelan hechas jirones, y la arena azota las espaldas de los hombres; sus granos se clavan en los lomos de los cuadrúpedos, haciéndoles rugir de dolor.

Aguardaron con paciencia por espacio de dos horas, y la espantosa tromba se disipó. Entonces el sol volvió a lucir radiante; el aire adquirió una transparencia extraordinaria.

Los pacientes camellos se alzaron con alegría, los caballos relincharon de gozo, y los hombres lanzaron al aire sonoros hurras. Estaban salvados.

Habían salido de Río de Oro hacía algunos días, y, audaces exploradores, se lanzaron por el desierto líbico para alcanzar el país de los árabes tuariks. Les faltaba el agua; pero esperaban llegar aquel mismo día al gran oasis de Valatah. Así lo pensaba y lo prometía su guía Beni-Delim, un hombre desnudo de medio cuerpo arriba, de tez rojiza, nariz aguileña, cabellos crespos y mirada inteligente.

—¡Beni-Delim! ¡Beni-Delim! ¿Dónde está Beni-Delim?

Beni-Delim había desaparecido.

Entonces la consternación se pintó en todos los semblantes. El traidor había aprovechado los momentos de obscuridad y de pánico para huir, dejándolos en el desierto sin guía. Estaban perdidos.

El jefe de la expedición, un italiano hercúleo de facciones enérgicas y agraciadas, les gritó:

—¡No hay que acobardarse, amigos! Cuando ese miserable ha huído, el oasis no debe de estar lejos. ¡En marcha!


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 50 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Academia de Jurisprudencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

No todos los transeúntes de la calle de la Montera saben que en el número 22, cuarto bajo, se encuentra establecida, desde algunos años hace, la Academia de Jurisprudencia. La mayoría de los ciudadanos que van o vienen de la Puerta del Sol pasan por delante del largo portal de la casa sin sospechar que dentro de ella discútense los más caros intereses de su vida, la religión, la propiedad y la familia, todo lo que se halla bajo la salvaguardia vigilante del Sr. Perier, director propietario de La Defensa de la Sociedad. Si tuviesen el humor de entrar, vieran quizá colgado de la pared en dicho portal un cuadrito donde en letras gordas se dice: No hay sesión, o bien El miércoles continuará la discusión de la memoria del señor Martínez sobre el derecho de acrecer: tienen pedida la palabra en pro los Sres. Pérez, Fernández y Gutiérrez, y en contra los señores López, González y Rodríguez. El tema es por cierto asaz importante, y los nombres de los oradores demasiado conocidos del público para que cualquier ciudadano no entre en apetito de presenciar este debate. Restregándome, pues, las manos y gustando anticipadamente con la imaginación sus ruidosas peripecias, tengo salido muchas veces diciendo: No faltaré, no faltaré.


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 49 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Mosquitos Líricos

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

Emilio Zola sostiene que los poetas líricos de ahora son pajaritos que cantan en el árbol de Víctor Hugo. Es la pura verdad. Carduci, Núñez de Arce, Copee, Sully Prudhome, Campoamor y otros pocos no hacen más que glosar con dulzura el canto sublime del titán del siglo XIX, reflejar la luz gloriosa del astro que se está acostando entre vivas y esplendorosas llamaradas.

Los grandes poetas gozan el privilegio de fundar ciclos donde van a reunirse los que cierta misteriosa simpatía y una evidente semejanza en la manera de sentir y pensar arrastra hacia ellos. Sin remontarnos a tiempos antiguos, y fijándonos solamente en la época moderna, saltan a la vista ejemplos. Ahí está Goethe con su brillante falange de poetas alegres, serenos, razonadores y sensibles. Ahí está Byron con su numeroso cortejo de desgraciados, a quienes el mundo no comprende, almas doloridas, corazones que destilan sangre y versos lacrimosos. Y por último, vivo está todavía, por dicha nuestra, el egregio autor de las Orientales y la Hojas de Otoño, y viva también una gran parte de sus discípulos, cuyos trinos y gorjeos escucha el mundo con placer.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 49 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 48 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Resiste al Malvado

Armando Palacio Valdés


Cuento


Me hallaba sentado en uno de los bancos del paseo del Prado. Delante de mí jugaban unos niños. Hubo disputa entre ellos, y uno más fuerte maltrató a otro más débil. Este, llorando desesperadamente, se fué a buscar a otros amigos que jugaban un poco más lejos; vino con ellos, y entre todos tomaron cumplida satisfacción del agresor, golpeándole rudamente.

He aquí el compendio de la sociedad humana—me dije—, he aquí sus fundamentos. El delincuente, la víctima; después, la justicia reparadora. Este niño, si hubiera podido devolver los golpes recibidos, no habría acudido a sus compañeros, los cuales, en este caso, no significan otra cosa más que una prolongación de sus brazos vengadores. ¿Qué es la justicia humana con sus tribunales, sino una fuerza que se añade a la nuestra para que tomemos venganza de quien nos ha hecho daño? Por eso el conde Tolstoi, grande y escrupuloso lector del Evangelio, sostiene que no deben existir los tribunales de justicia. No resistáis al malvado; no juzguéis a vuestros hermanos; presentad la mejilla derecha cuando os hayan herido en la izquierda, etc., etc.

Pero ocurre preguntar: si los hombres no volviéramos mal por mal, y si no lo hubiéramos devuelto en una larga, serie de siglos, ¿existiría la sociedad humana? ¿Existiría el Cristianismo? ¿Evangelizaría a los rusos el conde de Tolstoi desde su finca de Moscou? El mensaje de Cristo es para la eternidad, y El mismo afirmó que los tiempos no estaban aún maduros para que fructificase su semilla. Arrojada en un campo inculto, queda asfixiada instantáneamente por las malas hierbas. Un tipo de sociedad, y de sociedad bien organizada, es necesario para que los hombres comprendan y acepten la ética del Evangelio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 47 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

34567