Era yo joven y me hallaba de visita en casa de una
señora anciana de singular discreción. Entró un caballero de porte
elegante, de arrogante figura. La señora nos presentó el uno al otro.
Entablóse conversación, y yo hice cuanto fué posible por mostrarme
amable y hacerme simpático a aquel desconocido. Hubo unos momentos de
alegría cordial, de charla jocosa, de verdadera expansión. Sin embargo,
cuando, al cabo, aquel caballero se levantó para irse, después de
saludar con exquisita y familiar cortesía a la dama, dirigióme a mí una
fría y casi impertinente inclinación de cabeza que me dejó enfadado. La
señora comprendió lo que por mí pasaba, y, mirándome fijamente con ojos
risueños y maliciosos, me preguntó:
—¿Me permite usted que le haga una observación acerca de su carácter?
—Cuantas guste.
—Pues bien, amigo mío; debo manifestarle que es usted demasiado amable para hombre.
—¿Qué quiere usted decir, señora?—repuse poniéndome un poco colorado.
—No se asuste usted ni se ofenda. No quiero decir que posea usted un
temperamento femenino. Sólo me atrevo a indicarle que exagera usted un
poco la nota de la amabilidad, y que esto ha de ocasionarle más de un
disgusto en la vida.... Porque, bien mirado, nosotras, las mujeres,
necesitamos a toda costa agradar; es nuestro destino; es la condición
ineludible de nuestra existencia. Pero la de ustedes se puede deslizar
admirablemente sin ella. Ustedes tienen interés en hacerse respetables,
temibles...; agradables, ¿para qué?
—Exceptuando con ustedes.
—Exceptuando con nosotras, desde luego.... Y, sin embargo, todavía
hay mujeres a quienes seducen las formas brutales. Pero son las refinadas
y están en minoría.
—¿De modo que me aconseja usted ser grosero?
Leer / Descargar texto 'El Pecado de la Amabilidad'